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Georges Duby - La historia continúa

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Georges Duby La historia continúa
  • Libro:
    La historia continúa
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    1991
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La historia continúa: resumen, descripción y anotación

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La historia continúa es una obra escrita por el prestigioso historiador y geógrafo francés Georges Duby (1919-1996), quien destaca por su gran cantidad de investigaciones y trabajos de divulgació sobre la Edad Media, desarrollados a lo largo de gran parte del siglo XX. Duby escribió La historia continúa para mostrar paso a paso su proceso de formació como historiador, en el cual adquirió diversos rasgos de metodología y pensamiento que reflejó en sus investigaciones conforme las iba desarrollando. Él llama su trabajo un ensayo de «ego-historia», es decir, el producto de una reflexió profunda sobre el camino de sus experiencias que lo llevaron a construir la personalidad y popularidad de las que goza como escritor.

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I
La elección

Bajo la influencia de un maestro, Jean Déniau, me había convertido hacía poco a la historia, más concretamente a la historia de la Edad Media. Ahí es donde iba a comenzar mi trabajo. Pero se trata de un campo inmenso. Debía decidir exactamente dónde quería situarme. En la época de la que les estoy hablando, la mayoría de los historiadores veteranos se dedicaban aún al estudio del poder político, militar o religioso en sus manifestaciones externas. Se limitaban a reconstruir una cadena de acontecimientos grandes y pequeños, cuestionándose sus actores y causas accidentales, o bien considerando la evolución y el juego formal de las instituciones. No obstante, desde comienzos de los años treinta se había abierto un frente pionero gracias al impacto de la gran conmoción que vino a sacudir en Europa los cimientos de la producción y los intercambios. Los historiadores más emprendedores, que se multiplicaban, habían centrado su atención en los fenómenos económicos. Se inspiraban en modelos construidos por los economistas basados en las nociones de crecimiento y crisis, e intentaban discernir cómo había evolucionado en el pasado el valor de las cosas, afanándose por analizar tendencias de larga duración y ciclos. Para ello se habían puesto a examinar en los archivos los fondos relegados hasta entonces por revelar poco sobre los hechos y gestas de políticos y militares. De los libros de cuentas, censos e inventarios extraían listados de datos numéricos, y empleaban para su tratamiento procedimientos estadísticos aún rudimentarios. En dichas preocupaciones estaba ya el germen no sólo del modelo de explicación de la duración propuesto más tarde por Fernand Braudel en un famoso artículo: una figura compuesta por tres niveles superpuestos: el acontecimiento, la coyuntura y la estructura (los acontecimientos, en la superficie, como una espuma, sopesando las oscilaciones de la coyuntura; sosteniendo el todo, la estructura, entrañada imperceptiblemente por movimientos mucho más lentos —los dos últimos términos de esta figura ternaria son préstamos, señalémoslo, del lenguaje económico—), sino también el germen de una voluntad de medir, de evaluar, de determinar las cantidades a toda costa, la obsesión por las cifras, las medias, las curvas, es decir, lo que dio en llamarse historia secuencial, que había de tener éxito en Francia a partir de 1950, particularmente en relación con la demografía de épocas antiguas.

Ciertos períodos de la historia se prestan más que otros a realizar investigaciones de este tipo. Son aquéllos en los que el investigador no se siente abrumado por el exceso de documentación y puede encontrar en los textos listados de cifras. Es el caso de la época llamada moderna: los siglos XVI, XVII y XVIII. Sin embargo, lo mismo puede decirse de la investigación en la Edad Media tardía, a partir del umbral del siglo XIV, momento en el que en torno a los príncipes se han vuelto numerosas las gentes de pluma y las que saben de cuentas, momento en el que comienzan a acumularse los inventarios de todo tipo. Por consiguiente, algunos medievalistas entre diez y quince años mayores que yo, que acababan de leer la tesis o estaban terminándola, se unieron a la historia económica. Se ocuparon principalmente del estudio del comercio y, por lo tanto, del medio urbano. Jean Schneider en Metz, Philippe Wolff en Toulouse, Yves Renouard en las ciudades de Toscana, Michel Mollat en los puertos de Normandía. Lo que conocíamos de su trabajo imponía respeto. Naturalmente, yo también estaría presto a unirme a esa vanguardia.

