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Gabriel García Márquez - Cuando era feliz e indocumentado

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Gabriel García Márquez Cuando era feliz e indocumentado

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Gabriel García Márquez, 1979

Editor digital: Titivillus

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Publicada en los setentas la obra Cuando era feliz e indocumentado recoge - photo 1

Publicada en los setentas, la obra «Cuando era feliz e indocumentado» recoge diversas crónicas, artículos y reportajes periodísticos escritos por Gabriel García Márquez cuándo desempeñaba esta función entre los años 1957 y 1959 en la ciudad de Caracas. Narra las vicisitudes de la época tanto a nivel nacional como internacional, ya que durante ese lapso, suceden muchas cosas a su alrededor, las cuales, el escritor colombiano supo reflejar con su pluma literaria: la dimisión del por entonces Primer Ministro Británico, los albores de la revolución cubana con la participación de los hermanos Castro en golpes de distintos países de la geografía iberoamericana, la Guerra Fría con el Sputnik como gran argumento y un ambicioso Nikita Kruschev al frente, la animadversión por los regímenes totalitarios —lo cual le costó la expulsión de varios países durante su extensa carrera—. También se deja notar con las crónicas descritas sobre la situación política en Venezuela, donde trabajaba, y Colombia, su país natal.

CUANDO ERA FELIZ E INDOCUMENTADO

Gabriel García Márquez

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Gabriel García Márquez

Cuando era feliz e indocumentado

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Titivillus 22.02.2020

EL AÑO MAS FAMOSO DEL MUNDO

El año internacional de 1957 no empezó el primero de enero, empezó el miércoles 9, a las seis de la tarde, en Londres. A esa hora, el primer ministro británico, el niño prodigio de la política internacional, Sir Anthony Eden, el hombre mejor vestido del mundo, abrió la puerta del 10, Downing Street, su residencia oficial, y fue ésa la última vez que la abrió en su calidad de primer ministro. Vestido con su abrigo negro con cuello de peluche, llevando en la mano el cubilete de las ocasiones solemnes, Sir Anthony Eden acababa de asistir a un tempestuoso consejo de gobierno, el último de su mandato, el último de su carrera política. Aquella tarde, en menos de dos horas, Sir Anthony Eden hizo la mayor cantidad de cosas definitivas que un hombre de su importancia, de su estatura, de su educación, puede permitirse en dos horas: rompió con sus ministros, visitó la reina Isabel por última vez, presentó su renuncia, arregló sus maletas, desocupó la casa y se retiró a la vida privada.

En enero se fue Eden

y llegó la Princesa de Mónaco

Más que otro hombre cualquiera, Sir Anthony Eden había nacido con el 10, Downing Street grabado en el corazón, inscrito en la línea de la mano. Durante treinta años había hechizado los salones de Europa, las cancillerías de toda la tierra, y había desempeñado un papel notable en los más grandes negocios políticos del mundo. Se había fabricado una reputación de elegancia física y moral, de rigor en los principios, de audacia política, que escondían al gran público ciertas debilidades de su carácter, sus caprichos, su desorden, y esa tendencia a la indecisión que en ciertas circunstancias podía conducirlo a decidir demasiado pronto, demasiado a fondo, solo y contra todos. Tres meses antes —el 2 de noviembre de 1956— Sir Anthony Eden, frente a la secreta invitación de Francia a tomarse por asalto el Canal de Suez, se había mostrado tan indeciso que decidió demasiado pronto, demasiado a fondo, contra el parecer de la mayoría de sus ministros, de los astutos y cautelosos banqueros británicos, del Arzobispo de Canterbury, de la prensa e incluso del pueblo de Londres, que expresó su desacuerdo en la más grande manifestación popular que ha visto Trafalgar Square en el presente siglo. Como consecuencia de esta decisión solitaria y precipitada, tuvo que decidir en esas dos horas melancólicas del nueve de enero —y esta vez con la aprobación de sus ministros, con la aprobación de las grandes mayorías del Imperio Británico— el acto más trascendental de su vida: la renuncia.

