Advertencia
Este libro no pretende ser un manual de historia económica; es solamente un ensayo, una serie de reflexiones sobre una evolución muy amplia cuyo mecanismo, inseguro y complejo, he intentado observar y poner al descubierto. La insuficiencia de la documentación y el imperfecto avance de la investigación histórica explican el gran número de hipótesis con las que pretendo fundamentalmente plantear interrogantes de los que los más críticos serán, sin duda, los más fecundos.
Por otra parte, para abarcar un área geográfica tan vasta y diversa como lo era entonces la europea y durante un período tan extenso, era preferible situarme en el terreno en el que me siento más seguro: el de la historia del mundo rural, y más concretamente del mundo rural francés; no se extrañe, por tanto, el lector de ciertas elecciones, de ciertas perspectivas y de todas las omisiones que descubra en esta obra.
Beaurecueil, septiembre de 1969.
Primera Parte
Las Bases
Siglos VII Y VIII
A fines del siglo VI , cuando se halla prácticamente cerrado en Occidente, con el asentamiento de los lombardos en Italia y de los vascos en Aquitania, el período de las grandes migraciones de pueblos, la Europa de que trata este libro —es decir, el espacio en el que el cristianismo de rito latino se extendería progresivamente hacia fines del siglo XII —, es un país profundamente salvaje, y por ello se halla en buena parte fuera del campo de estudio de la historia. La escritura se halla en regresión en las zonas que tradicionalmente la usaban y en las demás la penetración del escrito es lenta. Los textos conservados son, pues, escasos; los documentos más explícitos son los de la protohistoria, los que proporciona la investigación arqueológica. Pero estos documentos también son defectuosos: los vestigios de la civilización material son, en la mayor parte de los casos, de datación insegura; se hallan además dispersos, al azar de los descubrimientos, y su repartición esporádica, con grandes lagunas, hace difícil y peligrosa toda interpretación de conjunto. Insistamos, como punto de partida, sobre los reducidos límites del conocimiento histórico, sobre el campo desmesuradamente amplio dejado a las conjeturas. Añadamos que, sin duda, el historiador de la economía se encuentra especialmente desamparado. Le faltan casi por completo las cifras, los datos cuantitativos que permitirían contar, medir. Necesita, sobre todo, abstenerse de ampliar abusivamente los modelos construidos por la economía moderna cuando intente observar en este mundo primitivo los movimientos de crecimiento que lentamente, entre los siglos VII y XII , han hecho salir a Europa de la barbarie. Es evidente, en la actualidad, que los pioneros de la historia económica medieval han sobreestimado, a menudo involuntariamente, la importancia del comercio y de la moneda. La labor más necesaria —y sin duda también la más difícil— consiste, pues, en definir las bases y los motores auténticos de la economía en esta civilización, y para llegar a esta definición las reflexiones de los economistas contemporáneos son menos útiles que las de los etnólogos.
Sin embargo, de hecho existen grados en el seno de esta común depresión cultural. En sus límites meridionales la cristiandad latina está en contacto con áreas sensiblemente más desarrolladas; en las regiones dominadas por Bizancio, y más tarde por el Islam, se mantiene el sistema económico heredado de la antigua Roma: ciudades que explotan los campos colindantes, moneda de uso cotidiano, mercaderes, talleres en los que, para los ricos, se fabrican objetos espléndidos. Europa nunca estuvo separada de estas zonas de prosperidad por barreras infranqueables; sufrió constantemente su influencia y su fascinación. Por otra parte, en el espacio europeo se enfrentan de hecho dos tipos de incultura: una se identifica con el dominio germano-eslavo, con el dominio «bárbaro», como decían los romanos; es la zona de la inmadurez, de la juventud, del acceso progresivo a formas superiores de civilización; es una zona de crecimiento continuo. La otra, por el contrario, es el dominio de la decrepitud; en ella acaban de degradarse las supervivencias de la civilización romana, los diversos elementos de una organización en otro tiempo compleja y floreciente: la moneda, las calzadas, la centuriación, el gran dominio rural, la ciudad, no están completamente muertos; algunos incluso resurgirán más adelante, pero de momento se hunden insensiblemente. Entre estos dos mundos, uno orientado hacia el norte y hacia el este, el otro hacia el Mediterráneo, se sitúa, en las orillas del Canal de la Mancha, en la cuenca parisina, en Borgoña, en Alemania, en Baviera, una zona en la que se da más activamente que en otras partes el contacto entre las fuerzas jóvenes de la barbarie y los restos del romanismo. En ella se producen interpenetraciones, encuentros que en gran parte son fecundos. Conviene no perder de vista esta diversidad geográfica; es fundamental, y de ella dependen en gran parte los primeros progresos del crecimiento.
