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Gabriel García Márquez - Noticia de un secuestro

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Gabriel García Márquez Noticia de un secuestro

Noticia de un secuestro: resumen, descripción y anotación

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Epílogo

A las nueve de la mañana del día siguiente, como estaba acordado, Villamizar desembarcó en Medellín sin haber dormido una hora completa. Había sido una parranda de resurrección. A las cuatro de la madrugada, cuando lograron quedarse solos en el apartamento, Maruja y él estaban tan excitados por la jornada que permanecieron en la sala intercambiando recuerdos atrasados hasta el amanecer. En la hacienda de La Loma lo recibieron con el banquete de siempre, pero ahora bautizado con la champaña de la liberación. Fue un recreo breve, sin embargo, porque entonces era Pablo Escobar quien tenía más prisa, escondido en algún lugar del mundo sin el escudo de los rehenes. Su nuevo emisario era un hombre muy alto, locuaz, rubio puro y de largos bigotes dorados, al que llamaban el Mono, y contaba con plenos poderes para las negociaciones de la entrega. Por disposición del presidente César Gaviria, todo el proceso de debate jurídico con los abogados de Escobar se había llevado a cabo a través del doctor Carlos Eduardo Mejía, y con conocimiento del ministro de Justicia. Para fe entrega física, Mejía actuaría de acuerdo con Rafael Pardo, por el lado del gobierno, y por el otro lado actuarían Jorge Luis Ochoa, el Mono y el mismo Escobar desde las sombras. Villamizar seguía siendo un intermediario activo con el gobierno, y el padre García Herreros, que era un garante moral para Escobar, se mantendría disponible para los tropiezos de mayor urgencia.

La prisa de Escobar para que Villamizar estuviera en Medellín al día siguiente de la liberación de Maruja había hecho pensar que la entrega sería inmediata, pero pronto se vio que no, pues para él faltaban todavía algunos trámites de distracción. La mayor preocupación de todos, y de Villamizar más que de nadie, era que a Escobar no le pasara nada antes de la entrega. No era para menos: Villamizar sabía que Escobar, o sus sobrevivientes, le habrían hecho pagar con el pellejo la mínima sospecha de que hubiera faltado a su palabra. El hielo lo rompió el mismo Escobar cuando lo llamó por teléfono a La Loma y lo saludó sin preludios:

—Doctor Villa, ¿está contento?

Villamizar no lo había visto ni oído nunca, y lo impresionó la absoluta tranquilidad de la voz sin el mínimo rastro de su aureola mítica. «Le agradezco que haya venido —prosiguió Escobar sin esperar la respuesta, con su condición terrestre bien sustentada por su áspera dicción de los tugurios—. Usted es un hombre de palabra y no me podía fallar». Y enseguida entró en materia:

—Empecemos a arreglar cómo es que voy a entregarme.

En realidad, Escobar sabía ya cómo iba a entregarse pero tal vez quería hacer un repaso completo con un hombre en el cual tenía depositada entonces toda su confianza. Sus abogados y el director de Instrucción Criminal, a veces de manera directa y a veces por intermedio de la directora regional, pero siempre en coordinación con el ministro de Justicia, habían discutido todos y cada uno de los detalles de la entrega. Aclarados los temas jurídicos derivados de las distintas interpretaciones que cada quien hacía de los decretos presidenciales, los temas se habían reducido a tres: la cárcel, el personal de la cárcel y el papel de la policía y el ejército.

La cárcel —en el antiguo Centro de Rehabilitación de Drogadictos de Envigado— estaba a punto de terminarse. Villamizar y el Mono la visitaron a petición de Escobar al día siguiente de la liberación de Maruja y Pacho Santos. El aspecto era más bien deprimente, por los escombros arrinconados y los estragos de las lluvias intensas de aquel año. Las instalaciones técnicas de seguridad estaban resueltas. Había una doble cerca de dos metros con ochenta de altura, con quince hileras de alambre electrificado a cinco mil voltios y siete garitas de vigilancia, además de otras dos en la guardia de ingreso. Estos dos dispositivos serían reforzados aún más tanto para impedir que Escobar se fugara como para impedir que lo mataran.

