Antonio J. Mendez - Argo
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- Libro:Argo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
- Índice:4 / 5
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Argo: resumen, descripción y anotación
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SE HAN CAMBIADO ALGUNOS NOMBRES PARA PROTEGER LA PRIVACIDAD DE CIERTAS PERSONAS
Aquel sábado por la tarde, a última hora, estaba en mi estudio, pintando. Afuera, el sol empezaba a esconderse detrás de las colinas y proyectaba sombras alargadas y oscuras que cubrían el valle como una cortina. Me gustaba estar en penumbra en aquella habitación.
En la radio sonaba Come rain or come shine. A menudo, escuchaba música mientras trabajaba. Para mí, era casi tan importante como la luz. Había instalado un buen aparato estéreo y los sábados, si trabajaba hasta bien entrada la noche, solía sintonizar el Sábado de buen jazz, de Rob Bamberger, en la NPR.
Pintaba desde que era niño y, de hecho, me ganaba la vida como pintor y dibujante cuando la CIA me contrató en 1965. Aún hoy en día me considero más pintor que espía. Para mí, pintar siempre ha sido una manera de descargar la tensión que me produce mi trabajo en la Agencia. Aunque, de tanto en tanto, aparecía algún burócrata que hacía alguna «travesura» por la que me hubiera gustado estrangularlo, en cuanto llegaba a mi estudio y cogía el pincel aquella rabia contenida desaparecía.
El estudio estaba sobre el garaje, en una zona privilegiada, y se llegaba a él por una escalera empinada y en ángulo. Era una habitación muy grande con ventanas en tres de las paredes. El suelo era de tablas de madera de pino amarillentas dispuestas en diagonal y estaba cubierto de alfombras orientales. Había un gran sofá blanco y algunas antigüedades que mi esposa, Karen, había adquirido para su negocio de diseño de interiores. Era un lugar agradable y lo más importante: era mío. Para entrar necesitabas permiso, que, por otro lado, no solía negar nunca; aun así, mi familia y mis amigos sabían que cuando estaba inmerso en un proyecto debían andarse con ojo.
Construí el estudio igual que había construido la casa. En 1974, a la vuelta de un destino en el extranjero, Karen y yo decidimos que sería mejor educar a nuestros hijos lejos de la suciedad y el crimen de Washington D. C. Elegimos una extensión de tierra de unas dieciséis hectáreas en la ladera de la cordillera Azul y, después de limpiar una sección del bosque, pasé tres largos veranos construyendo la casa principal mientras mi familia y yo vivíamos en una cabaña de troncos que también había construido yo mismo. Aquella tierra había visto mucho; tenía mucha historia. El campo de batalla de Antietam estaba justo al otro lado de la carretera y, de vez en cuando, encontrábamos reliquias de la Guerra Civil —botones, balas, petos— bajo las hojas y los árboles caídos que rodeaban nuestra propiedad.
El cuadro en el que estaba trabajando aquella tarde me lo había inspirado un concepto que tenía que ver con mi trabajo: «Lluvia lobo». Tenía ese tono tristón, lóbrego y húmedo, y te sumergía en las profundidades de un paisaje boscoso como el que veía desde las ventanas del estudio en una noche de invierno. Producía cierto pesar que me resultaba inexplicable, pero que, al mismo tiempo, había sido capaz de reflejar.
Lluvia lobo es una de esas cosas que te suceden cuando eres pintor: cuadros que emergen de la nada. Quizá sea como esos personajes que se abren camino a través de las páginas de un libro para hacerse con la historia. Del lobo solo se reconocían los ojos —era como una imagen que flotaba en mitad de un bosque empapado por la lluvia— y en su mirada se percibía la angustia.
Si el cuadro iba bien, mi cabeza se ponía inmediatamente en «modo alfa», ese estado subjetivo y creativo de la parte derecha del cerebro, responsable de los grandes avances. Einstein dijo que ser un genio no quiere decir que seas más listo que los demás, sino que estás preparado para «recibir» la inspiración. Para mí, eso es la definición de «modo alfa». En cuanto empezaba a pintar, me olvidaba de todos los imbéciles que había en mi trabajo y obtenía momentos de claridad en los que se me ocurrían soluciones para los problemas que teníamos entre manos; estaba listo para obtenerlas.
