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J. G. Ballard - Milenio negro

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J. G. Ballard Milenio negro
  • Libro:
    Milenio negro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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Milenio negro: resumen, descripción y anotación

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Para el psicólogo David Markham la bomba que acaba de explotar en el aeropuerto de Heathrow es sólo un atentado más. Cuando descubre que entre las víctimas se encuentra su ex mujer, Laura, decide investigar los movimientos radicales londinenses, lo que lo lleva a contactar con un grupo clandestino cuya base se halla en Chelsea Marina, una zona acomodada a orillas del Támesis. Bajo el liderazgo de un carismático doctor, el grupo pretende que la dócil clase media se rebele con violencia para liberarse de las responsabilidades civiles y de las trampas y ataduras de la sociedad de consumo: escuelas privadas, niñeras extranjeras, seguros médicos y viviendas sobrevaloradas. Markham sólo busca la verdad tras la muerte de Laura, pero se ve envuelto en una creciente espiral de violencia. Todas las certezas de su vida se tambalean cuando los hitos de la clase media son el blanco de los ataques y el pánico empieza a apoderarse de la ciudad. Una mordaz reflexión sobre las consecuencias del consumismo como opio del pueblo.

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35. Un sol sin sombras

Los relojes parecieron detenerse y esperar a que el tiempo los alcanzara. Los calendarios se enrollaron volviendo a meses más tranquilos, antes del verano. Sally y yo reanudamos nuestra vida en común en St. John’s Wood y los residentes de Chelsea Marina siguieron regresando a la urbanización. Al cabo de una semana un tercio de los residentes había vuelto a casa, y a los dos meses casi toda la población estaba reinstalada. El ayuntamiento de Kensington y Chelsea, preocupado por los efectos que tendría una revolución social en los valores de la propiedad, había mandado un ejército de trabajadores a la urbanización. Se llevaron los coches incendiados, asfaltaron las calles y repararon las casas dañadas. Los pocos turistas e historiadores sociales descubrieron que nada había cambiado.

El dinero, siempre más duro que el asfalto, ayudó a repavimentar las calles. Negociaciones amistosas con la empresa de administración finalizaron con la promesa de un incentivo financiero del concejo. A cambio, la empresa pospuso la subida en los gastos de mantenimiento que había desencadenado la rebelión. La preocupación pública por la expulsión del mercado inmobiliario londinense de los trabajadores peor pagados dio carpetazo a todos los planes para construir un complejo de apartamentos de lujo. Como a las enfermeras, a los conductores de autobuses y a los guardias de tránsito, ahora se veía a los profesionales de clase media de Chelsea Marina como personas mal pagadas pero que contribuían de manera esencial a la vida de la ciudad. Ese juicio, repetido por un aliviado ministro del Interior en muchas entrevistas de la televisión, confirmaba la opinión original de los residentes de que eran el nuevo proletariado.

El ministro, que había sobrevivido a un intento de asesinato por parte de un pediatra loco, recomendó generosamente que no se formularan cargos de incendio, agresión o daño público contra los residentes. Los ataques al National Film Theatre, a la Tate Modern, a la estatua de Peter Pan y a numerosas agencias de viaje y videoclubes pasaron silenciosamente al olvido. La bomba de Heathrow fue achacada a unos desconocidos extremistas de Al-Qaeda.

Kay Churchill fue la única residente que recibió una corta condena de prisión por morder a la sargento Angela cuando ésta trató de impedir que Kay incendiara su casa. La ex profesora de cine cumplió una condena de sesenta días en Holloway y regresó triunfal a la urbanización. Su agente le consiguió un importante anticipo por su libro sobre la revolución, y Kay pasó a ser una columnista de éxito y una experta de la televisión.

Stephen Dexter se escapó del país y vivió discretamente en Irlanda antes de emigrar a Tasmania. Recuperada la fe, se convirtió en cura párroco de un pequeño pueblo a setenta kilómetros de Hobart. Una tarjeta postal que me envió lo mostraba pensativo y con buen aspecto, reconstruyendo un Tiger Moth en un granero detrás de la rectoría. Me decía que había empezado a construir una pista de aterrizaje y había limpiado cincuenta metros de maleza pedregosa.

Yo regresé al Instituto Adler y recuperé el cargo; ahora era el único empleado que había disparado un arma en un momento de ira. Muchos de mis colegas habían dañado a sus pacientes, pero yo había matado a uno. Henry me ha contado que probablemente yo sea el próximo director.

Tengo mis serias dudas de que el comandante Tulloch, el Ministerio del Interior y Scotland Yard crean que yo disparé al doctor Gould y a Vera Blackburn. Se cuidaron de no preguntar demasiado y de no hacerme la prueba de la pólvora en las manos. Pero como lo que dicen los medios es hoy el crisol de la verdad aceptada, se me suele identificar como el hombre que salvó al ministro del Interior de la segunda bala del asesino.

