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Philippe Ariès - De la Europa feudal al Renacimiento

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Philippe Ariès De la Europa feudal al Renacimiento

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por Georges Duby

En la página 386 de su Montaillou acaba de hablar Emmanuel Le Roy Ladurie de las mujeres, de hacérnoslas ver, con el apoyo de las pruebas correspondientes, en pleno comadreo y sobre todo curiosas, el ojo pegado a las puertas, tratando de espiar lo que pasa en el interior de las casas para contárselo a las vecinas; y concluye con esta frase: “Habrá que aguardar, en nuestra época, al advenimiento de civilizaciones más burguesas, prendadas de la vida privada, para que disminuya semejante espionaje femenino, o se vea cuando menos un tanto contenido”. Esta frase plantea claramente la cuestión que este libro, si no pretende responder, confía al menos en poder delimitar mejor: ¿es legítimo —y quiero decir legítimo, y no sólo pertinente— hablar de la vida privada en la Edad Media, trasladar a un pasado tan lejano una noción, la de privacy, que, como sabemos, se formó en el curso del siglo XIX en el seno de la sociedad anglosajona, entonces en la vanguardia de la elaboración de una cultura “burguesa”? Ahora bien, si se sopesan bien todas las cosas, creo que se puede responder afirmativamente. De hecho, tampoco era más legítimo aplicar a la época feudal el concepto, por ejemplo, de lucha de clases. Sin embargo, semejante transposición se reveló de una indiscutible utilidad, ya que permitió no sólo calibrar hasta qué punto era necesario afinar el concepto en cuestión, sino también y sobre todo poner mejor en evidencia las relaciones de poderes en el seno de una sociedad muy antigua, en particular aquéllas de entre ellas que no tenían nada que ver con enfrentamientos entre clases sociales. Del mismo modo, no hemos vacilado en emplear el concepto, tan anacrónico si no más, de vida privada, y hemos intentado delimitar en la sociedad medieval una frontera entre lo que se tenía por privado y lo que no lo era, así como aislar un campo de sociabilidad correspondiente a lo que llamamos hoy día la vida privada.

Exploración pionera, muy tanteante, insegura, insisto en ello. Que el lector no espere encontrar aquí un cuadro acabado. Lo que va a leer, incompleto, plagado de interrogaciones, no es más que un bosquejo. Al exponer los resultados de unas aproximaciones todas ellas primerizas, este libro aspira sobre todo a incitar a la prosecución de las pesquisas y, precisamente para ello, jalona una tarea. Nos hemos basado en algunos sondeos, como los arqueólogos cuando comienzan a trabajar sobre el emplazamiento de una aldea abandonada en el siglo XIV después de la Gran Peste, y como ellos confiamos en tropezar en tal sitio con algo que satisfaga nuestro apetito, y en tal otro en quedarnos con las ganas. Porque los frutos de nuestra azarosa búsqueda dependen enteramente de la densidad de la calidad de los vestigios, de lo que nos manifiesten los documentos, todos los documentos, los textos en primer lugar, desde luego, las fuentes escritas, pero también los objetos, y además las imágenes esculpidas o pintadas que aspiraron a representar un cierto ámbito de vida. Y si se ha dispuesto la materia de la obra de una manera que tal vez pueda sorprender, ello se debe a que nuestra información sigue estando llena de lagunas y se halla además muy desigualmente repartida, en el espacio y a lo largo de los cinco siglos que nos hemos propuesto tomar en consideración.

Hemos partido del año mil, porque en los alrededores de esta fecha se produce en la evolución del material documental una flexión muy brusca, ya que éste empieza a volverse enseguida cada vez más abundante. Pero en el curso de nuestra ruta nos hemos detenido en otro umbral, también muy preciso, que se sitúa entre 1300 y 1350. Una vez traspuesta la mitad del siglo XIV, todo adquiere otros tintes. El cambio de iluminación es, por una parte, el efecto de algunas perturbaciones accidentales (la más dramática de las cuales fue, en 1348-1350, la vasta epidemia de peste negra) que provocaron en el plazo de algunos decenios una verdadera mutación de las formas de vida en el conjunto del mundo occidental. Semejante cambio tiene también que ver con el desplazamiento en Europa de los polos de desarrollo: situados con anterioridad en la mitad norte de Francia, se deslizan hacia el sur y el este para establecerse en Italia, accesoriamente en España y en la Alemania del norte. Sin que dejen de intervenir, y de manera cada vez más definitiva, ciertas modificaciones que, al afectar a las fuentes de su información, permiten al historiador ver con más claridad las realidades de lo que denominamos la vida privada. Un amplio paño del velo que las enmascaraba se desgarra durante la primera mitad del siglo XIV. ¿Por qué?

