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Hecht - Lo insondable /

Aquí puedes leer online Hecht - Lo insondable / texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Milano, Año: 2017, Editor: La Pollera Ediciones, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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    Lo insondable /
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    La Pollera Ediciones
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    2017
  • Ciudad:
    Milano
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Lo insondable /: resumen, descripción y anotación

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Trece cuentos entrelazan un relato en el que interactúan literatos y científicos sudamericanos destinados a descifrar el universo, un pintor realista de la rusia comunista, un joven soviético que vio un ángel cuyo milagro terminaría definitivamente con la revolución bolchevique de comienzos de siglo XX, un novelista sudamericano que lucha persiguiendo ideologías, un bibliotecólogo que busca hacer el mejor mapa de la ubicación de los mapas en la cartoteca, un intelectual francés y otro boliviano que mantienen durante décadas discuciones en torno a los pergaminos del Gran Cuaderno Occidental, norteamericanos capaces de asesinar por proteger sus autos de los años 50, un trapecista búlgaro que recorre el mundo perdiendo el rumbo, y los hijos de ellos, los herederos de las ideas de sus padres y los abandonados consecuencia de las mismas.Todos estos personajes girarán en torno a un pensamiento, a un peligro o una oportunidad: en el sótano de una casa en Moscú existe una máquina que, de ser puesta en funcionamiento, podría destruir el universo tal como lo conocemos.

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LO INSONDABLE de Federico Zurita Hecht

© 2015 de la obra por FEDERICO ZURITA HECHT

© 2015 de la primera edición por LA POLLERA EDI CIONES

Primera edición, La Pollera Ediciones (2015)

RPI 240.166

ISBN: 978-956-9203-36-7

Edición: Ergas / Leyton

Diseño: Pablo Martínez

LA POLLERA EDICIONES

www.lapollera.cl / ediciones@lapollera.cl

Obra de portada: "Todo el amor del mundo" de Margarita Dittborn

A mi pueblo no le permitieron vivir su vida. Tuvo que vivir la vida que otros quisieron para él.
Cirilo Llewellyn
Me olvidé del pueblo en que nací. Hoy lo falseo en textos injustos con un nombre rebuscado.
Gastón Inzunza
Doscientos años es el tiempo que necesitan las naciones para aprender a recibir los golpes de las fuerzas de la historia, y comenzar una mejor historia con menos golpes.
René Andrade
Disolución del universo

Mi muerte (y esto es algo que hoy, ya fuera del tiempo, yo, nombrado René Andrade en alguna época, puedo fingir que cuento con serenidad) llegó inesperadamente una tarde a comienzos del otoño de 1955, luego de despedirme de Catalina Mújina, mi novia ya desde hacía tres años y compañera, por igual tiempo, en mis estudios de Lenguaje y Literatura, con quien había pasado aquel día un agradable rato en el viejo Café San Marcos, cercano al campus. Discutimos, eso sí, pero aquello era un juego que acompañaba nuestro tiempo compartiendo el chocolate caliente y los biscochos. Discutimos (y reímos por eso) sobre el hipotético destino que tendrían nuestros también hipotéticos hijos, personas vigorosas que vivirían doscientos años, que es el tiempo que necesita alguien para acercarse al conocimiento de algunas verdades, el tiempo que, creí en vida, necesitaban las naciones para aprender a recibir los golpes de las fuerzas de la historia, y comenzar una mejor historia con menos golpes. Pero no viví doscientos años ni vi a mi nación cumplir tal edad.

Catalina dijo, esa tarde, como siempre había preferido, que Oleg y Marina, nuestros futuros hijos, nombrados así como un homenaje que ella le hacía a sus abuelos rusos que llegaron a Sudamérica casi dos décadas antes de la revolución bolchevique, serían médico y abogada respectivamente, mientras yo afirmaba que Antón y Olga Andrade Mújina, que es así como preferiría llamarlos, en honor a Antón Chejov y Olga Knipper naturalmente, serían astrónomo y filósofa, pues de esa forma, juntos, serían capaces de descifrar el universo. Catalina, sin poder aguantarse la risa, me dijo que mis hijos me odiarían si yo intentaba guiarlos a seguir esas carreras y luego de beber un trago de su chocolate caliente agregó dos cosas más. Primero, que era suficiente pobreza para una misma familia contar ya con dos literatos como para estarle agregando un astrónomo y una filósofa. Y segundo, que en esta ecuación, “universo” era equivalente a “misterio” y por tanto era imposible descifrarlo, como si se tratara de una equis imposible de despejar, más aún por niños que, siguiendo mi pretensión, llevarían los nombres de un escritor y una actriz exponentes del realismo teatral, forma escénica realizada por quienes, ingenuamente, usándola, quisieron generar la ilusión de que nos permitirían conocer la verdad del mundo. Que cómo se me podía ocurrir, solía decir ella como conclusión, tras desplegar su fortaleza argumentativa, que unos relatos provenientes de la astronomía y la filosofía podrían decir con signos la verdad total del mundo. Así, además, desarticulaba las pretensiones del realismo literario, encarnado en nuestras conversaciones por los nombres Antón y Olga.

