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Friedrich Nietzsche - El caminante y su sombra

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Friedrich Nietzsche El caminante y su sombra

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El caminante y su sombra pretende ser en palabras de su autor una doctrina de - photo 1

El caminante y su sombra, pretende ser en palabras de su autor una «doctrina de la salud», una «disciplina voluntaria». Nietzsche rechaza enérgicamente la actitud de quien expone sus dolores para suscitar compasión. La realización de semejante programa exige, sin duda, esfuerzo, un esfuerzo que a veces adquiere proporciones sobrehumanas.

Friedrich Nietzsche El caminante y su sombra ePub r10 Titivillus 110816 - photo 2

Friedrich Nietzsche

El caminante y su sombra

ePub r1.0

Titivillus 11.08.16

Título original: Der Wanderer und sein Schatten

Friedrich Nietzsche, 1880

Traducción: Luis Díaz Marín

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

SOLILOQUIOS DE UN FILÓSOFO ERRANTE Por Enrique LÓPEZ CASTELLÓN I El 11 de - photo 3

SOLILOQUIOS DE UN FILÓSOFO ERRANTE

Por Enrique LÓPEZ CASTELLÓN

I

El 11 de septiembre de 1879 Nietzsche se encontraba en Saint Moritz. Desde allí envió la mayor parte de El caminante y su sombra a Peter Gast, el joven músico y fiel colaborador de nuestro autor, que había acudido a Venecia buscando inspiración para sus composiciones. La carta que le dirige dándole cuenta de su envío constituye un testimonio inapreciable de la situación psicológica en que se halla Nietzsche:

«Cuando lea usted estas líneas —le dice—, estará ya en sus manos el manuscrito. El por sí mismo le hará a usted el ruego: yo no tengo el valor para ello. Sin embargo, usted compartirá unos momentos de la dicha que siento al pensar en mi obra ahora terminada».

Nietzsche ha puesto en manos de Gast un manuscrito casi ilegible: es todo lo que le permite su vista extraordinariamente deteriorada que le impide resistir la luz brillante y le obliga a acercar de un modo desmesurado la cabeza al papel. Aquellos garabatos casi ilegibles no pueden ser enviados a la imprenta, y el filosofo, no sin cierta timidez, solicita del músico que le copie el manuscrito con su hermosa y clara caligrafía. En compensación por el esfuerzo le hace estas sinceras confesiones: «Estoy llegando al final de los treinta y cinco años, “la mitad de la vida”, se decía hace ya milenio y medio. A esa edad perfiló Dante sus visiones, según recuerda en el primer verso de su poema. Yo me encuentro ahora a la mitad de la vida, pero tan “rodeado por la muerte”, que ésta puede poner su mano sobre mí en cualquier momento. Dada la naturaleza de mi mal, tengo que contar con una muerte repentina, víctima de un ataque, si bien yo preferiría cien veces, aun cuando fuese mucho más dolorosa, una agonía lenta y lúcida, durante la cual pudiera hablar con mis amigos. En este aspecto me siento terriblemente envejecido, quizá también porque mi vida ya ha dado sus frutos. He alimentado la lámpara de aceite y no seré olvidado. En realidad ya he pasado la prueba de fuego de la vida: muchos tendrán que pasarla tras de mí. Los incesantes y dolorosos padecimientos no han doblegado hasta hoy mi ánimo, e incluso en ocasiones me siento más alegre y benévolo que en toda mi vida pasada: ¿a qué atribuir este influjo reconfortante y saludable? A los hombres no, por supuesto, pues, con excepción de muy pocos, los demás, durante los últimos años, se han “escandalizado de mí” y no han vacilado en demostrármelo».

