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Extinción
Victor Müller
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“Dedicado a la memoria de mi padre”
“La derrota no está en ser vencido, si no en dejarse vencer. No te dejes vencer jamás y serás invencible”
Primera parte
Capítulo 1
Océano Atlántico. Archipiélago de Cabo Verde. Isla Beaumont.
Las ruedas del reactor se deslizaron cada vez más lentamente sobre la húmeda pista de aterrizaje del pequeño aeropuerto, hasta que finalmente la aeronave se detuvo en el interior de uno de los hangares.
Cuando cesó el sonido de sus turbinas, varios hombres vestidos con monos naranjas corrieron hacia el avión para recibir “al viejo”. Hacia tiempo que no venia a la isla y todos sabían que cada vez que lo hacia el trabajo se incrementaba.
En el interior del avión, el anciano cerró su ordenador portátil y miró a través de la ventanilla observando el gran mercedes negro que tras dejar atrás la densa lluvia, entraba en el hangar para acabar deteniéndose a escasos metros de la puerta del estilizado reactor.
–-Monsieur Beaumont, ya nos hemos detenido — , sonó la dulce voz de la azafata. —Espero que a pesar del mal tiempo el viaje le haya resultado agradable. Cuando quiera puede usted descender del avión monsieur —, dijo sonriendole amablemente.
–-Ah...sí, sí claro Moníque...claro— , le respondió esbozando una pequeña sonrisa. —En esta ocasión ya casi ni me he enterado del vuelo; como habrás podido observar, ya me estoy acostumbrado a volar con mal tiempo— , dijo con tono irónico y es que la verdad era que no le gustaba en absoluto volar y si además lo tenía que hacer atravesando una borrasca mientras sobrevolaba el Atlántico...aún mucho menos.
A sus casi setenta años años, Beaumont todavía no se había acostumbrado a los aviones y estaba seguro de que ahora ya nunca lo haría. Volar era algo que trataba de evitar en lo posible, pero en ocasiones como esta, el sacrificio merecía la pena. Siempre que regresaba a su isla la merecía.
La isla Beaumont era un pequeño trozo de tierra de poco más de veinte kilómetros cuadrados y a la cual el océano Atlántico solía azotar con fuerza, cebándose con especial furia en la base de los rocosos acantilados del norte, los cuales, a duras penas eran capaces de proteger la medía docena de pequeñas y verdes colinas del interior de la isla.
En la parte este de la isla, los acantilados descendían progresivamente dando paso a una casi invisible bahía en la que se ocultaba el puerto, el cual era poco más que un muelle de piedra y hormigón con un edificio que servía de oficina, recepción y cafetería.
A unos doscientos metros de él, se hallaban un par de grandes naves que servían de almacenes y talleres, y desde los que ascendía una sinuosa carretera que finalizaba en un pequeño valle rodeado por el resto de colinas de la isla y con una gran colina en su centro, al pie de la cual se levantaban varias modernas edificaciones, el pequeño aeropuerto y una serie de viejas edificaciones militares, oscuro legado de la ocupación alemana de la isla durante la segunda guerra mundial.
En la base de la colina más alta, se podía observar un constante ir y venir de maquinaria pesada, camiones y una multitud de atareados obreros que parecían desaparecer tragados por la gigantesca boca de hormigón que servía de único acceso al interior de la colina.
Mientras que el elegante Mercedes avanzaba bajo la torrencial lluvia, Beaumont recordaba las largas estancias que de niño había pasado en la isla que su padre había adquirido poco después de finalizar la segunda guerra mundial.
Durante la guerra, la isla había estado en poder de los alemanes quienes en tiempo récord, habían construido en secreto un gigantesco complejo de investigación. Solamente unos pocos entendidos en la historia oculta de la gran guerra, conocían el echo de que la isla había sido utilizada para el aprovisionamiento de la temible flota de submarinos alemanes en el Atlántico y de esos pocos entendidos, eran aún menos y desde luego todos ellos militares de alto rango, los que sabían que aquel era el lugar dónde los ingenieros del Tercer Reich habían realizado los mayores avances aeronáuticos del siglo XX.
Afortunadamente la isla fue tomada por los aliados antes de que la aviación alemana se beneficiara de estas investigaciones ya que de no haber sido así, la guerra habría tomado un rumbo totalmente diferente y posiblemente se hubiera acabado decantando a favor de alemania.
Pero afortunadamente no sucedió así y tras el fin de la guerra, la isla fue ocupada por cientos de científicos aliados, quienes tras largos años de investigar en secreto los avances tecnológicos que los alemanes se dejaron tras su huida, se la devolvieron a su dueño originario, un barón alemán que tras la guerra se había quedado en la ruina.
Beaumont recordaba que su padre se la había comprado al barón junto con varias propiedades que éste poseía dispersas por europa y áfrica y que aún después de adquirirla había tardado varios meses en visitarla por primera vez, pero en cuanto lo hizo, se sintió inmediatamente atraído por la enigmática historia de la isla y por su remota ubicación, así que decidió edificar en el centro de la isla una gran mansión de estilo Victoriano en la que podría descansar con su familia y al mismo tiempo atender más de cerca los negocios que estaba poniendo en marcha en la costa oeste africana.
Así fue hasta que durante una de esas estancias, un violento ciclón destruyó casi todas las edificaciones que se hallaban sobre la superficie de la isla y causo graves daños en la estructura de la mansión.
Afortunadamente todos pudieron salvar la vida refugiándose en los subterráneos de las antiguas instalaciones militares alemanas, pero a su padre no le gustó la idea de deberle la vida a los nazis, por lo que decidió sustituir el impredecible y violento clima de la isla por el más benigno de la costa Marsellesa, con lo que su familia se trasladó nuevamente a la ahora nuevamente tranquila europa, pero sin embargo, unos pocos años más tarde ya había reconstruido la mansión en la que nuevamente pasaba largas temporadas alejado del continente y de su esposa e hija, algo que solían reprocharle sus familiares y a lo que él siempre respondía aduciendo un único motivo, que desde allí podía tener controladas sus cercanas minas de áfrica sin exponer a su familia al peligro de los violentos temporales, algo que no era del todo correcto puesto que constantemente estaba acompañado primero por su hijo y más adelante por él y por la joven esposa de éste.
Tras un par de minutos de trayecto, el coche se detuvo frente a un imponente edificio de hormigón gris con sus tres plantas cruzadas por largos y estrechos ventanales de gruesos cristales oscurecidos. Beaumont salió del vehículo mientras el chófer le sostenía la puerta al tiempo un miembro de la seguridad privada de la isla le protegía de la lluvia con un enorme paraguas negro y le acompañaba hasta alcanzar la entrada del edificio. En cuanto se acercaron a las puertas de cristal, estas se abrieron deslizándose hacia ambos lados y dando paso a un amplio vestíbulo lujosamente decorado y en el que le aguardaba Gerard, su secretario personal y hombre de confianza en la isla, quién, tras hacer un sutil gesto a una de las chicas de la recepción para que ésta recogiera el abrigo de su jefe, extendió la mano para saludarle.
—Buenas tardes monsieur Beaumont. Espero que haya tenido usted un buen vuelo — .
—Por dios Gerard, echa un vistazo al tiempo que hace ahí afuera y piensa un poco. ¿Cómo te crees que ha podido ser el vuelo?—.
—Por el tono de su voz me imagino que malo monsieur—.
—Pues claro que ha sido malo, pero pasemos ahora a lo importante. ¿Han llegado los ingenieros?—.
—Sí monsieur, tal y como usted ordenó, el equipo de ingenieros del proyecto le aguarda en la sala de reuniones—.
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