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Francisco Umbral - El fulgor de África

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Francisco Umbral El fulgor de África
  • Libro:
    El fulgor de África
  • Autor:
  • Editor:
    Biblioteca breve
  • Genre:
  • Año:
    1989
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El fulgor de África: resumen, descripción y anotación

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El fulgor de África
Francisco Umbral
A mi madre

Peregrinó mi corazón y trajo De la sagrada selva mi armonía.

RUBÉN DARÍO

PRIMERA PARTE
EL APIO como un duende por la casa, el vino discurriendo en lagartijas rojas, los ajos como pedrisco, en toda la cocina, el pimentón en regueros, los caminos brillantes de la sal, como un paisaje ártico, los caminos sencillos del azúcar, casi como una procesión de hormigas blancas, los lagos enlagunados del vinagre, el serpentón del aceite entre las patas de las mesas y las sillas, un desperezamiento verde y lento, el colorido de las mermeladas, blancas, rojas, moradas, rosa, verdes, como un pintor despedazado, el espeso canal del chocolate, fluyendo hacia su propio grosor en oscuras penínsulas de perfume, toda la despensa en libertad, invadiendo la casa, viajando entre las tarimas y las alfombras, volviendo la cocina del revés, desconcertando la tarde sombría con luz verde de loro en aquella casa sin loros.

La bisabuela, a veces, cuando la dejaban sola en casa, abría y derramaba la despensa, hacía correr los vinos (de los que algo bebía) por el mundo, ponía en libertad los moscateles. La bisabuela tenía prohibida la despensa por sus hijas, nietas, bisnietas, incluso por las criadas, pero sobre las criadas seguía ejerciendo imperio, de modo que se metían en el cuarto de la plancha, más bien divertidas y contentas, a dejar que la señora comiese y bebiese, derramase las provisiones por el piso, en venganza de tantas prohibiciones. Claro que luego tendrían que limpiarlo todo, pero era más divertido eso que limpiar el polvo donde no había polvo.

La bisabuela Leonisa era alta, erguida, seca, con el escaso pelo en bandós blancos, que se le deshacían continuamente, volviéndola más loca (si es que lo estaba) y los ojos atroces, abultados y grandes, acusadores siempre. La boca, en cambio, larga y de labio caído, le caía sin fuerza, con el temblor de la edad, el temblor de la locura o el temblor de la muerte. En la familia se pensaba, desde hacía muchos años, que la bisabuela había enloquecido con la edad, pero quizá fuese que más allá de los cien años, como antes del uso de razón, el ser humano se maneja con otra lógica, con otros valores, con otra óptica del mundo que la comprendida en las edades convencionales, juventud, madurez, etc. Jonás el bastardo, por ejemplo, observaba a la bisabuela Leonisa como a un ser que ha pasado la frontera de la razón temporal (así como el niño no ha llegado a ella), como a una criatura fascinante que se regía por otra lógica, una lógica casi siempre lírica, al menos para él, adolescente que mimaba algunas palabras sacratísimas, y entre ellas estaba lo lírico.

El apio como un duende por la casa, el vino discurriendo en lagartijas rojas, los ajos como pedrisco, y la bisabuela, entre aquella fiesta de locos, bebiendo vino a morro, entrando y saliendo de la despensa, sentándose en una silla a hablar con hijas que ya se le habían muerto, con nietos que no había tenido nunca, o contando sus partos malogrados a una visita que no había ido aquella tarde. Los hijos que más amaba la bisabuela Leonisa eran los que le habían nacido muertos.

El pimentón en regueros, los caminos brillantes de la sal, como un paisaje ártico, y la bisabuela Leonisa conversando sombras, acechada quizá (los demás se habían ido, y las criadas ya se ha dicho dónde), por Jonás el bastardo, que estudiaba al ser humano en general y a su bisabuela bastarda en particular. Pero bisabuela Leonisa tenía que tener las conversaciones que nunca tuvo con los hijos no habidos, y las tenía en aquellas raras tardes de vino y soledad, cuando liberaba la despensa y sus especias. Vivía, sencillamente, el revés de lo vivido, vivía lo no vivido, y una despensa derramada y loca perfumaba en torno suyo. En torno de ella. El apio como un duende por la casa.