Ante todo, porque un movimiento profundo impulsaba entonces a los hombres a considerar con una atención cada vez mayor y con una lucidez creciente la naturaleza de las cosas materiales, debido a que en el reflujo de una actitud que había dominado la cultura europea imperante durante la alta Edad Media, el contemptus mundi, como decían los intelectuales, el desprecio del mundo, las apariencias dejaban poco a poco de parecer tan radicalmente condenables por el hecho de poder ser engañosas, y sobre todo inclinadas al mal. A causa de ello, el arte, el arte de figurar los aspectos de la vida mediante el volumen o el trazo, el arte de los pintores, el de los escultores, basculó, en torno al año 1300, hacia lo que llamamos el realismo. Se diría que se abrieron los ojos; el artista se aplicó en adelante a transcribir exactamente lo que veía, echando mano de todos los procedimientos de ilusión. La pintura, más capaz de ilusionismo, se adelantó entonces a todas las otras artes y se vio aparecer las primeras representaciones pictóricas de escenas íntimas. Hasta el punto de que, si hace suya la mirada del pintor, puede el historiador, a partir de 1350, penetrar en el interior de la casa, o lo que es lo mismo, del espacio privado, del mismo modo como algunos decenios antes penetraba en él la mirada de las mujeres curiosas de Montaillou. Por primera vez, puede el historiador adoptar la postura de un voyeur, observando lo que sucede en el seno de este universo cerrado, protegido de la indiscreción, en el que, por ejemplo, Van der Weyden ha situado a la Virgen de la Anunciación y al Ángel.

Y esto no es todo. Si se interroga sobre la historia de lo privado desde mediados del siglo XIV, el investigador puede igualmente meditar con utilidad sobre los vestigios del equipo material: son mucho menos escasos que en tiempos anteriores. La aportación de una arqueología de lo cotidiano medieval ilumina en efecto de manera esencial los dos últimos siglos de la Edad Media: las excavaciones se han llevado a cabo casi todas en emplazamientos abandonados; precisamente, el gran periodo de la deserción comienza justamente después de la peste negra. Por otra parte, y como indudable consecuencia de un alza del nivel de vida general, consecuencia a su vez de la despoblación, o sea, de la pandemia, los más antiguos, con alguna que otra excepción, de los elementos de arquitectura civil que todavía hoy quedan en su sitio en medio del paisaje, castillos, mansiones urbanas o viviendas campesinas datan del siglo XIV. Lo mismo se diga del mobiliario subsistente, o de lo que queda de los objetos de ornato. No hay más que observar las colecciones, la extraordinaria desproporción, por ejemplo, entre lo que data de antes y de después de 1300, desproporción que se agrava si de las referidas colecciones sólo nos detenemos en lo que concierne a la vida privada.

En fin, los textos, los documentos escritos comienzan a desvelar lo que, hasta este momento, no aparecía sino por azar, porque el realismo invade a su vez la literatura, porque Froissart dice más sobre lo cotidiano que Villehardouin, porque la novela no se pierde ya en las brumas del sueño y porque, en los depósitos de archivo, sobreviven, en una abundancia cada vez mayor a medida que se avanza hacia el final de la Edad Media, documentos más locuaces, más inquisitivos, y que permiten, como la nueva pintura, advertir lo que sucede en el interior de lo doméstico, atravesar las pantallas, introducirse, espiar. Documentos de Estado, ya que el Estado, más sólido, mejor armado, es ya capaz, en el siglo XIV, en el XV, de aspirar a controlarlo todo, a explotarlo todo a fondo y, por tanto, a informarse sobre lo que late también en las conciencias a fin de extorsionar mejor, de reprimir con mayor eficacia; el poder público investiga, exige declaraciones, rompe el secreto. También data de comienzos del siglo XIV el registro de Jacques Fournier, inquisidor y futuro papa, en el que Emmanuel Le Roy Ladurie ha encontrado todo lo que sabe del ámbito privado campesino, y que no es más que una parcela, escapada por azar a la usura del tiempo, de la masa de investigaciones que se llevaron a cabo a partir de aquella fecha. Bien es verdad que, por la época de Montaillou, precisamente porque se ha endurecido la lucha entre el poder institucional de control y explotación y las personas privadas, éstas resisten, levantando a fin de protegerse el “muro” de la vida privada, cuya estanqueidad continuamos nosotros defendiendo celosamente. No obstante, por encima de este muro, a partir del siglo XIV, las informaciones se van volviendo cada vez más abundantes, porque cada día se escribe más en términos privados, porque se acude más y más a los notarios para asuntos privados, y entonces se inician esas series de inventarios a raíz de la muerte de alguien que tantas cosas nos dicen sobre el particular, así como los contratos de matrimonio o los testamentos. Y al fin aparecen en los fondos de los archivos los escritos íntimos, las cartas, las memorias, los diarios de familia, todos ellos más ricos aún en información.

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