El precursor en este caso fue el gran historiador belga Henri Pirenne, cuya figura cuando yo era estudiante todavía eclipsaba a la de Marc Bloch. En sus trabajos sobre Flandes, un país donde lo que podía haber de nacionalismo estaba enraizado en las viejas ciudades mercantiles, Bloch se aferraba al recuerdo de hombres de negocios audaces que, seguros de su dinero, captaban los favores de un artesanado pujante que vivía del éxito de sus empresas, desplegadas por todos los confines del mundo conocido, hombres que en otro tiempo habían conseguido arrebatar al poder feudal las libertades burguesas. Pirenne se había elevado desde la historia local a la mundial, hasta reflexionar sobre esas rupturas del equilibrio que una o dos veces por milenio desvían el destino de una civilización. Lo esencial de su investigación había versado sobre «los orígenes del capitalismo» (así se titula una obra de su discípulo Georges Espinas), en particular sobre la ascensión de las primeras dinastías patricias en las ciudades flamencas. Todo cuanto del sistema capitalista veía en torno suyo le invitaba a situaren las fluctuaciones monetarias y en el desarrollo del negocio a largo plazo el resorte principal de dicha ascensión social. Sin duda olvidaba que los intercambios, el instrumento monetario y el ánimo de lucro no ocupaban en el modo de vida del conde de Flandes Carlos el Bueno o de Jacques Artevelde el mismo lugar que en el nuestro. Sin embargo, Pirenne poseía una rara facultad, la que yo había admirado en Déniau y que me había atraído de él: el don de la simpatía, una fuerza imaginativa y una vivacidad en la escritura, que, partiendo de unas cuantas informaciones cortas, fragmentarias, secas, hacían cobrar vida a los hombres de otra época. Las páginas de sus libros bullían de vida. Invitaban a deslizarse de la historia económica a la de las sociedades. Así lo hacían ya mis predecesores, y yo mismo me inclinaría a hacerlo.

Sin embargo, en 1942 la economía ocupaba el primer plano de la escena y relegaba al último lugar, como comparsa subordinada, a la historia «social». Conimerce et marchands de Toulouse, así iba a titular Philippe Wolff la obra que estaba preparando: en primer lugar, el comercio (las estadísticas); luego, los hombres. Y yo añado: el campo circundante visto siempre después que la ciudad, en función del poder y de las necesidades de ésta. Mi elección sería diferente. Yo escogí deliberadamente como objeto de estudio una organización social, la sociedad que llamamos feudal, una sociedad cuyas bases se asentaron en una época en la que las ciudades y los comerciantes no contaban lo más mínimo, en la que todo estaba encastrado en la ruralidad. ¿Por qué esta decisión? Porque antes de formarme con los historiadores lo había hecho con los geógrafos, y porque éstos me habían aconsejado muy pronto que leyera los Annales d’histoire économique et sociale de Marc Bloch.

El geógrafo mira un paisaje y se esfuerza por explicarlo. Sabe que ese objeto, verdadera obra de arte, es el producto de una larga elaboración, que lo ha modelado a través de los tiempos la acción colectiva del grupo social que se instaló en ese espacio y aún hoy sigue transformándolo. Por consiguiente, el geógrafo se ve obligado a estudiar antes que nada lo material, es decir, los elementos físicos modelados poco a poco por el grupo social; pero con la misma atención analiza también las fuerzas, los deseos, la configuración de esos deseos, y por tanto, se ve obligado a hacerse poco o mucho historiador. Así le sucedió, por ejemplo, a Étienne Juillard, para mejor comprender el aspecto de los campos y las redes de caminos en los pueblos alsacianos. O a André Allix, que dirigió mi primer aprendizaje. Allix colaboraba en los Annales y durante mucho tiempo había trabajado en los archivos del Delfinado con los registros del siglo XV. Estaba convencido de no poder dar cuenta convenientemente de los paisajes actuales de los Oisans sin antes saber cómo habían sido ocupados y explotados dichos montes en la Edad Media. Antes de convertirme yo en historiador, me había orientado ya, bajo la dirección de este maestro, hacia una nueva concepción de la historia. Mucho más carnal, sabrosa, y sobre todo útil que aquélla, superficial, de individuos excepcionales, príncipes, generales, prelados o financieros cuyas decisiones parecen gobernar las efervescencias del acontecimiento, me parecía a mí la historia del hombre corriente, del hombreen sociedad; y sentía que era urgente dedicarse decididamente a ese tipo de historia. Adivinaba sobre todo que una sociedad, como un paisaje, es un sistema cuyos múltiples factores determinan su estructura y su evolución; que las relaciones entre esos factores no son de causa y efecto, sino de correlación, de interferencia; que es un buen método ir examinando uno por uno los factores en una primera fase, porque cada uno de ellos actúa y evoluciona según su propio ritmo, pero que obligatoriamente hay que considerarlos a la luz de la indisociable cohesión que los aúna si queremos comprender el funcionamiento del sistema. Otro tanto puede decirse de los principios a los que me he remitido desde entonces. El estudio de los paisajes también me había permitido entrever que de entre los factores cuya conjunción gobierna el destino de las sociedades humanas, los relacionados con la naturaleza, es decir, con la materia, no predominan forzosamente sobre otros que comportan cultura y, por lo tanto, espíritu. Todas estas consideraciones me prepararían para invertir la relación de subordinación entre la historia económica y la historia de las sociedades, y tuvieron \ un gran peso, estoy seguro, en la elección de mi tema.

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