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Eugenio Noel - América bajo la lupa

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Eugenio Noel América bajo la lupa

América bajo la lupa: resumen, descripción y anotación

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El nombre de Eugenio Noel (1885-1936) está, afirmado en el censo de nuestros grandes escritores. Sus escritos y conferencias, motivo casi siempre de escándalos literarios, justificaban su postura de que la controversia es el mejor sistema de educar y difundir ideas. Muchos lustros duraron los ecos de sus campañas «anti». Tras «Notas de un voluntario», con sus experiencias en la campaña de Marruecos de 1909, inicia la campaña antiflamenca y luego la antitoreril, todas ellas levantando oleadas de comentarios, controversias, incidentes, que, justo es reconocerlo, significaron un soplo aventador de muchos tópicos que viciaban la sociedad de su tiempo. Su agudeza crítica queda bién patente en la obra que hoy ofrecemos, que es el fruto de su largo y azaroso peregrinar por tierras de América.

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EUGENIO NOEL Madrid 6 de septiembre de 1885-Barcelona 23 de abril de 1936 - photo 1

EUGENIO NOEL, (Madrid, 6 de septiembre de 1885-Barcelona, 23 de abril de 1936). Seudónimo de Eugenio Muñoz Díaz, fue un novelista, ensayista y publicista español, que se significó como un enconado detractor de la tauromaquia y el «flamenquismo».

De humildes orígenes, estudió con los Escolapios y demostró una gran pasión por la lectura. Ingresó en el Seminario del Colegio y Casa Misión de los Cartujos de Tardajos, a dos leguas de Burgos, estudios que costeó la duquesa de Sevillano. Aunque allí descubrió su poca vocación, volvió a Madrid donde prosiguió sus estudios en el Seminario Conciliar de San Dámaso; tuvo amores entonces con la cantante María Noel, que le dio el apellido para su seudónimo. Ella inspiró la novela corta Alma de santa (1909). Estuvo sin embargo todavía becado por la duquesa en Malinas (Bélgica) para estudiar con el famoso cardenal Mercier, del que fue discípulo. A su vuelta a Madrid, asistió breve tiempo a clases de Derecho.

Tras dejar la religión, llevó una vida de periodista bohemio, de ideología republicana y socialista. Asistió a la tertulia valleinclanesca del Nuevo Café de Levante. En 1909 se alistó voluntario para luchar en Marruecos. Sus artículos sobre la campaña de África en España Nueva, el periódico republicano que dirigía Rodrigo Soriano, fueron recopilados en Notas de un voluntario y uno de ellos, el primero, Cómo viven un marqués y un duque en campaña, le valió la cárcel Modelo; al salir de allí conoció a la cubana Amada, que sería la pasión de su vida.

En 1913 inicia su campaña antiflamenca recorriendo toda España, viajes de los que dejó escritas varias crónicas, en las que se fijó en especial en las injusticias sociales. Comprometido siempre con causas sociales, mantuvo a lo largo de toda su vida una pertinaz campaña contra el flamenquismo y contra la fiesta de los toros, lo que le supuso no pocos disgustos.

Entre las caracterizaciones recurrentes a las que se ha visto sometido la figura de Noel se encuentra la de «epígono del 98»,​ con Giménez Caballero denominándolo «un noventaiochista de marca registrada»​ y Andrés Trapiello afirmando que «es más del 98 que los propios del 98, el que se lo creyó más»,​ si bien el propio Noel habría rechazado esta adscripción,​ incluyéndose dentro de los novecentistas​ y afirmando en sus memorias:

Los del 98 son todos hombres que hicieron una época […]. Contribuyen a la anquilosis de la raza. Intelectuales sin dinamismo. Sentimentales…

Eugenio Noel, Diario íntimo.

La capea, que aparece en 1915, es, junto a Las siete cucas, el libro más reeditado de Noel. En Nervios de la raza se mostraría afín a la ideología noventayochista. Julio Cejador y Frauca le describe con las siguientes palabras:

Madrileño, admirable satirizador de las lacras españolas, flamenquismo, toreo, etc., etc.; perspicaz observador, pensador levantado y noble; prosista sincero, brioso, pintoresco, suelto y castizo; pintó vivamente las costumbres, sobre todo de la gente maleante, de arriba y de abajo, y copió del natural el habla de chulos y toreros.