El único punto crítico que encontró Villamizar fue un baño enchapado en baldosines italianos en la habitación prevista para Escobar, y recomendó cambiarlo —y fue cambiado— por una decoración más sobria. La conclusión de su informe fue más sobria aún: «Me pareció una cárcel muy cárcel». En efecto, el esplendor folclórico que terminaría por escandalizar al país y a medio mundo, y por comprometer el prestigio del gobierno, fue impuesto después desde dentro con una operación inconcebible de soborno e intimidación. Escobar le pidió a Villamizar el número de un teléfono limpio en Bogotá para acordar entre ellos los detalles de la entrega física, y él le dio el de su vecina de arriba, Azeneth Velázquez. Le pareció que ninguno podía ser más seguro que ése, al cual llamaban a cualquier hora escritores y artistas lo bastante lunáticos como para sacar de quicio al más bragado. La fórmula era sencilla e inocua: alguna voz anónima llamaba a la casa de Villamizar y le decía: «Dentro de quince minutos, doctor». Villainizar subía sin prisa al apartamento de Azeneth, y a los quince minutos llamaba Pablo Escobar en persona. En una ocasión Villamizar se atrasó en el ascensor, y Azeneth contestó al teléfono. La voz de un paisa crudo le preguntó por el doctor Villamizar.

—No vive aquí —dijo Azeneth.

—No se preocupe —le dijo el paisa con la voz sonriente—. Ya va subiendo.

El que hablaba era Pablo Escobar en vivo y en directo, pero Azeneth sólo lo sabrá si se le ocurre leer este libro. Pues Villamizar quiso decírselo aquel día por una lealtad elemental, y ella —que no traga entero— se tapó los oídos.

—Yo no quiero saber nada de nada —le dijo—. Haga lo que le dé la gana en mi casa, pero a mí no me cuente.

Para entonces Villamizar había hecho más de un viaje semanal a Medellín. Desde el Hotel Intercontinental llamaba a María Lía, y ella le mandaba un automóvil para llevarlo a La Loma. En uno de los primeros viajes había ido con Maruja para dar las gracias a los Ochoa por su ayuda. Al almuerzo salió el tema del anillo de esmeraldas y diamantes mínimos que no le habían devuelto la noche de la liberación. Villamizar les había hablado de eso también a los Ochoa, y éstos le mandaron un mensaje a Escobar, pero no había contestado. El Mono, que estaba presente, sugirió la posibilidad de regalarle uno nuevo, pero Villamizar le aclaró que Maruja no añoraba el anillo por su precio sino por su valor afectivo. El Mono prometió llevarle el problema a Escobar.

La primera llamada de éste a la casa de Azeneth fue a propósito de un El Minuto de Dios en el cual el padre García Herreros lo acusó de pornógrafo impenitente, y lo conminó a volver al camino de Dios. Nadie entendió tamaña voltereta. Escobar pensaba que si el padre se había vuelto contra él debió haber sido por un motivo de mucha monta, y condicionó la entrega a una explicación inmediata y pública. Lo peor para él era que su tropa había aceptado entregarse por la fe que tenían en la palabra del padre. Villamizar lo llevó a La Loma, y desde allí le dio el padre a Escobar toda clase de aclaraciones por teléfono. De acuerdo con ellas, en la grabación del programa se había cometido un error de edición que le hizo decir lo que no había dicho. Escobar grabó la conversación, se la hizo oír a su tropa y conjuró la crisis.

Pero aún faltaba más. El gobierno insistió en las patrullas mixtas entre el Ejército y la guardia nacional en el exterior de la cárcel, en talar el bosque aledaño para que sirviera como campo de tiro, y en su prerrogativa para nombrar los guardias dentro de un comité tripartito del gobierno central, el municipio de Envigado y la Procuraduría, por tratarse de una cárcel municipal y nacional. Escobar se opuso a la cercanía de los guardias porque sus enemigos podían asesinarlo en la cárcel. Se opuso al patrullaje mixto, porque —según sus abogados— en el interior de las cárceles no podía haber fuerza pública, de acuerdo con el Derecho de Prisiones. Se opuso a la tala del bosque aledaño, primero porque hacía posible el descenso de helicópteros, y segundo porque suponía que un campo de tiro era un polígono que utilizaría como blanco a los presos, hasta que lo convencieron de que, en términos militares, un campo de tiro no es más que un terreno con una buena visión de contorno. Y ésa era por cierto la ventaja del Centro de Drogadictos —tanto para el gobierno como para los presos—, pues desde cualquier punto de la casa se tenía una visión completa del valle y la montaña para otear con tiempo el peligro. Por último el director nacional de Instrucción Criminal quiso levantar a última hora un muro blindado alrededor de la cárcel, además de la cerca de alambre de púas. Escobar se enfureció.

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