Sally declaró que yo la había salvado. Durante la investigación judicial confirmó que Richard Gould la había secuestrado y después me había hecho ir engañado a Chelsea Marina con la intención de matarnos a los dos. Eso puede ser cierto, pero me gusta pensar que fue Sally quien me salvó al encerrarme en el dormitorio para que no pudiera ir con Gould al techo de la casa.

Los matrimonios se alimentan de pequeños mitos, y ése nos unió, invirtiendo los papeles de paciente y protector que tanto daño nos habían hecho en la primera etapa de convivencia. Sally tiró los bastones y se compró un coche nuevo, convirtiéndose en una esposa resuelta y devota. Cuando jugamos al bridge con Henry Kendall y su última prometida, veo que Sally lo mira con los ojos desconcertados de una mujer que no entiende por qué alguna vez decidió ser su amante.

La policía devolvió el viejo Saab dos meses después de terminar la investigación. El equipo forense había concluido su trabajo, y me sorprendió que no hicieran nada por limpiar el coche. La sangre todavía mancha los asientos delanteros y traseros, y las huellas digitales de Gould cubren el interior, espirales fantasmagóricas que registran su extraña manera de tocar el mundo.

El Saab está guardado en el garaje de la casa de mi madre en High Barnet. Después de su muerte mi abogado me recomendó que la vendiera, pero prefiero conservarla como santuario tanto de la naturaleza egoísta de mi madre como de una mente mucho más fuerte y destructiva, que tuvo una influencia aún mayor sobre mí.

Sally jura que hay fantasmas en la casa de Barnet, y prefiere no visitar aquellas habitaciones polvorientas con las fotos enmarcadas de olvidados clubes nocturnos y protestas antinucleares. Pero yo voy una vez al mes y me fijo en el cielo raso y en el techo. Antes de salir, me meto en el garaje y miro el Saab con aquellos mandos que parecen diseñados, como los niños con lesiones cerebrales, para un mundo paralelo en el que tanto se esforzó por entrar el doctor Gould.

Ahora admito que Richard hizo estallar la bomba que mató a Laura en Heathrow. Casi con seguridad disparó contra la celebridad de la televisión cuyo nombre nunca recordaba, tras elegirla porque era a la vez famosa y un cero a la izquierda, para que su muerte careciera realmente de sentido. Soñando con Hungerford, habría terminado por cometer aún más crímenes.

A su manera desesperada y psicopática, los motivos de Richard Gould eran honrados. Trataba de encontrar sentido en los tiempos más absurdos, primer ejemplar de un nuevo tipo de hombre desesperado que se niega a inclinarse ante la arrogancia de la existencia y la tiranía del espacio-tiempo. Creía que los actos más inmotivados podían desafiar el universo con sus propias armas. Gould perdió ese juego y tuvo que ocupar su lugar con otros inadaptados, los asesinos aleatorios de patios de recreo y bibliotecas, que cometían crímenes atroces en su esfuerzo por resantificar el mundo.

Pero hasta Chelsea Marina sirvió para probar la teoría de Gould. Como pronto comprendió, la revolución estaba condenada desde el principio. La naturaleza había creado a la clase media para que fuera dócil, virtuosa y con mente cívica. La abnegación estaba codificada en sus genes. No obstante, los residentes se habían librado de sus propias cadenas y lanzado su revolución, aunque ahora sólo se los recordaba por la destrucción de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens.

Queda un misterio sin resolver. ¿Por qué los residentes, después de haber logrado tanto, volvieron a Chelsea Marina? Nadie puede explicar su desconcertante conducta, y menos que nadie los propios residentes. Los asistentes sociales, los psicólogos del Ministerio del Interior y los periodistas experimentados se han pasado meses dando vueltas por la urbanización, tratando de averiguar por qué los residentes habían abandonado su exilio. Nadie, entre todas las personas con las que converso en Chelsea Marina, puede explicar ese regreso, y se ponen a hablar de vaguedades cada vez que se les saca el tema.

¿Se habrían dado cuenta desde el principio de que la protesta de Chelsea Marina estaba condenada al fracaso, y que su inutilidad era su mayor justificación? Sabían que la rebelión en muchos sentidos era un acto terrorista sin sentido, como el incendio del NFT. Sólo interrumpiendo el exilio y regresando a la urbanización podían dejar bien sentado que su revolución carecía realmente de sentido, que los sacrificios eran absurdos y las ganancias insignificantes. Un fracaso heroico se redefinía como un éxito. Chelsea Marina era el proyecto de las protestas sociales del futuro, de las insurrecciones armadas sin sentido y de las revoluciones condenadas al fracaso, de la violencia inmotivada y de las demostraciones absurdas. La violencia, como dijo una vez Richard Gould, tendría que ser siempre gratuita, y ninguna revolución seria debería alcanzar su meta.

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