PRÓLOGO
EL DESCUBRIMIENTO DE UNA NUEVA CIENCIA
Durante los días que precedieron a la segunda invasión americana de Irak, un puñado de soldados se encaminó hacia una mezquita local para hablar con el imán con la intención de recabar su apoyo para organizar el abastecimiento de las tropas. Pero la multitud, temerosa de que los soldados fuesen a arrestar a su imán o destruir la mezquita, un santuario sagrado, no tardó en congregarse en las proximidades del templo.
Centenares de musulmanes devotos rodearon entonces a los soldados gritando y levantando los brazos mientras se abrían paso entre el pelotón, armado hasta los dientes. El oficial que estaba al mando de la operación, el teniente coronel Christopher Hughes, cogió entonces rápidamente un megáfono y, dirigiéndose a sus soldados, les ordenó “¡Rodilla en tierra!”. Luego les invitó a dirigir hacia el suelo el cañón de sus fusiles y, por último, les gritó “¡Sonrían!”
En ese mismo instante, el estado de ánimo de la muchedumbre experimentó un cambio. Es cierto que algunos todavía gritaban, pero la inmensa mayoría sonreía y hasta unos pocos se atrevieron a palmear la espalda de los soldados, mientras Hughes les ordenaba recular lentamente sin dejar de sonreír.
Esa respuesta rápida e inteligente culminó un vertiginoso ejercicio de cálculo social que Hughes se vio obligado a realizar en fracciones de segundo y en el que tuvo que “leer” el nivel de hostilidad de la muchedumbre, estimar la obediencia de sus soldados, valorar la confianza que tenían en él, descubrir una respuesta instantánea que, trascendiendo las barreras culturales y de lenguaje, calmase a la multitud y atreverse a llevarla a la práctica.
Esta capacidad, junto a la de entender a las personas, son dos de los rasgos distintivos que deben poseer los policías (y también, obviamente, los militares que se ven obligados a tratar con civiles iracundos). Independientemente de lo que pensemos sobre la campaña militar en cuestión, ese incidente pone claramente de relieve la inteligencia social del cerebro para enfrentarse exitosamente a situaciones tan complejas y caóticas como la mencionada.
Los circuitos neuronales que sacaron a Hughes de ese apuro fueron los mismos que se activan cuando, en mitad de un callejón desierto, nos cruzamos con un desconocido de aspecto siniestro y decidimos seguir adelante o escapar corriendo. Son muchas las vidas que, a lo largo de la historia, ha salvado ese radar interpersonal y aun hoy en día sigue siendo esencial para la supervivencia.
De manera bastante menos urgente, los circuitos sociales de nuestro cerebro se ponen en marcha en cualquier encuentro interpersonal, con independencia de que nos hallemos en el aula, en el dormitorio o en la sala de ventas. Estos circuitos están activos cuando la mirada de los amantes se cruza y se besan por vez primera, cuando reprimimos el llanto y también explican la intensidad de una charla apasionante con un amigo.
Este sistema neuronal se activa en todas aquellas ocasiones en las que la oportunidad y la sintonía resultan esenciales. De él precisamente se derivan la certeza del abogado que quiere exactamente a tal persona en el jurado, la sensación visceral del negociador de que “sabe” que el otro acaba de hacer su última oferta y la convicción del paciente de que puede confiar en su médico. Y también explica la magia de una reunión en la que todo el mundo deja de mover nerviosamente sus papeles, se queda quieto y presta atención a lo que está diciéndose.
Hoy en día, la ciencia se encuentra ya en condiciones de especificar los mecanismos neuronales que intervienen en tales situaciones.
El cerebro social
En este libro quiero presentar al lector una nueva disciplina que, casi a diario, nos revela hallazgos sorprendentes sobre el mundo interpersonal.
El descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro sistema neuronal está programado para conectar con los demás, ya que el mismo diseño del cerebro nos torna sociables, al establecer inexorablemente un vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos. Ese puente neuronal nos deja a merced del efecto que los demás provocan en nuestro cerebro —y, a través de él, en nuestro cuerpo— y viceversa.
Aun los encuentros más rutinarios actúan como reguladores cerebrales que prefiguran, en un sentido tanto positivo como negativo, nuestra respuesta emocional. Cuanto mayor es el vínculo emocional que nos une a alguien, mayor es también el efecto de su impacto. Es por ello que los intercambios más intensos son los que tienen que ver con las personas con las que pasamos día tras día y año tras año, es decir, las personas que más nos interesan.
Durante esos acoplamientos neuronales, nuestro cerebro ejecuta una danza emocional, una suerte de tango de sentimientos. En este sentido, nuestras interacciones sociales funcionan como moduladores, termostatos interpersonales que renuevan de continuo aspectos esenciales del funcionamiento cerebral que orquesta nuestras emociones.
Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema inmunológico.
No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de infantería con que cuenta el sistema inmunológico en su constante batalla contra las bacterias y los virus invasores).
Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto beneficioso sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo.
Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional y cada día aparecen otros nuevos. Cuando escribí ese libro, mi interés se centró en el conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos adentramos en la psicología interpersonal, es decir, en la psicología de las relaciones que mantenemos con los demás.
Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un gemelo de Inteligencia emocional, explorando las mismas regiones de la vida humana desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal. Mi atención, por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones interpersonales y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen, coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas.
Nuestra investigación responde a preguntas tales como ¿Qué hace un psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la felicidad de nuestros hijos? ¿Cuál es el fundamento de un matrimonio positivo? ¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos separados por el odio? ¿De qué modo podemos servirnos de todos los nuevos hallazgos para construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa?