Alexandra Marinina
El Sueño Robado
Traducción: E. Panteleeva
Alexandr Diakov, o Sasha, Saniok, subalterno de Fistín.
Alexei Mijáilovich Chistiakov, o Liosa, Liósenka, Liosik, Lioska, su compañero de muchos años.
Anastasia Pávlovna Kaménskaya, también llamada Nastia, Nástenka, Nastasia, Asenka, Asia o AskA, la protagonista, funcionaría de la Dirección General del Interior del Ministerio del Interior de Rusia, criminóloga analista.
Arsén, en algunos ambientes conocido también como Dmitri, o Mitia, creador de la Oficina.
BORÍS Grigórievich Kartashov, o Borka, Boria, Bórechka, pintor, amante de Vica.
Elena Petrovna, o Lena, chica de provincias, novia y luego mujer de Vitaly Luchnikov.
Grigori Fiódorovich Smelakov, o Grisha, juez de instrucción retirado.
Guennadi Grinévich, o Guena, Guénochka, Guen, antiguo vecino, amigo y admirador de Nastia.
KONSTANTlN MIJÁILOVICH OLSHANSKI, o Kostia, juez de instrucción de la Fiscalía de Moscú.
Leonid Petróvich, o Lionia, padrastro de Nastia.
Máslennikov, médico psiquiatra.
Nadezhda Rosuslávovna, o Nadine, madre de Nastia.
Nikolay Fistín, el tío Kolia para sus compinches, casado con Antonina, o Tonia.
Oleg Mescherínov, estudiante de la Academia de Policía de Moscú.
Olga Kolobova, o Lola, Lolka, Lólechka, amiga de Vica.
Pável Vasílievich Zherejov, o Pasha, su adjunto.
Serguey Alexándrovich Grádov, o Seriozha, diputado de la Duma y vecino de Fistín.
Serguey Bondarenko, redactor jefe de una revista.
Slávik, antiguo corredor de coches, otro subalterno de Fistín.
Valentín petróvich Kosar, o Valia, médico.
Vasili kolobov, o Vasia, Vaska, Vásenka, marido de Olga.
Víctor Alexéyevich Gordéyev, apodado el Buñuelo, jefe del departamento de Kaménskaya.
Victoria Yeriómina, o Vica, secretaria de una empresa privada, hija de Támara Yeriómina.
Yevgueni Morózov, o Zhenia, capitán de una comisaría de distrito.
Detectives del departamento
Mijaíl Dotsenko, o Misha, Míshenka; vladímir Lártsev, o Volodya, Volodka, Volódenka, viudo de Natasa y padre de Nadia, o, cariñosamente, Nadiusa; Andrei Chernyshov, o Andriusa; Igor Lesnikov; Yuri Korotkov, o Yura; Nikolay Seluyánov, o Kolia; Víctor Sergadéyev.
– ¡Paren! ¡Paren! ¡Quieto todo el mundo! De momento, todo va muy mal.
El director segundo Grinévich batió las palmas irritado y se volvió hacia la joven que estaba sentada a su lado.
– ¿Lo ves? -dijo con voz quejumbrosa-. Esas niñas bonitas son incapaces de hacer nada a derechas. A veces me desespero, me parece que mi obra será un fracaso. Sea cual sea la imagen que pretendan dar, se empeñan en enseñar al público lo que mejor saben hacer. ¡Larisa!
Una joven alta y esbelta, embutida en una malla oscura, se acerco al borde del escenario y se sentó allí con gracia, dejando colgada una pierna y colocando la rodilla de la otra junto al pecho.
– Larisa, ¿quién eres? -le preguntó Grinévich con severidad-. Interpretas el papel del perro mestizo, fruto de amores prohibidos entre un fox-terrier y un pequinés. Debes ser juguetona, amable, cariñosa, algo exaltada. Pero lo más importante es que seas pequeñita. Pequeñita, ¿me explico? Pasitos cortos, nada de gestos amplios con las manos. ¿Y tú qué me muestras? ¿Al galgo ruso? Por supuesto, te viene bien para exhibir tu cuerpazo. Esto, querida, no es un concurso de belleza, aquí tu cuerpo no le interesa a nadie. No quiero ver tu pechuga turbadora sino a una diminuta perrita sin raza. ¿Está claro?
Larisa escuchó al director segundo frunciendo el entrecejo y balanceando el delicado pie.
