JORGE ERNESTO LANATA (Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina, 12 de septiembre de 1960) es un periodista y escritor argentino. Ha incursionado en diversos géneros como el periodismo de investigación, la literatura, el documental, la televisión, el cine y el teatro de revista. Ha intervenido en la fundación de diarios, revistas y portales de noticias.
Comenzó escribiendo en el periódico del colegio, la revista Colmena y en un diario de Avellaneda. Empezó a trabajar a los 14 años, en 1974, con la redacción de cables informativos en Radio Nacional. Durante la última dictadura cívico-militar, trabajó como mozo en un bar que aún existe. A los 17 años ya era redactor de la revista Siete Días y trabajaba en el informativo de Radio Belgrano y con Eduardo Aliverti en Sin Anestesia.
Desde 1987, año en el que fundó el diario Página/12, acredita una prestigiosa carrera periodística en diversos medios gráficos, radiales y televisivos de la Argentina, donde es ampliamente conocido. Lanata publicó su primer libro de relatos, Polaroids, en 1990, en 1991 su primera novela, Historia de Teller, en 2007 la novela Muertos de amor y mas recientemente en 2014, 10K sobre la corrupción del gobierno kirchnerista. Es guionista y director del documental Deuda. Ha recibido numerosos premios; entre ellos, en once ocasiones el Martín Fierro, otorgado por la Asociación de Periodistas de Radio y Televisión de la Argentina, el Konex de Plata, por su labor como director periodístico correspondiente a la década 1987-1997 y el Konex de Platino por su labor televisiva en la década 1997-2007.
A Bárbara y Lola
NUNCA HAY QUE RESPONDER
En 1972 Jean-Paul Sartre visitó los kibutz, las comunas agrícolas israelíes inspiradas por el socialismo. Allí la propiedad de la tierra era compartida y, en las primeras décadas del Estado, hasta se compartía la ropa interior. Como el objetivo primordial era la agricultura, todos los miembros debían turnarse y colaborar para su desarrollo, sin importar la profesión que tuvieran. Los salarios de todos eran los mismos y todos rotaban en los puestos de dirección. Los niños vivían solos, separados de sus padres, en la Casa de los Niños, y cualquier iniciativa individual de los miembros debía ser discutida y eventualmente aprobada en asamblea. Dice la historia oficial que Sartre clasificó a los kibutz como “la Atalaya del socialismo” en el mar de regímenes feudales de Medio Oriente. Dicen que también dijo: “Es una lástima que tengan que hacerlo con personas”.
Buscaba una fecha precisa para este libro cuando encontré en internet una tesis sobre la revista El Porteño escrita por un chico de la Universidad del Salvador. Gran parte de lo que leí allí nunca sucedió. Se ha escrito también una docena de libros sobre Página/12 y sobre mí mismo; hojeé algunos de ellos donde una correctora se adjudica la secretaría de redacción o un locutor la fundación de casi todo, o algunos cuyos nombres ni siquiera recuerdo un protagonismo que jamás tuvieron. Es curiosamente fácil entrar en una historia a los codazos. Sería humillante desmentir ahora cada caso. Durante veinte años trataron de borrar mi nombre de Página/12, con la estalinista y oportuna ayuda del Estado: creo que no pudieron. Escuché, sobre mí mismo, las historias más increíbles; algunas me dieron rabia, otras, tristeza. Dijeron que nunca fui periodista, que es lo único que fui. Dos historias de Hemingway me sirvieron para superar aquellos altercados:
¿Qué se puede escribir sobre él si ya está muerto? —escribió Hemingway sobre Conrad en 1924—. Ahora está de moda entre mis amigos hablar mal de él. Cuando se sirve en un mundo de política literaria en que toda opinión inoportuna resulta fatal, uno procura escribir con cuidado. La mayoría de las personas que conozco convienen en que Conrad es un mal escritor. Lord Jim (1900) fue el segundo libro que leí, y no pude terminar de leerlo. Por tanto, eso es todo lo que me queda de él, pues me es imposible releer sus libros. Esa puede ser la causa de que mis amigos digan que él es un mal escritor. Pero, de todo lo que he leído, a nada le he sacado tanto provecho como los libros de Conrad.