Era el 19 de diciembre de 1979 y tenía muchas cosas en la cabeza. A principios de semana me habían dado un memorándum del Departamento de Estado con una noticia sorprendente: seis diplomáticos americanos habían escapado de la toma de la embajada estadounidense en Teherán por parte de una serie de militantes iraníes y se escondían en la residencia de Ken Taylor, el embajador canadiense, y en la de John Sheardown, su oficial de Inmigración más veterano. Parecía que, de momento, los seis estaban a salvo, pero no existía garantía alguna de que fuera a seguir siendo así en el futuro, puesto que, después de tomar la embajada, los militantes estaban peinando la ciudad en busca de estadounidenses. Aquellas seis personas ya llevaban dos meses escondidas; ¿cuánto más podrían aguantar?
Esta noticia me pilló por sorpresa porque llevaba un mes concentrado en el problema del asalto a la embajada y hasta entonces no habíamos sabido nada al respecto. El 4 de noviembre, un grupo de militantes iraníes había asaltado la embajada de los EE.UU. en Teherán y habían tomado como rehenes a sesenta y seis ciudadanos estadounidenses. Los militantes les acusaban de «espiar» y de intentar socavar la naciente Revolución Islamista del país; y todo ello con el apoyo del Gobierno iraní, liderado por el ayatolá Jomeini.
Por aquella época, trabajaba en la CIA y era uno de los jefes de la Oficina de Servicios Técnicos (OTS), donde me encargaba de las operaciones encubiertas que se llevaban a cabo en todo el mundo. Después de catorce años, había dirigido numerosas operaciones clandestinas en lugares remotos, para lo que había tenido que camuflar a agentes y a contactos, y había ayudado a rescatar a desertores y refugiados del otro lado del Telón de Acero.
Justo después del asalto, mi equipo y yo nos dedicamos a preparar los disfraces, los documentos falsos y las tapaderas que pudieran necesitar los integrantes de un equipo avanzado que intentase infiltrarse en Irán. Mientras estábamos en mitad de todos estos preparativos recibí el memorándum del Departamento de Estado.
Cuando empecé a aplicar el barniz al cuadro, el carácter de la obra cambió. De repente, los penetrantes ojos del lobo cobraron vida como si fueran dos orbes dorados. Me quedé boquiabierto, paralizado. Aquella imagen acababa de provocarme algo. Por lo visto, el Departamento de Estado quería mantenerse a la espera y ver cómo se desarrollaba el asunto de los seis estadounidenses refugiados, pero a mí no me parecía buena idea por lo problemático del asunto. Hacía poco había estado en Irán para llevar a cabo una operación encubierta y conocía de primera mano los peligros a los que se enfrentaban. Podían descubrirlos en cualquier momento. La ciudad estaba llena de ojos que observaban y buscaban. Si los seis estadounidenses tenían que escapar, ¿adónde iban a ir? Los millares de personas que gritaban consignas al otro lado de los muros de la embajada estadounidense en Teherán cada día lo dejaban claro: si los capturaban, los meterían en la cárcel y, quizá, incluso los fusilaran. Siempre le había dicho a la gente de mi equipo que hay dos tipos de extracciones: las que conllevan una persecución hostil y las que no. No podíamos permitirnos esperar a que los seis estadounidenses se vieran obligados a huir, porque, entonces, sería casi imposible sacarlos de allí.
Mi hijo Ian entró en el estudio.
—¿Qué haces? —preguntó mientras se acercaba al cuadro y lo escrutaba como solo lo haría el hijo de diecisiete años del pintor—. Me gusta —dijo mientras se retiraba dos pasos para obtener una perspectiva mejor—, pero necesita más azul.
Los ojos del lobo apenas le habían llamado la atención.
—Venga, lárgate. Bajaré a cenar en cosa de treinta minutos; díselo a tu madre, ¿vale?
En la radio, Ella empezó a interpretar una versión antigua de Just one of those things, y empecé a limpiar los pinceles con aguarrás y a tapar los tarros de pintura. Mi paleta era un pedazo de madera en forma oval y un agujero para meter el pulgar; estaba llena de brillantes estalactitas multicolores que habían ido creciendo a lo largo de los años. Aunque era muy pesada, contenía pintura de todos los cuadros que había pintado en aquel estudio.
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