1. Las Fuerzas Productivas
La naturaleza
A lo largo del período que estudiamos el nivel de la civilización material permanece tan bajo que la vida económica se reduce esencialmente a la lucha que el hombre debe mantener cotidianamente, para sobrevivir, contra las fuerzas naturales. Combate difícil, porque el hombre maneja armas poco eficaces y el poder de la naturaleza lo domina. La primera preocupación del historiador debe ser la medición de este poder y el intento, por consiguiente, de reconstruir el aspecto del medio natural. La tarea es difícil; requiere una investigación minuciosa, a ras de tierra, en búsqueda de los vestigios del paisaje antiguo que conservan en los campos actuales los nombres de lugares y cultivos, el trazado de los caminos, los límites de las tierras cultivadas, las formaciones vegetales. Esta investigación está muy lejos de haberse completado; en muchas regiones de Europa apenas está iniciada y, consiguientemente, nuestros conocimientos son inseguros.
En Europa occidental la estepa penetra en Panonia, en la cuenca media del Danubio; se insinúa incluso más lejos todavía, localmente, hasta en ciertas llanuras pantanosas de la cuenca parisiense. Sin embargo, de una forma general, las condiciones climáticas favorecen el desarrollo del bosque; en la época que nos ocupa el bosque parece reinar sobre todo el paisaje natural. A comienzos del siglo XX las posesiones de la abadía parisina de Saint-Germain-des-Prés se extendían por una región en la que el esfuerzo agrícola se había desarrollado más ampliamente que en otras partes, y sin embargo el bosque cubría aún las dos quintas partes de este dominio. Hasta fines del siglo XII la proximidad de una amplia masa forestal influyó sobre todos los aspectos de la civilización: se pueden descubrir sus huellas tanto en la temática de las novelas cortesanas como en las formas inventadas por los decoradores góticos. Para los hombres de esta época el árbol es la manifestación más evidente del mundo vegetal.
Fig. 1.—G. Fourquin: «Mapa de los bosques de la Alta Edad Media», en Histoire économique de l’Occident médiéval , A. Colin, collection «U», 1969.
No obstante, es preciso tener en cuenta dos observaciones; por un lado, los suelos son, en esta parte del mundo, de una extrema diversidad. Sus aptitudes varían notablemente en muy cortas distancias. La sabiduría campesina ha opuesto siempre las «tierras cálidas» a las «tierras frías», es decir, los suelos ligeros en los que el agua penetra fácilmente y el aire circula, que se dejan trabajar con facilidad, a los suelos duros, espesos, donde la humedad penetra mal, que resisten al útil de trabajo. En las pendientes de los valles o en las llanuras se dispone, pues, de terrenos en los que la capa forestal es menos resistente, en los que al hombre le resulta menos difícil modificar las formaciones vegetales en función de sus necesidades alimenticias. En el siglo vil el bosque europeo aparece sembrado de innumerables claros. Algunos son recientes y estrechos, como los que proporcionaron su alimento a los primeros monjes de Saint-Bavon de Gante; otros se extienden por amplias zonas, como aquéllos en los que, desde siglos, se mezclan los campos y la maleza en las llanuras de Picardía. Se debe notar, por otra parte, que en las proximidades del Mediterráneo la aridez estival, la violencia de las lluvias, las diferencias acusadas del relieve, la potencia de la erosión que arranca la tierra a las laderas de los valles y acumula en la parte inferior los depósitos no fértiles, hacen el bosque frágil, vulnerable al fuego que encienden los agricultores y los pastores; el bosque se reconstruye lentamente y se degrada con facilidad, y de modo definitivo, en matorral. En la franja meridional para producir las subsistencias hay que luchar más contra las aguas que contra el árbol. Se trata de domesticar éstas para proteger el suelo de las pendientes, para drenar los pantanos de las llanuras y para compensar con la irrigación la excesiva sequedad de los veranos.