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Antonio Valdecantos - Teoría del súbdito

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Antonio Valdecantos Teoría del súbdito

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Antonio Valdecantos

Teoría del súbdito

Herder

Diseño de la cubierta: Caroline Moore

Edición digital: José Toribio Barba

© 2015, Antonio Valdecantos

© 2016, Herder Editorial, S.L., Barcelona

1.ª edición digital, 2016

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3765-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

Prólogo

Las ideas que nos hacemos de la política (incluso las forjadas por los más inteligentes y los más probos de entre nosotros) son casi siempre la consecuencia de alguna claudicación del entendimiento. Uno de los secretos mejor guardados del saber político, y del saber en general, es la inquietante noticia de que ninguna manera lúcida de mirar a los lazos de poder y dominio en que se enredan los humanos (o, tanto da, de imaginar o concebir vínculos que pudieran sustituir a los conocidos) produce una visión ordenada ni clara de aquello a lo que se dirige. En estas materias, la claridad y el orden no son hijas de las virtudes de la vista, sino de sus defectos. Las potestades y dominaciones humanas resultan infinitamente más confusas, y también más sórdidas y abismales, de lo que necesitan creer quienes viven de explicarlas ordenadamente, porque, en realidad, la materia a la que llamamos política apenas puede dotarse de forma, salvo en operaciones de asistencia intelectual a algún poder o de justificación de alguna servidumbre pasada, presente o futura, o en el sopor profesoral de quien tiene por oficio la disertación cansina sobre este género de cuestiones y la narración de su historia.

Quien teoriza sobre la política está condenado, salvo que se someta a una disciplina feroz, a dejarse seducir por cantos de sirena variadísimos que lo convencerán de la existencia (efectiva o posible) de cierta clase de orden propio de las cosas humanas, apto para componer una estampa abarcable por la vista y grata a los ojos, un cuadro cuyas figuras invitarán a una ecfrasis no siempre sencilla, pero sí tentadora para cierta clase de mentes, a menudo muy vigorosas. Descubrir el orden (pasado, presente o futuro) de la ciudad, mostrarlo en una exposición parejamente sistemática y proporcionar su justificación son tareas que el pensamiento occidental ha reservado, en efecto, a talentos muy escogidos. Que ese orden sea el de la comunidad de los mortales, el de una naturaleza física que lo refleje y se someta a él, o quizá el de alguna ciudad divina, son variedades que no afectan a lo esencial. Lo que importa en la visión correcta de la ciudad es que el orden de la descripción se acomode a la descripción del orden, y, por ello, quien vea con claridad los tronos y principados humanos y los empeños de quienes los derriban ya tendrá escrita la mitad de la ecfrasis que se le solicita: si la imagen que obtiene de la ciudad es adecuadamente ordenada, también lo será la descripción de su visión, lo cual implica que cada parte estará en su sitio y que el ajuste entre ellas tendrá el grado de perfección que en cada caso corresponda. De ordinario, quien maldice la ciudad que ve y la describe como un cuadro espantoso lo hace porque lo visto no se parece en nada a la clase de orden que las personas virtuosas (entre ellas, sin duda ninguna, él mismo) son capaces de concebir con su visión clarividente. La justeza o justicia de la ciudad ordenadamente descriptible puede ser utópica, pero también realista y hasta de perfiles cínicos. Desde luego, el orden no expresa siempre una perfección ejemplar, y, de hecho, las descripciones más apreciadas lo serán a menudo de órdenes imperfectos (que estimulan nobles anhelos reformadores) y de expresiones fieles de la menesterosidad y contingencia humana. La utopía tiene su sitio en todo catálogo ordenado de las descripciones posibles de la ciudad, aunque también lo tiene, con abundantes motivos, el realismo de clase media que aprecia, por encima de todo, lo menos malo de entre lo posible. También, sin duda ninguna, otras formas de realismo más ácidas, según las cuales la política reproducirá las leyes de la selva, de la mafia o de la bolsa, leyes quizá poco gratas, pero, desde luego, implacables y perfectamente conocidas por ciencias nada anárquicas ni desordenadas. Contrariamente a épocas oscurantistas y a sociedades poco abiertas, la modernidad tardía no recomienda una única visión del orden. De hecho, para ella, el orden mismo se manifiesta en la posibilidad de elegir entre varias concepciones y, sobre todo, en alternarlas según necesidades o deseos.

