investigadora en el Centro de Investigaciones Históricas de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales,
profesora en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales y periodista.
Introducción
Michelle Perrot
En el umbral de lo privado, el historiador —como un burgués victoriano— ha vacilado durante mucho tiempo, por pudor, por incompetencia y por respeto del sistema de valores que hacía del hombre público el héroe y el actor de la única historia que merecía la pena contar: la gran historia de los Estados, las economías y las sociedades.
Para que se decida por fin a atravesarlo, ha sido preciso que, en virtud de un vuelco del orden de las cosas, lo privado haya pasado a ser algo distinto de una zona maldita, prohibida y oscura: se haya convertido en el ámbito, con todos los honores, de nuestras delicias y de nuestras servidumbres, de nuestros conflictos y de nuestros sueños; en el centro, tal vez provisional, de nuestra vida, reconocido por fin, visitado y legitimado. Lo privado: una experiencia de nuestro tiempo.
No han sido pocos los factores —grandes acontecimientos, grandes libros— que han contribuido a su actual asunción. Ante todo, el peso de lo político. El despotismo de los Estados totalitarios, el intervencionismo excesivo de las democracias incluso en la gestión de los riesgos —“la racionalidad de lo abominable y la racionalidad de lo ordinario” (Michel Foucault)— han conducido a una reflexión sobre los mecanismos del poder y a la búsqueda de las resistencias eficaces, y de los frenos necesarios para el control social, en los contrapesos de los grupos reducidos, e incluso de los individuos. En la actualidad, el obrero encuentra en su hogar, cada vez más adecuado, un medio de escapar al ojo del amo y a la disciplina de la fábrica. Y la extensión de los patrimonios, en las sociedades occidentales, no es sólo el fruto de un aburguesamiento, sino una forma de lucha contra el frío de la muerte.
A la masificación creciente de las ideologías, de los discursos y de las prácticas que había marcado, en todos los dominios de la economía, la política y la moral, el primer siglo XX , ha venido a suceder al contrario la exaltación de los particularismos y las diferencias. Lo que ahora cuadricula las sociedades no son tanto las clases englobantes, cuanto las categorías de edades y sexos, o las variantes étnicas y regionales. El movimiento femenino insiste en la diferencia de los sexos como motor de la historia. La juventud se piensa a sí misma como un grupo aparte y se da una singularidad vestimentaria y musical. El yo, psicoanalizado, autobiografiado (el “relato vivencial” es la vía real de la llamada historia “oral”) afirma su fuerza y su facundia. Los procesos de sectorización, de disociación, de diseminación, parecen hallarse por todas partes en plena actividad.
Estos complejos fenómenos provocan interrogantes que giran en torno de lo público y lo privado y sus relaciones, de lo colectivo y lo individual, de lo masculino y lo femenino, de lo espectacular y lo íntimo. Y no han dejado de provocar interpretaciones diversas y una abundante literatura, de la que aquí sólo tendremos en cuenta algunos títulos capitales. Mientras que Albert Hirschman pone en evidencia ciclos oscilantes entre fases en las que prevalecen los intereses públicos sobre los que no lo son y fases dominadas por la prosecución de objetivos privados, y articuladas en torno a sucesivas “decepciones”, otros autores prefieren ver, en la privatización de las costumbres y la individualización, tendencias de larga duración y de alcance fundamental.
Para Norbert Elias, la privatización es consustancial a la civilización. A través del escrutinio de los tratados de urbanidad desde la época de Erasmo, pone de relieve de qué modo la afinación de las sensibilidades que llamamos “pudor” lleva a ciertos actos —sonarse, defecar, hacer el amor—, realizados en otros tiempos en público sin ningún tipo de complejos, a refluir a la discreción de las sombras. Las maneras de comer, de lavarse, de amar —y por consiguiente de habitar— se modifican a medida que evoluciona una conciencia de sí que pasa por la intimidad de los cuerpos.
Louis Dumont sitúa en el desarrollo del individualismo lo que distingue al Occidente del holismo del mundo oriental (por ejemplo, la India), que subordina los intereses personales a los imperiosos fines de las sociedades. El Renacimiento marca el comienzo de este movimiento de fondo cuya carta magna es en cierto modo la Declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa. Pero se necesita mucho tiempo para que el individuo jurídico abstracto se convierta en una realidad. Nada menos que toda nuestra historia: la del siglo XIX .
Jürgen Habermas y Richard Sennett se sitúan en el tiempo corto de la modernidad, o sea, de las Luces, y tratan de comprender el equilibrio de las esferas pública y privada, realizado según ellos en el apogeo del liberalismo burgués, y su degradación contemporánea. Pero no acaban de coincidir en su interpretación. Los factores primordiales de la decadencia de las sociabilidades que deploraba también Philippe Ariès estarían, para el primero, en la creciente usurpación de los Estados, origen de exclusiones y desequilibrios, y para el segundo en el enclaustramiento en la familia nuclear, omnipresente y omnívora, dominada además por el poder femenino. Para Sennett, una intimidad que ha llegado a hacerse tiránica ha vencido la resistencia del hombre público, que se había desarrollado en las ciudades burguesas de los siglos XVIII y XIX y cuya expresión misma era el teatro.
El siglo XIX esbozaría así una edad de oro de lo privado, en la que se precisan las palabras y las cosas y se afinan las nociones. Entre sociedad civil, lo privado, lo íntimo y lo individual se dibujan círculos idealmente concéntricos y realmente encabestrados.
Este libro está consagrado a la historia de la construcción de este modelo. Se abre con el estrépito de la Revolución Francesa, cuyo sueño de transparencia roussoniana se estrella contra el escollo de las diferencias, experiencia capital y contradictoria sobre la que se apoya el siglo. Y se cierra con el inicio del siglo XX , aurora de una nueva modernidad que la guerra interrumpe trágicamente, precipitando, bloqueando o desviando una evolución a decir verdad nunca truncada por completo.