Catalina creía que las verdades estaban atrapadas en la falta de entendimiento del ser humano y que aquello que nombrábamos como verdad era apenas un simulacro de ésta. Y sobre el realismo literario, tenía más razones para restarle valor. Una, por considerarlo burgués al representar el mundo como un corte de tiempo y espacio sin causas ni efectos y, por tanto, como un cúmulo de hechos que forman parte de una realidad presentada como inmodificable. Y otra razón extraliteraria relacionada con su abuelo Oleg y un triste asunto que incluía un objeto y su representación. Esta historia del abuelo ruso de Catalina, que hilvano en este relato sin tiempo, afecta la vida de ella en uno y otro tiempo, como si el azar fuera un niño que, en la costanera de Puerto Azola, elige un color de baldosas y avanza saltando para pisar sólo sobre ese color y evitar los otros. ¿Pero es posible un relato sin tiempo? Aquí, desde la muerte, todo parece ser simultáneo y la linealidad de la sintaxis parece nunca haber existido, pero para ti que me escuchas, la continuidad de las palabras se presenta con la apariencia de una verdad tras la cual se esconde la falsedad de los simulacros. Aquí, en la ausencia de tiempo, esa historia del abuelo de Catalina afecta a todo el mundo que construyo con este relato, pese a aparecer inesperadamente aquí y allá, con movimiento pivotante, en la falsedad de mi sintaxis.

Mientras Catalina rechazaba el realismo, yo, consciente de las incapacidades de esta forma literaria, simplemente lo disfrutaba como una ocasión en la que el lenguaje se dispone de una manera específica y sin pretensiones totalizantes. Pero este tipo de disputas (sobre los nombres de nuestros hijos y sobre el realismo) nunca dejaba de parecernos una gran broma. A fin de cuentas, siempre las resolvíamos señalando (sobre nuestros hijos) que mientras esos niños imaginarios no crecieran para convertirse en industriales explotadores, daba lo mismo los nombres que llevaran y las profesiones que eligieran, y (sobre el realismo) que cada texto debía tener la forma que necesitaba para sostener las ideas que pretendía hacer circular entre los lectores. Y así se nos iban las tardes.

Esa tarde en particular, la de mi muerte, emprendí el fallido regreso a casa por la Avenida Los Aqueos luego de despedirme de Catalina Mújina, la responsable de mi paz, mi calma en medio de la incertidumbre de lo incomprensible. Después de avanzar tres cuadras doblé por Las Moiras, una calle angosta y poco transitada en dirección a la plaza donde se encontraba el Teatro Universitario. Las hojas ya habían iniciado su caída de los árboles y se podían encontrar las primeras de la temporada que comenzaban a secarse sobre el pavimento. Desde que llegué de Puerto Azola a vivir en esta ciudad, a los ocho años de edad, sentí un placer indescriptible al experimentar cómo estas hojas secas crujían bajo mis zapatos. En mi ciudad natal el verano duraba todo el año, el otoño nunca llegaba y las hojas de los pocos árboles caían sin vivir el ciclo de las que cubrían los árboles de esta ciudad. Nunca, por tanto, una hoja de algún árbol de Puerto Azola quedó, una vez tendida en el suelo, preparada para crujir. Esa tarde fría en la capital, a comienzos de otoño, primaban, sin embargo, hojas a medio secar, las que aún conservaban parte de su cuerpo de un verde claro y sólo la punta, o menos que eso, de un amarillo que tendía al café. Sabía que el crujir de ésas que presentaban colores mixtos no era lo suficientemente placentero como el de las que ya ostentaban íntegramente el café pálido que las identificaba como las más crujientes, a menos que recientemente hubiese llovido, de forma que el traquido se viera frustrado por la humedad. Como cada comienzo de otoño, en que el crepitar apoteósico de las hojas bajo la suela de mis zapatos aún se tardaría un par de semanas en concretarse, aprendí a conformarme con el crujido sencillo e insignificante de las hojas mixtas o de las que ya presentaban un café engañoso, aún amarillento.

Pero a causa de la tardanza, había aprendido, también, que a través de las palabras podría calmar la ansiedad de la espera de las hojas más crujientes de cada año. Desde mi primer otoño fuera de Puerto Azola escribí cientos de descripciones de la hoja destruyéndose debajo de mi zapato. Al comienzo, cuando aún era un adolescente que desconocía el concepto realismo, pretendí concretar la presencia de la desintegración de la hoja en el relato que formulaba. Esperaba, así, reproducir en cualquier momento del año esa sensación de la destrucción perfecta a través de la lectura de aquello que yo mismo había escrito, como si esas palabras fueran un calco del otoño. Me tardé años en comprender que, por más que perfeccionara mi relato, la hoja desintegrándose en una totalidad armónica no podría estar jamás en mis palabras. Sin embargo, comprendí que, pese a no conseguir en ese intento inútil de espejo el mismo placer que conseguía cuando pisaba una hoja seca, sí se desplegaba en mí otro placer propio de las palabras retumbando en mi conciencia de un modo diferente a como retumbaba la explosión de la hoja en mis sentidos. En las palabras no residía la misma explosión que se manifestaba debajo de mis zapatos, sino otra. Pero una explosión me recordaba a la primera. Así, cuando decidí que estudiar la literatura sería mi profesión, me incliné, a diferencia de Catalina, por el aprecio al realismo. Por supuesto, no fue por sus intenciones de reflejar la realidad, sino por el placer que en esa pretensión (inútil pero alusiva) producen las palabras al combinarse. Las hojas de los árboles eran mi adoración en el otoño, pero el resto del año, eran sólo una excusa para vivir otro tipo de experiencias adorables, una que, en las palabras, se conectaba con el otoño no como reflejo o calco sino como mapa o evocación.

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