EL CABALLO grande, inmenso, más grande que la cuadra, el percherón llenando el mundo, que era una cosa angosta y con olor a paja, éste era el primer recuerdo que Jonás el bastardo tenía de su infancia, la broma de un cochero de la casa que había encerrado allí al niño, un rato, por reír estúpidamente de su miedo, y Jonás el bastardo se estuvo callado, quieto en un rincón, cabiendo donde no cabía, temiendo la coz o el mordisco del hermoso animal, del caballo de tiro. El caballo era de pintas marrones sobre una piel medianamente clara, tenía la cabeza de escultura, la panza inmensa, redonda como el mundo, las patas un poco cortas y la fuerza, tan visible, dando sentido a todo su cuerpo, a todo su ser.

El caballo se llamaba Titán o algo así, y el niño, Jonás, el niño bastardo, lo amaba dé toda la vida, lo amaba viéndole libre y haciendo trabajos de faena. Los animales son la mitología de los niños. Pero aquella mañana, encerrado con el caballo, casi mareado por la cercanía de una animalidad intensa y profunda, respirando la respiración del caballo, Jonás el bastardo tenía miedo, sólo miedo, espanto, y se estuvo quieto, sí, con el corazón parado, seguro de que iba a morir por sí mismo si no lo mataba el caballo.

El caballo, como un dios sometido, como un ángel en figura de caballo, metió la cabeza en el pesebre (sin duda le era familiar el niño), y sólo movía la gran cola, más densa que larga, de un blanco sucio, azotándose los lomos por placer o por espantar bichos.

De vez en cuando doblaba una pata o pateaba el suelo. El caballo parecía haberse multiplicado por sí mismo. En la calle, en el campo, a Jonás nunca le había parecido tan grande. Ahora, el caballo llenaba el mundo, el mundo olía a caballo y Jonás el bastardo sentía que amaba y temía desesperadamente a aquel caballo.

Se hubiera abrazado a su cuello, por amor y por miedo. Pero se estuvo quieto, y fue cuando el caballo orinó, sin dejar de comer, orinó de una manera directa y violenta, sobre la paja, y algunas gotas le saltaban a Jonás, orinó con una plenitud de olor y chorro que inundaron la cuadra como si el caballo hubiese orinado hasta el techo.

El cochero le abrió una' rendija de la puerta a Jonás, con bromas putrefactas. Jonás salió pegado a la pared, se encontró con la luz que vaciaba el mundo, más que llenarlo, entornó sus ojos débiles y ni siquiera miró al cochero, que seguía divirtiéndose con su propia ocurrencia.

Jonás tenía su infancia resumida en aquel episodio. Primero había pensado contárselo a la bisabuela Leonisa, para que castigase al cochero, pero luego le pareció más hombre guardar su secreto y su experiencia, una experiencia que le había fortalecido (aunque no fuese ésta la intención del criado), y que con el tiempo resumiría toda su infancia: a él le habían hecho eso porque era Jonás el bastardo. A uno de sus hermanos no se lo habrían hecho. Y él había salido de la aventura fortificado, persuadido de la caballidad del mundo, del mero zoologismo del planeta, convencido de que la tierra no era más que el establo del hombre. Amó a Titán toda su infancia, había compartido con él una experiencia única, y Jonás, ahora, se alegraba de no recordar cómo había muerto o desaparecido el caballo: una cosa tan real y tan estallante de vida como un percherón, un ser que es la vida misma, ¿cómo se desvanece en el tiempo, se borra como un caballo pintado por Leonardo?

Jonás el bastardo, en fin, sabía ya que no existe la muerte, sino la disolución de las cosas en el tiempo, un inmenso caballo que se hace soluble en el aire azul de la memoria. Mas persistirían en él toda la vida las contradictorias -¿complementarias?– sensaciones de amor y miedo al caballo en aquel tiempo que quizá fue de diez minutos, pero que pudo ser de diez horas o diez días. Y, sobre todo, la humillación de los cocheros. Jonás sabía que héroe es el que se enfrenta a su padre y le vence, porque lo había leído. Jonás el bastardo estaba dispuesto a eso.

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