Por culpa del estreñimiento crónico de Lutero se montó la de Dios es Cristo, por unas piedras en la vejiga de Cromwell existe el Reino Unido en vez de la República Británica. Cuando tenía veintiocho años Dostoievski estaba a punto de ser ejecutado por revolucionario, ya estaba atado al poste cuando llegó el indulto del zar y pudo convertirse en uno de los grandes. Rembrandt es el maestro de la profundidad porque padecía visión plana y era incapaz de percibir las cosas en tres dimensiones. Van Gogh se hizo pintor porque suspendió el examen para ser teólogo en Ámsterdam. Desde Lucrecia Borgia ninguna mujer ha ganado tanto dinero con el crimen como Agatha Christie, pero Hercules Poirot nació por casualidad. Hollywood es la Meca mundial del cine por una moneda lanzada al aire y el bombardeo de Hiroshima tuvo como causa un error de traducción.
Por chiripa nacieron los restaurantes, las lentillas, el microondas, el termo, el velcro, las tarjetas de crédito, el imperdible, el jacuzzi, los carritos de la compra, los espaguetis a la carbonara, las tiritas, los post it, el Tour de Francia o los chalecos reflectantes.
Desde que Arquímedes descubrió su famoso Principio, la chiripa gobierna la historia. Tanto como las grandes batallas, el destino de la humanidad lo han hecho aparentes casualidades. Por eso escribió Pascal que «de haber sido más corta la nariz de Cleopatra habría cambiado toda la faz de la Tierra».
Gonzalo Ugidos
Chiripas de la historia
Una antología de las casualidades más increíble que han forjado el destino de la humanidad
ePub r1.0
casc 22.06.15
Gonzalo Ugidos, 2013
Retoque de cubierta: casc
Editor digital: casc
ePub base r1.2
A Aida y Guiomar, mis hijas.
Y a Lourdes.
Chance is the fool’s name for Fate.
(Casualidad llaman los bobos al destino).
FRED ASTAIRE
OBERTURA
T u destino está trenzado por las casualidades, que vuelan hasta ti como los pájaros a su nido.
Todo aquello que no eliges, lo que es casual, es lo que te identifica: la familia en la que naciste y el lugar en que te trajeron al mundo, el color de los ojos, esa tendencia a la melancolía, el temblor ante ciertas músicas, incluso tu nombre. Aunque estoy lejos de creer que como sea la cuna será la tumba y ese escalofrío de la predestinación me sabe a cosa de predicadores, me imanta la idea de que seamos lo que seamos, lo somos por una conjura de azares. Por lo que inesperadamente nos pasa, porque aquel día, a aquella hora, estábamos allí aunque podíamos no haber estado. De hecho, lo estadístico era no haber estado. Pero estuvimos, y nuestro mundo, que parecía tan sólido, se disolvió, y ya nunca seríamos lo que pudimos haber sido, sino lo que somos para bien o para mal. Somos donde estamos.
Los encuentros que nos cambiaron la vida eran improbables; pero se produjeron por retorcidos azares, por fortuitas coincidencias que llamamos «destino» cuando ya no tenemos escapatoria. Esos encuentros hicieron de ti lo que eres: algo tan casual como el dibujo de la escarcha en los cristales.
EL BAÑO DE ARQUÍMEDES
Ello fue que Hierón II, tirano de Siracusa, solicitó los servicios de su súbdito más sabio, Arquímedes, para que certificara si una corona que había encargado a un orfebre era realmente de oro puro. El monarca le pidió también que no dañara la pieza. En plazas más difíciles había lidiado Arquímedes, quien junto a sus amigos Apolonio y Eratóstenes formaba un trío de luminarias, de verdaderos sabios. En aquellos siglos dichosos, sabio era el que no estaba sujeto a la envidia ni a los deseos desordenados ni a las supersticiones, el que conocía los libros de los viejos maestros y había dado a la biblioteca libros propios que no eran inferiores a los de sus amigos o maestros. Arquímedes dedicaba su genio, además de a la geometría, a la mecánica, la física y la ingeniería. Como era pariente del rey Hierón II estaba mal visto que se ocupara de artilugios mecánicos, que solo convenían a esclavos y artesanos. Solo Ctesibio, que era hijo de un barbero, trabajaba con bombas impelentes, con órganos y clepsidras de agua, y fabricaba catapultas de asedio usando la fuerza elástica del aire comprimido o resortes metálicos que sustituían a las tiras de cuero retorcidas que perdían elasticidad con la humedad. Arquímedes sintió celos de Ctesibio, olvidó sus prejuicios de casta e inventó un tornillo para elevar agua, construyó un planetario que reproducía los movimientos aparentes de los cuerpos celestes y mostraba los eclipses. Construyó también espejos ustorios que, al reflejar la luz del sol concentrada en un punto, destruyeron la flota romana del cónsul Marcelo.
A Arquímedes, en principio, el problema que le planteó el tirano le pareció fácil. El cobre es mucho menos denso que el oro, por lo que si el artífice había sustituido parte del oro entregado por cobre la corona debería ser más voluminosa que si fuera de oro puro. Bastaba, por lo tanto, medir el volumen de la corona. Una simple fórmula permite calcular el volumen de una esfera, de un cilindro o de un cono… pero una corona tiene formas más sofisticadas. Como no es regular, no hay fórmula que valga. Y por orden expresa de Hierón II no podía fundir la corona. Cuando el plazo se acercaba a su fin, Arquímedes no había encontrado la solución. Buscó la inspiración en un islote cercano a la ciudad en donde, además de ver soles esplendentes y cielos tachonados por millones de luceros, había un aphrodision con baños y aceites en donde se turnaban las aulétrides que tañían instrumentos y danzaban, y las hetairas que exaltaban los sentidos con sus túnicas vaporosas. Pero ni entabló conversación con las primeras ni se abandonó a la voluptuosidad de las segundas. Esta vez había ido allí para otra cosa.
Un día, cuando se bañaba, observó que al meterse en la tina el agua rebosaba y se derramaba. Como los sabios suelen tener mentes inquisitivas se preguntó qué cantidad de agua había caído. Se contestó que el mismo volumen de agua que el de su cuerpo inmerso. Si medía el agua que se derramaba al meter la corona en un barreño, conocería su volumen. Comparándolo con el volumen de un objeto de oro del mismo peso que la corona, podría deducir que si los volúmenes no fueran iguales sería la prueba de que no era oro todo lo que relucía en la corona. Ese razonamiento sin tacha le provocó tal júbilo que saltó desnudo del baño y salió a la calle riendo como un loco y gritando: «¡Lo encontré!, ¡lo encontré!»; en griego: «¡Eureka!».
De chiripa encontró el principio que lleva su nombre y así descubrió que la corona tenía cobre. El joyero deshonesto fue arrestado, tal vez juzgado y condenado, en todo caso ajusticiado como un canalla.
Arquímedes se acordó de aquel viejo presocrático, Demócrito de Abdera, que había escrito que «todo lo que existe en el mundo es fruto del azar y de la necesidad».
EL TESTAMENTO DEL EMPERADOR
En su reinado de trece años, Alejandro Magno cambió la faz del mundo al conquistar el Imperio Aqueménida e iniciar una época en la que lo griego se expandió por la mitad del mundo entonces conocido. Poco duró su imperio macedonio porque Alejandro no tenía ningún heredero legítimo. Su hermanastro Filipo Arrideo no era muy listo y su hijo Alejandro nació póstumo. En su lecho de muerte, sus generales le preguntaron a quién legaría su reino. Lo que Alejandro respondió resulta confuso. Algunos creen que dijo