Prólogo a la presente edición
Cuando escribí la primera edición de este libro, formaba parte de lo que, en mi concepto original, habría sido una trilogía que constaría de los siguientes volúmenes: La destrucción de la democracia en España, La lucha por la democracia en España y El triunfo de la democracia en España. Este iba a ser el tercero. El primero, La destrucción de
Paradójicamente, mis esfuerzos por escribir la historia de la resistencia antifranquista me abrieron la posibilidad de adelantar este tercer tomo de la trilogía y, al mismo tiempo, demorar indefinidamente el proyecto del segundo. Esto ocurrió por varias razones entrelazadas, unas de índole intelectual y otras personales. Mis investigaciones sobre la izquierda durante el franquismo me habían llevado a conocer a muchos dirigentes de la oposición. Como consecuencia de aquellos contactos me vi, en el año 1975, ligado primero a los trabajos de la Junta Democrática y después, a partir de abril de 1976, cuando esta se había unido con la Plataforma de Convergencia Democrática, a los de la Coordinación Democrática. Mi papel fue muy marginal: yo actuaba de intérprete y enlace entre los políticos ingleses y los líderes de muchos grupos españoles que venían a Londres en busca de apoyo para el proceso de democratización en la península. Sin embargo, por muy secundaria que fuera mi participación, me proporcionó un puesto de observación privilegiado para cualquier joven historiador de la España contemporánea en unos momentos muy dramáticos. No era de extrañar que me alentase, como expliqué en el prólogo de la primera edición, a estudiar el proceso que se desarrollaba delante de mí.
Por supuesto, fue interesantísimo para un historiador estar en contacto con tantos personajes de la política española, como indicaba en el prólogo original, pero también, he de confesar, fue una experiencia personal estimulante. El grupo de españoles en Londres que aportaban su grano de arena a la lucha por la democracia en su país, Pepe Coll Comín, Nicolás Belmonte, Juan Antonio Masoliver, Eric Clavería, Nisa Torrents, Isabel Vázquez de Castro y Ángel García de Paredes, se convirtieron en amigos de verdad. A la vez, los momentos dramáticos se vieron aligerados por otros divertidos. No es este el lugar para contar anécdotas de la oposición antifranquista en el exilio, pero hay una que siempre me recuerda la dimensión humana de aquellos días. Como había que tener una cuenta bancaria para el funcionamiento del grupo, fuera para el alquiler de locales o para el alojamiento de personajes que venían del exterior, Nicolás Belmonte se dirigió a un banco londinense. Sin embargo, por no ser la Junta Democrática ni una empresa ni un partido político inscrito en Gran Bretaña, no había un concepto adecuado para el titular de la cuenta, hasta que al funcionario del banco se le ocurrió abrir la cuenta a nombre de un particular, Juanita Democrática. En adelante, Juanita, así rezaba el talonario colectivo, fue el nombre por el que se conoció aquel grupo de amigos.
Con todo, fue una experiencia humana, además de política y profesionalmente enriquecedora. Sin embargo, justo por los testimonios de excepción que me proporcionó, fue una experiencia que me hizo repensar la lucha antifranquista y el proceso de democratización en España. Creo sinceramente que antes había dado por supuesto que el restablecimiento de la democracia sería el triunfo final de la lucha antifranquista. Ya que la dictadura no fue derrotada y la democratización fue un proceso de negociación entre elementos de la oposición y otros procedentes del mismo régimen, tuve que reflexionar sobre la dificultad de trazar la continuidad entre las luchas de la inmediata posguerra y el triunfo eventual de la democracia en el periodo 1976-1982.
Decir esto no significa, ni
Franco quería mantener siempre supurante la división de la nación en vencedores y vencidos. A pesar de ello, la transición a la democracia se basó en una transacción entre varias Españas: la parte más progresista y moderada
Hay un argumento que todavía se esgrime con cierta frecuencia para evitar condenar la legalidad del franquismo. Según este, una condena tal puede minar la base legal de la democracia actual, ya que dos elementos cruciales de su fragua —la reforma política de 1976 y la monarquía que la encabezó— tenían una notable continuidad con el sistema franquista. De hecho, se puede contestar
La actitud de Franco frente al país era más o menos lo que habría sido de haber de su régimen no era más que una fachada construida al detalle para cubrir su dictadura personal.
El rey ya no necesita una legitimidad franquista de la que tan fácilmente se burlaba el mismo Franco. La monarquía de Juan Carlos I ha conseguido superar su pecado original: haber sido concebida por el general Franco con el propósito de dar continuidad a los principios fundamentales del Movimiento. Un estigma que en teoría podría haber impedido que la monarquía jamás fuera aceptable para los demócratas españoles fue borrado por el papel que desempeñó el rey en la transición a la democracia y en especial durante las crisis de golpismo entre 1977 y 1982, sobre todo durante el golpe de Tejero del 23 de febrero de 1981. En otras palabras, la monarquía borbónica superó una prueba de utilidad nacional precisamente por haber contribuido a impedir varios intentos de volver al franquismo. Esto, junto a un cuarto de siglo durante el cual ejerció la jefatura del Estado con dignidad y neutralidad, es uno de los pilares de la estabilidad y la durabilidad de la monarquía democrática.
Irónicamente, Franco había excluido la monarquía precisamente por varias razones, desde los resentimientos hacia Alfonso XIII hasta la razón fundamental: no se fiaba de que el heredero legítimo al trono, don Juan de Borbón, comulgase con los principios en los que se basaba su régimen. Franco proclamaba una España en monarquía, pero excluía a la familia real, se convirtió en regente vitalicio y se autoatribuyó el derecho de elegir su propio sucesor monárquico. Al elegir un Borbón, quiso neutralizar a los franquistas monárquicos, pero al saltar una generación, rompió la continuidad de la línea borbónica porque quiso establecer los cimientos de un nuevo tipo de monarquía, franquista, libre de constituciones y de las asociaciones democráticas de don Juan. Con su proyecto retorcido de reemplazar la legitimidad de los Borbones por una legitimidad franquista, Franco contribuía sin querer a la actual popularidad y estabilidad de la monarquía. Las reglas de su juego garantizaron que la única manera en que Juan Carlos pudiera restablecer la monarquía sería a base de probar su propia utilidad a la nación. Así ha sido, y ha creado una nueva «legitimidad de utilidad».