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I NTRODUCCIÓN
No empecé a escribir este libro para demostrar una tesis, sino para tratar de entender una realidad esquiva. Durante varios años fui encontrándome por motivos laborales con personas que ocupaban posiciones dispares en la escala social, desde financieros que trabajaban en la City hasta músicos underground que subsistían realizando trabajos muy precarios, pasando por trabajadores manuales, pequeños empresarios, profesionales empobrecidos, profesores de escuelas de negocios y emprendedores de éxito, y me sorprendió sobremanera que sus discursos sobre lo que estaba ocurriendo fueran tan imprecisos. Unos tenían absolutamente claro el diagnóstico y las soluciones, pero sus lecturas eran demasiado simples, mientras que los otros describían bien los síntomas, pero apenas podían entrever una explicación plausible.
Nada de lo que contaban sobre el siglo XXI me parecía que tuviese una correspondencia sólida con la realidad, y me di cuenta de que era un sentimiento muy común, de que esa desorientación era un signo de nuestros tiempos y de que gran parte de las personas de mi estrato social tenían una sensación similar. Soy de clase media, como casi todos los europeos. Aún hoy (según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas publicados en julio de 2014), después de una crisis que ha mermado sustancialmente nuestros recursos, el 72% de los españoles se sitúa, en una escala del 1 (muy pobre) al 10 (muy rico) en los escalones 4,5 y 6, los tres centrales. Y tienen razón: sea cual sea el nivel económico real, la gran mayoría de la gente es de clase media. Muchos se burlan de esa actitud, como si fuera una descripción a la que recurren unos ignorantes que se perciben por encima de sus posibilidades, como si no fuera más que la expresión de un deseo de distinción propio de gente que quiere aparentar. Lo cierto es que clase media es una noción equívoca, porque mientras los medios conservadores, y especialmente los económicos, hablan de capas medias cuando aluden a esas familias de barrios residenciales que mandan a sus hijos a estudiar a universidades extranjeras de prestigio, muchas personas dicen pertenecer a esa clase social cuando su nivel económico apenas alcanza para llegar a un fin de mes austero.
En mi opinión, la mayoría de ellos aciertan cuando se definen como pertenecientes a esa clase social porque más allá de un nivel económico determinado, lo que hasta ahora la ha caracterizado es su mentalidad. Los padres de clase media educaban a sus hijos para que no cruzaran la calle si el semáforo estaba en rojo, les insistían en que cumpliendo las normas se sentía uno mejor consigo mismo y se llegaba más lejos en la vida y les decían que había que confiar en la eficacia de las instituciones sociales y en la capacidad de autocorrección del sistema. Su mundo era relativamente sencillo, porque la idea dominante era que si uno trabajaba duro y cumplía su parte, la vida le iba a ir bien. La clase media confiaba en los expertos, creía que una buena formación intelectual abría puertas y que la honradez y el trabajo eran las mejores cartas de presentación. Pensaba, además, que el progreso económico conseguiría que nuestro nivel de vida mejorase con el paso de los años y que nuestros hijos vivieran mejor que nosotros y guardaba la ilusión de que el sistema social les iba a proveer de un ámbito de libertad que les permitiría vivir como querían vivir. Cierto es que el discurso era una cosa y la realidad otra, pero eso no les desanimaba a la hora de insistir en esas ideas.
Sin embargo, nada de lo que me he ido encontrando ratifica en la actualidad esta visión del mundo. Quienes creían en ella, que eran mayoría, me hablaban de que cada vez les iba peor, de que tenían menos recursos y menos oportunidades y de que sus esperanzas de mejorar eran ya tan escasas como su confianza en el sistema. Señalaban a distintos responsables del deterioro político y económico, que habitualmente eran los políticos, pero eso no mejoraba mucho su situación. Para muchos de los expertos y de los financieros con los que conversé, sin embargo, la clase media se había convertido en el problema mismo: acostumbrada a vivir de los recursos estatales, nos habíamos acomodado y no habíamos sido capaces de reinventarnos en un mundo de cambio continuo. Nuestra fidelidad a formas de pensamientos aprendidas, nuestro deseo de seguridad y estabilidad, nuestra aversión al riesgo y nuestra insistencia en conservar las raíces nos habían convertido en un enorme freno a los cambios y a las reformas necesarias para seguir avanzando. Y si mirábamos a la izquierda, las cosas no mejoraban en absoluto, porque ser de clase media era para esa posición ideológica definitivamente lo peor: el retrato tipo era el de un varón blanco de mediana edad, racista, machista, clasista y fascista.
Ese creciente desprecio resultaba llamativo, porque la clase media fue el gran invento del siglo XX para estabilizar las sociedades occidentales, además de un resorte esencial para ganar la Guerra Fría. Que de repente se convirtiera en una carga en lugar de en una ventaja, como explicitaban los discursos más influyentes, implicaba una transformación radical, porque significaba que estábamos más ante un cambio de sistema que ante un simple reajuste producto de las nuevas necesidades.
Para averiguar en qué consistía este viraje social, me fijé especialmente en dos ámbitos. El económico y financiero fue el principal, porque ese ha sido el núcleo del que han emanado las ideas y los discursos que han provocado los cambios sociales de las últimas décadas, y en la producción cultural, porque en el último siglo señaló de una manera muy precisa y antes que cualquier otro campo social cuáles eran los temores, los deseos y las convicciones de la gente común. La cultura fue un instrumento de anticipación, por lo que parecía útil recurrir a él para entender qué estaba ocurriendo y hacia dónde podíamos ir en el futuro.
A través de ambos discursos, varias historias fueron dibujándose de una manera nítida. El final de la clase media y los motivos que la han vuelto prescindible (que nos han vuelto prescindibles) encierra también el triunfo definitivo del management , un éxito peculiar que se ha vuelto contra sus creadores, y ha acabado con la autonomía de gestores y directivos; el regreso del taylorismo, ahora aplicado a profesionales y expertos; el ascenso de un nuevo tipo de política y de empresa, donde el deseo y el hambre se han convertido en el motor del éxito; el sacrificio de las raíces y la prohibición de la estabilidad y seguridad; la aparición de nuevas creencias y de nuevas aspiraciones, a veces sorprendentes, en la clase media; o la conversión de algo que parecía opuesto al mundo productivo, como era la creación cultural, en el centro inspirador del nuevo capitalismo. Estas historias, entre otras muchas, se cruzan en un inicio de siglo en el que vivimos transformaciones aceleradas y donde muchas personas desorientadas y preocupadas por un futuro incierto se ven sometidas a inesperadas presiones económicas y a una creciente inestabilidad política. Un mundo nuevo asoma, y el libro pretende ofrecer, en ese contexto en el que se enfrentan sentimientos complejos, tentativas de explicación insuficientes y creencias demasiado rígidas, un mapa que tenga alguna utilidad para orientarnos en este arranque del siglo XXI . Se acercan años decisivos y la idea que mantengo es que cuanto más conocimiento tengamos de lo que nos está ocurriendo más fácil será que tomemos las decisiones correctas. Desde luego no es la visión más popular hoy, pero sí es en la que creo, y creo también que es hora de reivindicarla de manera radical.