Se terminó de imprimir el 18 de enero de 1977 en Imprenta Madero, S. A., Avena 102, México 13, D. F. Se tiraron 3 000 ejemplares más sobrantes para reposición. Cuidó de la edición el Departamento de Publicaciones de El Colegio de México.
Serie
ESTUDIOS DE LINGÜÍSTICA Y LITERATURA
Margit Frenk Alatorre: Las jarchas mozárabes y los comienzos de la lírica románica
Giorgio Sabino Perissinotto: Fonología del español hablado en la ciudad de México (ensayo de un método sociolingüístico)
Mercedes Díaz Roig: Relaciones entre el romancero tradicional y la lírica moderna
Alicia C. de Ferraressi: De amor y poesía en la España medieval
Luis Fernando Lara: El concepto de norma en lingüística
Otros títulos de literatura
Centro de Estudios Lingüísticos y literarios:
Actas del Tercer Congreso Internacional de Hispanistas
Margit Frenk Alatorre y Yvette Jiménez de Báez:
Coplas de amor del folklore mexicano (la. reimp.)
Carlos H. Magis:
La lírica popular contemporánea
Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios:
Cancionero Folklórico de México:
Tomo I: Coplas del amor feliz
Tomo II: Coplas del amor desdichado y otras coplas de amor
1. LA COLONIA
LA COMUNICACIÓN ENTRE VENCEDORES Y VENCIDOS
El problema de la castellanización de los indígenas mexicanos se remonta al momento mismo en que el español —como lengua de dominio— se enfrenta al náhuatl: cuando los grupos en pugna consolidan un mínimo de comunicación. Hacer que ésta brotara de los escombros del silencio fue, sin duda, la lucha que sucedió al derrumbe de Tlatelolco. La estrategia seguida por los conquistadores puede caracterizarse por económica y segura. Ambas condiciones se cumplen en caminos paralelos y en procesos simultáneos. La primera se gesta dentro de un mecanismo al principio simple y después muy complejo: “usar” a los menos para informar a los más, que no es sino la vieja historia de los nahuatlatos, que va desde la Malinche hasta los intérpretes de hoy en día. Por este conducto se irían cubriendo las necesidades requeridas para implantar un nuevo orden político y económico. Nos enfrentamos, en definitiva, al aspecto práctico del vencedor. La segunda condición -la relativa a la seguridad— habría de cumplirse gracias a quienes emprendieron la “conquista espiritual”: los misioneros, que afianzaron su labor, sobre todo en la lengua indígena, porque hay que dejar claramente asentado que la lengua de la conquista fue la lengua del pueblo conquistado. Este hecho no fue fortuito, ni su consideración tiene visos de simplicidad. Al contrario, implica una serie de procesos por demás complicados, que de seguro fueron desencadenándose en la medida en que los conquistadores se vieron cada vez más cercados por esa verdad que representaba la cultura mexica. La singularidad del nacimiento de la Nueva España reside en el grado de consistencia del desarrollo político, social y cultural que habían alcanzado las sociedades prehispánicas, apoyadas en la herencia de una cultura milenaria, la mesoamericana. En el fondo, ésta es la razón por la cual los españoles buscaron tenazmente la comunicación a través de las lenguas indígenas.
No puede pasar inadvertido, además, que la fuerza de la tradición oral en el pueblo azteca ofrecía ductos abiertos al mensaje. En nuestras culturas aborígenes, la lengua no sólo era una herramienta para obtener los satisfactores primarios, sino un recurso de supervivencia cultural y de sostén religioso gracias a la continua recreación de la crónica. Además, se había erigido en utensilio de lujo, en los efectos que lo preciso y lo bello dan a la expresión.
En el marco del choque de culturas, se torna fascinante palpar tanto los recursos del ingenio del hombre en busca de la palabra portadora de comunicación, como las circunstancias que dieron escenario a los hechos. Esto es, las circunstancias sui generis y asombrosas -¿por qué no decirlo así? - del encuentro de dos mundos de cultura profundamente religiosa; tan profunda que para los colonizadores —reyes y súbditos— no podría haber conquista sin cristianización. Más que nada, América, para ellos, era “una viña sin cultivo” en la que debía sembrarse la palabra de Dios. Así, después de una batalla ganada en ventajoso encuentro con el Imperio Azteca, quedaba por cumplirse la misión evangelizados. Las paralelas estaban trazadas: una, para los soldados de la hueste; otra, para los soldados del Señor. Dos fuerzas que luchaban, por su naturaleza misma, en direcciones contrarias: la distancia que mediaba entre las dos bandas podría estrecharse o no, conforme fueran manifestándose las miserias mismas de la condición humana, la rapiña de los unos y la utopía de los otros; pero algo en común conservaría a estas fuerzas siempre e lucha: la necesidad conjunta de vencer bajo la misma bandera, la fe coronada por el imperio.
Los misioneros, aún impregnados de prolongado y ardoroso espíritu medieval, eligieron la lengua vernácula como camino seguro para la comunicación y se dieron a la tarea de aprenderla para llegar a los indígenas con un cristianismo “puro”, lejos de la contaminación que había sufrido en la Europa del Renacimiento. La educación fue la vía adecuada para cumplir tales propósitos, pues en último término su finalidad era injertar cultura. El orden de la sociedad indígena permanecía de tal suerte articulado en lo educativo y lo religioso, que los misioneros supusieron que sería fácil suscitar, en cierta manera dentro de la misma estructura, el cambio a un nuevo orden espiritual. En esto radicó, en parte, su gran utopía.
El plan se puso en marcha. Los doce primeros misioneros franciscanos aprendieron el náhuatl comunicándose con aquellos “que tenían por discípulos [...] para participar de su lengua, y con ella obrar la conversión de aquella gente párvula en sinceridad y simplicidad de niños. Y así fue que, dejando a ratos la gravedad de sus personas, se ponían a jugar con ellos con pajuelas o pedrezuelas el rato que les daban de huelga, para quitarles el empacho de la comunicación”,
El sistema educativo de la sociedad mexica gozaba de larga tradición, y era capaz de satisfacer las necesidades de la comunidad para la que estaba proyectado. Tal modelo de planeación se ajustaba, con asombrosa coincidencia, a los patrones educativos de los españoles.
Entre otros puntos comunes, existía la estratificación en la enseñanza, como puede advertirse tanto en la clase social de donde procedían quienes iban a los diversos planteles básicos, como en la misión que habrían de cumplir: quienes se formaban en el Calmécac desempeñaban los cargos de alta responsabilidad en las ramas del gobierno, la milicia y el sacerdocio; los hijos del macehualli (la gente del pueblo) se educaban en el Telpochcalli y eran adiestrados, fundamentalmente, “para las cosas de la guerra”. Semejante división debe tomarse, por supuesto, con un grado prudente de flexibilidad.
Además, la estratificación educativa repercutía en los sistemas de enseñanza empleados en cada una de las instituciones, programados ex profeso según las distintas capas sociales. Esto, más un espíritu de sacrificio para el estudio y un entrañable hábito de aprender de los mayores, fueron las características que destacaban en la formación del fértil material humano que cayó en manos de los educadores misioneros.
Nos parece importante subrayar el vigor que tenía en la atmósfera educativa de los mexicas la lengua hablada. La comunidad se preocupaba por la formación de niños y adultos a través de la tradición oral; se proporcionaba el encanto del