Cejador y Frauca, 1920, p. 68

Murió en la miseria en una cama alquilada de un hospital barcelonés, el 23 de abril de 1936; al enviarse su cadáver a Madrid, se extravió en una vía muerta de Zaragoza, lo encontraron y fue enterrado en el cementerio civil de Madrid.

BAJO LA MIRADA DE LA ESFINGE
BORREMOS DEL SEPULCRO DE COLÓN ESO DE «INGRATA AMÉRICA»…

«Au nombre de cent six marchaient les gens de pied, l’histoire a declaigné ces braves, mais il sied de nommer par leur nom, qu’il soit noble ou vulgaire tous ceux que furent chefs en cette illustre guerre…».

José María de Heredia: «Les conquérants de l’or».

«Esas gentes tienen costumbre de bautizarnos»…, escribe Victoria Ocampo a Waldo Franck. Esas gentes somos nosotros, los españoles. El acento es áspero, como conviene por estos días a un alma argentina. Toda liberación es un día de pascua y el placer es algo egoísta. Waldo Franck, en la carta a Copeau y Gallimard que sirve de prefacio a «Nuestra América», después de repartirse éntre los tres el huevo que Colón puso derecho sobre la mesa del refectorio salmanticense, un nuevo descubrimiento de América —«Vosotros, que veníais de Francia, y yo, americano, descubríamos juntos a América»—, afirma que América es un sabroso fruto, un oculto tesoro. Toda vigilancia sobre ese tesoro es poca, y América, dejando de ser mercados para convertirse en naciones, debe bastarse a sí misma. Como escritores y viajeros también, nos desatendemos de ese pretendido descubrimiento; como españoles nos alarmamos bastante. ¿De qué nos inquietamos? ¡Es tan difícil explicarlo, tan doloroso!… No pasa nada allí, y, sin embargo, algo muy malo está ocurriendo. América no cree ya en cuentos de hadas, dice sonriendo la escritora. No fue precisamente cuentos lo que contó España a América; pero algo enorme nos amenaza allá. Las Constituyentes estudian una doble nacionalidad. ¿Llegará a tiempo? Hay en América latente una desintegración pavorosa. ¿De espaldas a Europa? Puede ser; pero eso poco debe importamos. Tarde o temprano tiene que ocurrir; que ocurra cuanto antes. ¿Desabrimiento de España, cansancio de España? Es muy posible. Es probable también que sea algo más grave que eso. Nuestro país ha gustado dormirse entre profecías y elogios, y nunca sus hombres de talento supieron hurtarse a solicitaciones enmascaradas con destinos providenciales y papeles de actor histórico. Schliepacke, entrecejo de Krause, deseaba que España fuera la encargada de llevar la voz del genio latino: Oliveira Martins, tan esquivo, nos deparaba el apostolado de las futuras ideas; Ganivet, tan prudente, nos llamaba a trabajar en una restauración «de un orden completamente nuevo»; hoy, hoy mismo, Europa, tan orgullosa que nunca contó con España para nada, y a la que nuestra neutralidad durante la Gran Guerra suscitó interjecciones bien fuertes, incorpora intelectuales nuestros a su movimiento espiritual, y con Keyserling habla de una nueva etapa española en el sentido emocional. Mecidos por mesianismos deliciosos, asistimos como espectadores a los sucesivos «descubrimientos» de América aparentando que nada nos iba en ello, seguros en el peor de los casos del cariño ultramarino. Nos sucedió y sucede con la invasión franconorteamericana y con la italiana misma lo que a nuestras colonias con la brusca aparición de rusos, turcos, checoslovacos, polacos y demás: la sorpresa heló el disgusto, como la formidable acción del idioma toda protesta. Un diplomático, uno de esos señores que tanto daño nos han hecho allí, contestaba a la interrogación: «Bah, así aprenderán el español»… «Eso es, respondimos cierta vez, y cuando aprendan el español pedirán toros, como hacen los hombres de raza inglesa, un “bullbaiting”…» El mordisco dado a la riqueza que representan los españoles en América es todavía una nonada junto a la bárbara contracción de nuestra influencia cultural. ¿Llegará la República a tiempo?