Esa misma noche, mientras Sir Anthony Eden, acompañado por su esposa Lady Clarissa, sobrina de Winston Churchill, se trasladaba en su largo automóvil negro a su residencia particular en los suburbios de Londres, un hombre tan alto como él, tan bien vestido como él, pasó del número 11 al número 10 de Downing Street. El señor Harold MacMillan, el nuevo primer ministro, sólo tuvo que caminar 15 metros para hacerse cargo de los delicados negocios del Imperio Británico.

Esa noticia, que estalló como un torpedo en la primera página de todos los periódicos del mundo, debió llegar, sin embargo, como un rumor sin sentido a la apretada multitud de 4000 personas que pocas horas después se concentró del otro lado del Atlántico, frente al pequeño templo protestante de Los Angeles, California, para asistir a los oficios funerarios de Humphrey Bogart, muerto a causa de un cáncer en la garganta, el domingo 6 de enero. «Creedme —había dicho en cierta ocasión Humphrey Bogart—: que yo tengo más admiradores mayores de ocho años y menores de sesenta, que ninguna otra persona en este país, y es por eso por lo que gano 200 000 dólares por película». Pocas horas antes de morir, el gangster más querido del cine, el tierno matón de Hollywood, había dicho a su amigo de toda la vida, Frank Sinatra: «Lo único que va bien es mi cuenta bancaria».

El grande actor de cine fue el tercero de los muertos notables de enero: en ese mismo mes, murieron la poetisa chilena Gabriela Mistral y el director de orquesta italiano —uno de los más prestigiosos de la historia de la música y también uno de los más ricos— Arturo Toscanini, mientras el pueblo ratificaba en las urnas su confianza a Ladislaw Gomulka y los automovilistas franceses hacían cola frente a las bombas de gasolina. La aventura de Suez sólo dejó a Francia una inmensa desilusión y una grave crisis de combustible. En el trastorno del tráfico ocasionado por la restricción, una de las pocas cosas que llegaron a tiempo el 23 de enero —fueron los 3 kilos y 25 gramos de Carolina Luisa Margarita, princesa de Monaco, hija de Raniero III y de Grace Kelly.

En febrero se perdió la noticia del año

La juventud londinense había agotado un millón de discos de «Rock around the clock» en 30 días —el mayor récord después de «El tercer hombre»—, la mañana en que la reina Isabel de Inglaterra se embarcó en el avión que la condujo a Lisboa. Esa visita al discreto y paternalista presidente de Portugal, Oliveira Salazar, parecía tener una intención política tan indescifrable, que fue interpretado como un simple pretexto de la soberana de Inglaterra para salir al encuentro de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, que desde hacía cuatro meses vagaba en un yate lleno de hombres por los últimos mares del Imperio Británico. Ésa fue una semana de noticias indescifrables, de pronósticos frustrados, de esperanzas muertas en el corazón de los periodistas, que esperaron lo que sin duda hubiera sido el acontecimiento sentimental del año: la ruptura entre la reina Isabel y el príncipe Felipe. En el limpio y laberíntico aeródromo de Lisboa, a dónde el Duque de Edimburgo llegó con 5 minutos de retraso —en primer término porque no es inglés y en término segundo porque tuvo que afeitarse la barba para besar a su esposa— no ocurrió el acontecimiento esperado y ésa fue, en 1957, la gran noticia que pudo ser y no fue.

En febrero subió Gromyko y bajó el escote

de Brigitte Bardot

En cambio, en ese mismo febrero en que Brigitte Bardot llevó su escote hasta un límite inverosímil en el carnaval de Munich y el primer ministro francés, señor Guy Mollet, atravesó el Atlántico para reconciliar a su país con los Estados Unidos después del descalabro de Suez, Moscú soltó la primera sorpresa del que había de ser el año más atareado, desconcertante y eficaz de la Unión Soviética. Esa sorpresa, presentada por «Pravda» como un acontecimiento de segundo orden, fue el reemplazo del sexto ministro de relaciones exteriores soviético, Dimitri Chelipov por el nuevo niño precoz de la diplomacia mundial Andrei Gromyko.

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