Pese a lo que aquí se dice, la muerte de Nietzsche no se produjo sino veintiún años más tarde. Durante una década el filósofo llevará una vida errante por Europa entre agudos e intermitentes malestares físicos en medio de los cuáles producirá lo mejor de su obra. Al final de estos diez años, sufrirá en Turin el derrumbamiento definitivo que desembocará en una existencia casi vegetativa, truncada por la muerte el 25 de agosto de 1900. Sí se encuentra, empero, Nietzsche en un momento crucial de su vida. Sus crónicas dolencias le han llevado a presentar su renuncia a la cátedra de la Universidad de Basilea. Su libro de estos tiempos (Humano, demasiado humano) ha sido un fracaso editorial y una piedra de escándalo para sus pocos lectores. De hecho, ha supuesto la ruptura definitiva de su amistad con Wagner, al que el autor situaba «en el crepúsculo del arte». Hasta Rohde manifestó su desacuerdo con una obra que descubría a un Nietzsche desconocido y al que rechazaba. Lo que más disgustó a Rohde fue que su amigo negase la responsabilidad del hombre por sus actos en un mundo carente de sentido en sí mismo: Nadie me hará creer jamás en una doctrina semejante: no puede haber nadie que crea en ella, ni siquiera tú.

Ciertamente, como destaca Ivo Frenzel, comentando Humano, demasiado humano, «sorprende ver emerger en un Nietzsche antirracionalista una tendencia hacia un racionalismo escéptico. Al desmoronamiento del irracionalismo dionisíaco y a la negación de la trascendencia metafísica sigue una invocación a la “libertad de la razón”. “El hombre a solas consigo mismo” sólo tiene una vía de escape: la del peregrino que siempre se aleja un poco más del desierto de la realidad; tan sólo ese viaje sin fin garantiza la sinceridad en el mundo, y con ello la libertad». Nietzsche se ha desprendido del sistema filosófico-moral de Schopenhauer. La crítica racionalista de la Ilustración ha llegado a sus últimas consecuencias: aventar los fantasmas de la metafísica. La fascinación que Nietzsche sentía por el romanticismo irracionalista de Wagner y por la metafísica nihilista de Schopenhauer se convierte ahora en la adopción de una actitud crítica, fría y dura que hace del autor un heredero directo de la filosofía de la Ilustración. Humano, demasiado humano es la crónica de la liberación de toda forma de trascendentalismo. También es el testimonio autobiográfico de una nueva forma de vida: la del filósofo errante. Es el modo de existencia que va a llevar Nietzsche a partir de ahora hasta que su enfermedad le reduzca a la demencia. El último aforismo de Humano, demasiado humano expone con un lirismo que preludia el estilo de Así habló Zaratustra la actitud viajera del filósofo ante la vida: «El que quiere llegar en cierta medida a la libertad de la razón no tiene derecho, durante cierto tiempo, a sentirse sobre la tierra otra cosa que un viajero, y ni siquiera un viajero hacia un paraje determinado, pues no tiene ninguna dirección. Pero se propondrá observar y conservar los ojos abiertos para todo lo que pasa en el mundo; por eso no puede ligar fuertemente su corazón a nada particular: es preciso que haya siempre en él algo del viajero que encuentra su placer en el cambio y en el paisaje. Sin duda, este hombre pasará malas noches o se sentirá cansado y encontrará cerrada la puerta de la ciudad que le pudiera ofrecer un reposo: quizá como en Oriente se extienda el desierto hasta esta puerta y se oiga rugir a las fieras lejos o cerca y el viento se encrespe para arrebatarle sus acémilas. Entonces es posible que la noche descienda para él como un segundo desierto sobre el desierto y su corazón se encuentra fatigado de viajar. Que se eleve entonces el alba para él, ardiente como una divinidad encolerizada; que se abra la ciudad; allí verá entonces quizá en los rostros de los habitantes más desierto aún, suciedad, perfidia e inseguridad que ante las puertas, y el día será casi peor que la noche. Así le puede suceder, a veces, al viajero; pero luego vienen, en compensación, las mañanas deliciosas de otras regiones y de otros días, en los que desde el despuntar del sol ve en la bruma de los montes los coros de las musas avanzar danzando a su encuentro; en que luego, cuando en el equilibrio espiritual de las mañanas se pasee bajo los árboles, verá caer de sus cimas y de sus frondas una lluvia de cosas buenas y claras, las ofrendas de todos los espíritus libres que viven en la montaña, en el bosque y en la soledad, y que, como él, a su manera, unas veces gozosa y otras reflexiva, son viajeros y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana, piensan en qué es lo que puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanada, una faz tan pura, tan luminosa, tan radiante de claridad: es que buscan la filosofía de la mañana».

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