Para teorizar sobre la ciudad es necesaria una ascesis despiadada que castigue con toda clase de rigores caer en la tentación de la forma. La tarea del teórico consiste en llevar al extremo —un extremo muy poco presentable en sociedad— la visión de las cosas como algo informe y desquiciado, que invita a desviar los ojos hacia otra parte y a olvidarse de lo que llegó a ser visto. El teórico querría perseverar en la visión de lo deformado, si bien la mera insistencia en ella está impedida por la naturaleza (o falta de naturaleza) de lo visto, y así quien contemple la ausencia de forma no contemplará propiamente nada, porque ningún objeto se le ofrecerá con la consistencia de aquello que tiene un sitio asignado y que lo ocupa ciñéndose a él. La mirada de este teórico dará bandazos constantes de un lugar a otro, sin que en ninguno de ellos llegue a constituirse un objeto apropiable, y la descripción de lo visto habrá de ser errática e incompleta, aunque no se complacerá en los encantos del vértigo ni en la orgía de las sensaciones trepidantes, sino que dará cuenta del desorden con la amarga lealtad de quien sabe que su propio entendimiento comparte las taras de aquello que describe. La teoría añadirá rigor al que de por sí se encierra en la ausencia de forma, y lo hará con la cólera contenida de quien, repudiando lo que mira, está sujeto al imperativo categórico de describirlo. Mostrar con precisión la imposibilidad de cumplir debidamente con ese imperativo es la más elevada tarea que le cabe al teórico, y en ella pueden alcanzarse grados de exactitud sorprendentes y admirables. En agudizar al máximo esa clase de precisión, y con la mayor disciplina posible, estriba el oficio de la teoría, y también, desde luego, en describir la clase de desorden en que ella misma consiste. La teoría llevada al extremo es una extrema ironía que raramente será apreciada como virtud y que, de ordinario, resultará tan dañina para el teórico como para su entorno.

No somos ciudadanos ni lo seremos nunca. La noción de ciudadanía —tan querida y hasta venerada por la mayor parte de las ideologías y visiones del mundo disponibles— es un obstáculo para comprender la naturaleza de la política y, en particular, el aspecto que hoy presentan las relaciones de poder, dominación y sometimiento. Que, de hecho, no somos ciudadanos (salvo en las fórmulas de ciertos ritos, lo cual constituye todo un hecho y no debe despreciarse) y que la atribución habitual de ciudadanía es el baño de oro de una desabrida píldora constituyen, desde luego, verdades muy asentadas en cualquier cabeza no acomodada a la retórica oficial. Algo más difícil parece, sin embargo, negar que la ciudadanía tiene la forma de un proceso histórico y que, por mucha insatisfacción que haya de suscitar el estado presente de la cosa pública, pertenecemos a cierto curso temporal (iniciado antes o después, según versiones) que no podría entenderse sin un constitutivo impulso emancipador, tendente a sustituir (más pronto o más tarde, según autores) la condición del súbdito por la del ciudadano. Negar tal cosa implicaría tirar irresponsablemente por la borda, sin ofrecer nada a cambio, la mayor parte de las nociones con que (a izquierda y a derecha) se construye el tiempo histórico moderno y la ubicación que en él ocupa quien lo concibe. ¿O acaso podría aceptarse que la modernidad se sustrajera a ese singular campo magnético que recibe el nombre de «moral», bien como adjetivo, bien como sustantivo? ¿Qué quedaría del tiempo presente si no se lo supusiera imantado, con mayor o menor fuerza, por cierto impulso que, cubriendo de virtud a quien pronuncia esta palabra, se acostumbra a llamar «ético»? Pero incluso quienes nieguen —y no serán demasiados— que la modernidad apunta, por su propio concepto, a los consabidos ideales humanistas, y crean que es una época igual de sórdida o por lo menos tan ambivalente como cualquier otra, se reservarán la posibilidad (alguno dirá el derecho) de mantener la ciudadanía como un ideal irrenunciable, como una exigencia racional o como el horizonte al que miran todas las disposiciones y pasiones políticas decentes.

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