– Pero si tengo pechos, ¿qué quiere que haga? ¿Que me los corte para interpretar el papel de ese perro? -replicó con acritud.
– ¿Quieres que te explique lo que tienes que hacer? -contestó Grinévich en tono reconciliador-. Olvidarte de que eres guapa, éste es el único secreto. Ve a trabajar. ¡Ira!
Larisa se levantó despacio y se dirigió hacia el fondo del escenario. La opinión que en esos momentos le merecía el director segundo Guennadi Grinévich estaba escrita con letras de ruego sobre su bonita espalda, mientras que los signos de puntuación de la feroz invectiva quedaban nítidamente marcados por el movimiento provocativo de las redondas caderas y de los torneados hombros. El sentido general era que algunos, omitamos señalar con el dedo quiénes en concreto, se prodigaban tanto en consejos de olvidarse de la propia belleza por la única razón de que ellos mismos eran unos auténticos cardos.
La nueva víctima de las críticas de Grinévich bajó del escenario de un salto y se inmovilizó, la espalda apoyada contra aquél.
– ¿Qué pasa, Guena, también yo lo hago mal? -preguntó con angustia.
– Irochka, bonita, en la vida real tienes un gran corazón. No cabe duda, es una virtud enorme, y todos te queremos mucho por eso. Pero ocurre que interpretas el papel de una hembra de doberman que es un mal bicho increíble. Sin embargo, a la hora de emplear tus malas artes de perra para aclarar tus relaciones con otros personajes, tú te cortas. Nunca dejas de ser Irochka Fedúlova y te da vergüenza esa perra, que se porta con tanta grosería y abuso. Sientes pena por todos aquellos a los que has hecho daño, y se nota demasiado. Disimula tu modo de ser, ¿vale? Cuando salgas al escenario, olvídate de cómo eres en la vida real, olvídate de lo que te han enseñado tus papas. Para esas perras eres su cabecilla, eres la más fuerte, sabes consolidar y mantener tu autoridad y tu poder. Eres un mal bicho, con todas las de la ley, y ni se te ocurra avergonzarte por eso. No intentes hacer a tu protagonista mejor de lo que el autor la ha hecho. ¿De acuerdo?
Ira subió al escenario en silencio y Grinévich volvió a dirigirse a su acompañante:
– ¿Qué opinas, Anastasia? ¿Crees que tal vez no debí meterme en esto? Desde que fui estudiante de la Escuela de Teatro tenía este sueño, montar un espectáculo que representase la vida de los perros. Estuve delirando con esta idea, era como una enfermedad. Al final encontré al autor, le convencí para que intentase escribir la obra, luego tuve que suplicarle casi de rodillas que la modificase para adaptarla a mi idea. Después hubo que camelar al director para que accediese a ponerla en escena. Tantos años, tantas fuerzas malgastadas. Y todo para descubrir que los jóvenes actores no saben interpretar lo que se les pide.
– ¿Seguro que no saben? -preguntó con escepticismo Anastasia Kaménskaya, que llevaba observando a los actores con atención desde que había empezado el ensayo-. Comprendo que estés preocupado pero es algo que no se aprende sino que cada uno tiene que llegar a percibirlo a partir de sus propias experiencias. En esto no les pueden ayudar ni el director ni el pedagogo. Hay que enseñarles a desenamorarse de sí mismos, de su físico, de su personalidad, pero no olvides, Guénochka, que esto va contra la naturaleza humana. Si te hubieras molestado en leer algo sobre psicología y psicoanálisis, te habrías enterado de que la completa negación de las virtudes y de la valía propias es síntoma de una mente enferma. Una persona sana y normal debe amarse y respetarse. Sin caer en el egocentrismo, por supuesto, sino dentro de límites razonables. Quieres que fuera del escenario tus actores tengan personalidades con sus lados buenos y complejos pero que nada más salir de los bastidores se despojen de esa armazón interior y se conviertan en el barro que tú puedas moldear a tu antojo. ¿Es esto lo que pretendes? Te sugiero que incluyas en la nómina de la compañía a un psicólogo.
– Bueno… a lo mejor… creo que tienes razón -balbuceó Grinévich, que había escuchado a Nastia sin dejar de observar a los actores encima del escenario-. Aunque no estoy seguro de que sea correcto desde el punto de vista del arte dramático. ¡Víctor! ¡Sergadéyev! ¡Ven aquí!
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