… Tradiciones, afinidades, lejos, ¿se afrontará la cosa extraña que se sospecha allá? Bien esa superpatria común, esa ciudadanía plural del artículo 22, que ya soñó Bolívar en 1826, como soñara una Confederación hispanoamericana —copia de la Liga Aquea de Grecia—, regida por una Asamblea de plenipotenciarios; mas ¿no será «ya» insuficiente? ¿No será mejor forzar el ritmo desesperante de Ginebra y dar cara a la dificultad allí al amparo del sueño de Locarno? El libro del cubano Bernal, el de Pla, las ideas de Reparaz y de Olariaga, prontos a enfrentarse con esa concepción hermanal, superfronteriza. No hay que olvidar el colapso de nuestra emigración y la ojeriza de Francia. El Derecho internacional americano da toda posibilidad a la coexistencia de diversas ciudadanías, y en los delegados en la Liga no se hallarán más que facilidades, no para la unión, sino para la comunión en un mismo concepto de internacionalidad. No creemos, aunque haga todos los aspavientos que acostumbra, en la fe de Francia respecto a estos vínculos asociativos; no le convienen. Sus literatos y profesores realizan en el cerebro americano una labor contraria a sus protestas diplomáticas. Por eso España no ha de temer obrar sola. Detrás de ella están los dos millones doscientos veinte mil documentos de los treinta y siete mil legajos del archivo de la Casa Lonja, en Sevilla, y las seis mil trescientas sesenta y nueve leyes de Indias. Fuera ese hispanoamericanismo, el falaz y ridículo latinoamericanismo y olvido absoluto de ese panamericanismo, creado a la sombra de la doctrina de Monroe, y el Estatuto de Panamá. Toda entera España, con «su» América. Delicioso posesivo que no es posesión. Ningún Estado será más débil que otro, decía Bolívar a Canning. Se odiaban como hermanos, gruñía Dostoyevski. No será así. Cierta mañana visitara yo, en compañía de egregia dama americana, la Catedral de Sevilla. Todavía brillaba delante del sepulcro de Colón el fuego de la lamparilla que apagó un cardenal bien torpe. Los ojos de la excelsa mujer no sabían zafarse a la belleza de las setenta y cuatro espléndidas vidrieras de la catedral cuando se posaron sobre el túmulo de Mérida. Mientras ella se recreaba con las parihuelas de la capilla de las Escalas, llevadas por los cuatro heraldos blasonados —el eterno paso de los sevillanos—, y me hablaba del mausoleo de Philippe Pot, del Louvre, y recordaba mi alma una escena viajera en la isla de Santo Domingo —el cofre de plomo con los restos de Colón, la corona del rey de Italia y cuantas cosas raras hay en el suntuoso ataúd de la basílica dominicana, abierto especialmente para mí—, fijóse su atención en el zócalo y leyó su lengua una inscripción. ¿El real decreto de 26 de Febrero de 1891 aconsejó esas letras, o el buril del escultor las dejó caer allí? ¿El Estado o el artista? Unas letras alemanas colocadas en la cenefa u orla, con la maestría de los caracteres arábigos en las labores de ataurique, dicen así, entre otras cosas: «…cuando la ingrata América se emancipó de España». La dama se puso seria y volvió a leer, deletreando con ironía bien femenina y clavando su burla en eso de «ingrata». «Ingrata, ¿por qué?», me preguntó en ese acento único que las mujeres de América dan al castellano, bálsamo delicioso contra la bilis del bilingüismo maldito. «¿Por qué fue ingrata mi América?», añadió dulcemente. Leí yo, releí, enrojecieron mis mejillas, y le pedí perdón en nombre de mi raza. Temblaban mis labios. Las letras quedaron allí, y allí están. ¿Estarán también en el alma de España? ¿Por qué interesan tan escasamente las cosas de América a esta España que es grande por ella? Esas palabras están de más. Hay que borrarlas del corazón y del zócalo. Son una injuria y un obstáculo. América no ha sido ingrata con España jamás. Ni lo es. Se ausenta de nosotros porque camina más de prisa que nosotros en su órbita intelectual. ¿Se logrará esa identificación moral y material cada día más estrechamente; colaborarán con nuestra joven República las hermanas de allende? Borremos esa palabra muy pronto. Que ojos americanos se bajen al topar con esa ingratitud que no es de ellos; es nuestra. España está y «debe estar» sola en Europa, con la cual no tenemos nada que ver hoy ya. Despreciado el genio árabe que nos brindaba Africa entera, América, y solo América, es nuestra esperanza. No la injuriemos.

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