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Friedrich Nietzsche - El nacimiento de la tragedia

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Friedrich Nietzsche El nacimiento de la tragedia
  • Libro:
    El nacimiento de la tragedia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1872
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El nacimiento de la tragedia: resumen, descripción y anotación

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FRIEDRICH WILHELM NIETZSCHE fue un filósofo poeta músico y filólogo alemán - photo 1

FRIEDRICH WILHELM NIETZSCHE fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, considerado uno de los pensadores contemporáneos más influyentes del siglo XIX.

Realizó una crítica exhaustiva de la cultura, la religión y la filosofía occidental, mediante la deconstrucción de los conceptos que las integran, basada en el análisis de las actitudes morales (positivas y negativas) hacia la vida. Este trabajo afectó profundamente a generaciones posteriores de teólogos, antropólogos, filósofos, sociólogos, psicólogos, poetas, novelistas y dramaturgos.

Meditó sobre las consecuencias del triunfo del secularismo de la Ilustración, expresada en su observación «Dios ha muerto», de una manera que determinó la agenda de muchos de los intelectuales más célebres después de su muerte.

Si bien hay quienes sostienen que la característica definitoria de Nietzsche no es tanto la temática que trataba sino el estilo y la sutileza con que lo hacía, fue un autor que introdujo, como ningún otro, una cosmovisión que ha reorganizado el pensamiento del siglo XX, en autores tales como Martin Heidegger, Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Gianni Vattimo o Michel Onfray, entre otros.

Nietzsche recibió amplio reconocimiento durante la segunda mitad del siglo XX como una figura significativa en la filosofía moderna. Su influencia fue particularmente notoria en los filósofos existencialistas, críticos, fenomenológicos, postestructuralistas y postmodernos, y en la sociología de Max Weber. Es considerado uno de los tres «Maestros de la sospecha» (según la conocida expresión de Paul Ricoeur), junto a Karl Marx y Sigmund Freud.

El 3 de enero de 1889 Nietzsche sufrió un colapso mental. Ese día fue detenido tras, al parecer, haber provocado algún tipo de desorden público, por las calles de Turín. Lo que pasó exactamente es desconocido. La versión más extendida sobre lo sucedido dice que Nietzsche caminaba por la Piazza Carlo Alberto, un repentino alboroto que causó un cochero al castigar a su caballo llamó su atención, Nietzsche corrió hacia él y lanzó sus brazos rodeando el cuello del caballo para protegerlo, desvaneciéndose acto seguido contra el suelo. En los días siguientes, escribió breves cartas para algunos amigos, incluidos Cósima Wagner y Jacob Burckhardt, en las que mostraba signos de demencia y megalomanía.

El 25 de agosto de 1900, Nietzsche murió después de contraer neumonía. Por deseo de Elisabeth, su hermana, fue inhumado como su padre en la iglesia de Röcken.

El drama musical griego

N o sólo recuerdos y resonancias de las artes dramáticas de Grecia podemos detectar en nuestro teatro de hoy: no, las formas fundamentales de éste hunden sus raíces en el suelo helénico, bien en un crecimiento natural, bien como consecuencia de un préstamo artificial. Sólo los nombres se han modificado y han cambiado de sitio en varios aspectos: de manera semejante a como el arte musical de la Edad Media continuaba poseyendo realmente las escalas musicales griegas, incluso con los nombres griegos, sólo que, por ejemplo, lo que los griegos llamaron locrio es calificado, en los tonos eclesiásticos, de dórico. ¡Qué concentración y entrenamiento de las fuerzas, qué prolongada preparación, qué seriedad y entusiasmo en el hacerse cargo de la tarea artística tenemos que presuponer aquí, en suma, qué actores ideales! Aquí estaban planteadas tareas para los ciudadanos más nobles, aquí no quedaba deshonrado, aun en el caso de fracasar, un guerrero de Maratón, aquí el actor sentía que, vestido con su ropaje, representaba una elevación por encima de la forma cotidiana de ser hombre, y sentía también dentro de sí una exaltación en la que las palabras patéticas e imponentes de Esquilo tenían que ser para él un lenguaje natural.