Ahora que él ha muerto, quisiera que Dios se hubiera llevado a algún experimentado y gran maestro de las letras y hubiera dejado a Conrad aquí con nosotros para que siguiera escribiendo sus cuentos malos. […] Si alguien me dijera que triturando al señor Eliot hasta reducirlo a polvo fino y seco, y espolvoreando con él la tumba de Conrad, este se levantaría y volvería a escribir, correría ya mismo hacia Londres con una máquina de picar carne.
La otra voz de Hemingway surgió hace años, cuando Noticias, un semanario de Buenos Aires, me puso en tapa con un título angustiante: “¿Qué le pasa a Lanata?”. La nota, que incluía párrafos entrecomillados y una precisa descripción de mi casa, era completamente falsa.
Llamé con asombro y cierta ingenua indignación a Fernando Moya, mi representante:
—¿Ves? —me dijo Moya—, ahora sos verdaderamente famoso. Porque no necesitás hacer nada para que hablen de vos.
Hemingway escribió: “Nunca hay que responder. La mejor manera de responder es trabajar. Y esperar a que se mueran”.
Entré en El Porteño dando una patada a la puerta: denunciábamos una filtración en la Comisión Ítalo que implicaba al ex ministro de la dictadura Martínez de Hoz. El Porteño era la revista que tapaba la ciudad de afiches en el 84 con el beso entre dos mujeres, el sitio que publicó la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri o las mejores crónicas sobre la vida de los indígenas en Formosa. Era, a la vez, una especie de maxikiosco de Once financiado por la venta de cuadros de su propietario y director, Gabriel Levinas. El canciller de la India me dijo hace unos años: “Todo lo bueno y todo lo malo que pueda decirse de la India es cierto”. Con Levinas sucede lo mismo. Ahora, al final del camino, lo que queda es que Gabriel es uno de los pocos pensadores liberales que conocí en mi vida: trabajó décadas por los derechos humanos pero también por la libertad propia y ajena. El Porteño era el espíritu de Levinas y el talento desparejo y suicida de Miguel Briante y de Enrique Symns. Escribí, décadas después, a la muerte de Briante:
Miguel Briante tenía sed. Tenía sed, y nariz de boxeador amateur, y un aire lejanamente sobrador de porteño del cine argentino del cuarenta, y vivaces ojos de chico que acaba de romper una vidriera.
Pero, más que nada, sed. Sed de vivir de un sorbo, de escribir, de observar, de dormir, de dejarse llevar, de volver, de estar del todo.
En 1987 yo era un chico de veintiséis años que acababa de fundar un diario. Pero lo peor no era eso: lo peor era que yo no lo sabía. Había conocido a Briante algunos años atrás, en El Porteño, y había escuchado su anécdota de Tiempo Argentinoaquel día que, después de saciar su sed, cayó rodando por la escalera de la redacción. Pero todo aquello era lo de menos: yo, para ese entonces, ya había leído a Briante, y aquel tipo con sed, y sonrisa socarrona, que quería ser Borges, escribía muy bien.
Decidí contratarlo en Página porque eso era justamente lo que más necesitábamos: notas con valor agregado, frutilla sobre el helado, historias, contar lo que pasaba sin caer en el lenguaje burocrático de los cronistas. En los primeros tiempos del diario, Briante no estuvo en una sección determinada: estuvo en todas; así como una nota de actualidad política se cubría con un redactor y un fotógrafo, a otra podían ir un redactor, un fotógrafo y Briante, que iba a “fotografiar” su propia versión de la misma historia. Más adelante se hizo cargo del suplemento de Cultura y fracasó, como todos los que intentaron manejarlo: aquel fue el suplemento que cambió mayor cantidad de jefes en toda la existencia de