Pero lleno de unción, igual que el actor, escuchaba también el oyente: también sobre él se expandía un estado de ánimo festivo inusitado, deseado largo tiempo. Lo que a aquellos varones los empujaba al teatro no era la angustiada huida del aburrimiento, la voluntad de liberarse por algunas horas, a cualquier precio, de sí mismos y de su propia mezquindad. El griego huía de la disipante vida pública que le era tan habitual, huía de la vida en el mercado, en la calle y en el tribunal, y se refugiaba en la solemnidad de la acción teatral, solemnidad que producía un estado de ánimo tranquilo e invitaba al recogimiento: no como el viejo alemán, que, cuando alguna vez rompía el círculo de su existencia íntima, lo que deseaba era distracción, y la distracción auténtica y divertida la encontraba en los debates jurídicos, que por eso determinaron la forma y la atmósfera también de su drama. Por el contrario, el alma del ateniense que iba a ver la tragedia en las grandes dionisias continuaba teniendo en sí algo de aquel elemento de que nació la tragedia. Ese elemento es el impulso primaveral, que explota con una fuerza extraordinaria, un irritarse y enfurecerse, teniendo sentimientos mezclados, que conocen, al aproximarse la primavera, todos los pueblos ingenuos y la naturaleza entera. Como es sabido, también nuestras comedias y nuestras mascaradas de carnaval son en su origen festividades primaverales de ese tipo, que sólo por razones eclesiásticas quedan trasladadas a una fecha un poco anterior. Todo es aquí instinto profundísimo: aquellos enormes cortejos dionisíacos de la Grecia antigua tienen su analogía en los bailarines de san Juan y de san Vito de la Edad Media, los cuales iban de ciudad en ciudad bailando, cantando y saltando, en masas cada vez mayores. Aun cuando la medicina de hoy habla de ese fenómeno como de una epidemia popular de la Edad Media: nosotros retendremos únicamente que el drama antiguo floreció a partir de una epidemia popular de ese tipo, y que la desgracia de las artes modernas es no haber brotado de semejante fuente misteriosa. No es un capricho ni una travesura arbitraria el que, en los primeros comienzos del drama, muchedumbres excitadas de un modo salvaje, disfrazadas de sátiros y silenos, pintados los rostros con hollín, con minio y otros jugos vegetales, coronadas de flores las cabezas, anduviesen errantes por campos y bosques: el efecto omnipotente de la primavera, que se manifiesta tan de súbito, incrementa aquí también las fuerzas vitales con tal desmesura, que por todas partes aparecen estados extáticos, visiones y una creencia en una transformación mágica de sí mismo, y seres acordes en sus sentimientos marchan en muchedumbres por el campo. Y aquí está la cuna del drama. Pues su comienzo no consiste en que alguien se disfrace y quiera producir un engaño en otros: no, antes bien, en que el hombre esté fuera de sí y se crea a sí mismo transformado y hechizado. En el estado del «hallarse-fuera-de-sí», en el éxtasis, ya no es menester dar más que un solo paso: no retornamos a nosotros mismos, sino que ingresamos en otro ser, de tal modo que nos portamos como seres transformados mágicamente. De aquí procede, en última instancia, el profundo estupor ante el espectáculo del drama: vacila el suelo, la creencia en la indisolubilidad y fijeza del individuo. Y de igual modo que, en contraste total con Lanzadera en el Sueño de una noche verano.

En la época de florecimiento del drama ático, algo de esa vida natural dionisíaca perduraba todavía en el alma de los oyentes. Éstos no eran un perezoso, fatigado público abonado todas las tardes, que llega al teatro con unos sentidos cansados y rendidos de fatiga, para dejarse emocionar aquí. En contraposición a este público, que es la camisa de fuerza de nuestro teatro de hoy, el espectador ateniense, cuando se situaba en las gradas del teatro, continuaba teniendo sus sentidos frescos, matinales, festivamente estimulados. Para él lo sencillo no era todavía demasiado sencillo: su erudición estética consistía en los recuerdos de felices días anteriores de teatro, su confianza en el genio dramático de su pueblo era ilimitada. Pero lo más importante es que eran tan raras las veces que sorbía la bebida de la tragedia, que siempre la saboreaba como si fuera la primera vez. En este sentido voy a citar las palabras del más importante arquitecto vivo, el cual da su voto en favor de los frescos en el techo y de las cúpulas pintadas. «Nada es más ventajoso —dice— para la obra de arte que el que quede sustraída al contacto directo y vulgar con lo inmediato y a la línea de visión habitual del hombre. Por el hábito de ver cómodamente queda tan embotado el nervio óptico, que el encanto y las proporciones de los colores y las formas ya no los reconoce más que como si estuvieran detrás de un velo». Sin duda estará permitido reivindicar algo análogo también para el raro goce del drama: les favorece a los cuadros y a los drama que se los mire con una actitud y un sentimiento poco habituales: si bien tampoco queremos recomendar ya con esto la vieja costumbre romana de permanecer de pie en el teatro.

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