Introducción
María Zambrano: lectora de Pérez Galdós
Después de algunos años marcados por una intensa actividad social y política, en los finales de la Dictadura de Primo de Rivera y el año de proclamación de la República, en cuya campaña María Zambrano participó dando abundantes mítines y como miembro de una «candidatura del pueblo» para las Cortes Constituyentes, de la que se retiró en el último momento, fue orientándose más decididamente hacia la reflexión. No fue un giro brusco, pues ya anteriormente había colaborado con otros profesores en las actividades de la Universidad Libre y en los años siguientes a la proclamación de la República mantuvo su compromiso, pero sí visible. Sus palabras en Delirio y destino expresarán, tiempo después, con justeza su posición: «Había que reconstruir la nación, recrearla. Y era ese el proceso creador que tenía lugar: la República era el vehículo, el régimen; la realidad era la Nación; la realidad se estaba recreando» (OC, VI, 696-697).
Mucho debió pesarle la experiencia en las Misiones Pedagógicas y su contacto con la España rural –el pueblo–, así como la proximidad a los debates que discípulos de su padre entablaron, por esos mismos años, sobre la cultura de aldea; también su experiencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central como profesora de clases prácticas en la cátedra de Historia de la Filosofía. Debió conocer entonces a José Fernández Montesinos, relevante filólogo, estudioso del 27 y, posteriormente, de Pérez Galdós, quien explicaba con José Gaos «Introducción a la Filosofía», estableciendo una pionera relación entre la Filosofía y la Literatura. No menos importante fue la decepción sufrida tras la firma de «Un movimiento político de juventud. Frente español» (diario Luz, 7 de marzo de 1932), que le hizo perder la ingenuidad sobre la supuesta unidad que las palabras han de mantener con la realidad, cuando descubrió que no todos las utilizaban en el mismo sentido. Finalmente, comprobó la escisión existente entre las élites y el pueblo, cuya fractura percibió ya de manera cruda.
Estas experiencias la condujeron a una revisión profunda de la razón moderna, tal como la había aprendido principalmente de José Ortega y Gasset, así como a la necesidad de incorporar materiales y nombres provenientes de otras formas de expresión como el arte, la literatura en concreto, con objeto de corregir sus reduccionismos. Y de tener en cuenta a protagonistas sociales que no provinieran de las élites intelectuales, sino que fueran creadores, principalmente poetas de su generación. Benito Pérez Galdós, un escritor de la generación de 1868, vino a formar parte fundamental de esta nueva mirada. Si se quería conseguir el objetivo por el cual la República había producido tanto entusiasmo era preciso corregir el rumbo. Cuando escriba en «Castilla a solas consigo misma» (Segovia Republicana, 29 de julio de 1931) «son esos hombres hambrientos y desesperanzados, es el destino de España –de España íntegra– que intenta por segunda vez cuajarse en la historia», algo había cambiado sustancialmente en su mente.
La guerra acentuó la necesidad de un diagnóstico en profundidad y de una propuesta radical para superar el enfrentamiento, el remedio que corrigiera la discordia. Las publicaciones del periodo que pasó en Chile, desde finales de 1936 y hasta casi la mitad de 1937, son las cartas credenciales de ese cambio. La lúcida crítica de las causas del fascismo y la edición, con su marido, del homenaje a España de los poetas chilenos con Federico García Lorca como lema, al que siguió la Antología del propio Lorca (Editorial Panorama, 1937), dan fe de que la nueva línea estaba marcada. Como ha estudiado Vicente Granados, Federico García Lorca había hecho un encendido elogio de Benito Pérez Galdós en el Ateneo de Barcelona (1935), «aquel gran maestro del pueblo a quien yo vi de niño», poco antes de estrenar Doña Rosita la soltera, cuya obra, ha dicho Roberto G. Sánchez, tiene ecos «de la Benina de Misericordia» (p. 60). Otros escritores del 27 como Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre escribirían más adelante sobre el propio escritor canario y pudiera ser que María Zambrano los leyera para sus posteriores revisiones. Mas, sin duda, la influencia determinante debió llegarle a través de Rodrigo Soriano Berroeta-Aldamar (1868-1944), periodista y escritor republicano, embajador en Chile, a quien con seguridad su marido Alfonso Rodríguez Aldave debió el nombramiento en la embajada del país americano. Recordará María Zambrano, en su reflexión sobre Tristana, lo bien que este republicano conocía al escritor canario. Varios estudios lo corroboran, entre ellos el firmado por Alfonso Armas, «Aspectos biográficos de Galdós: Gente Nueva». Tras recordar que se conservan unas sesenta cartas entre Soriano y Galdós, señala que fue «un amigo próximo a Galdós, y con toda seguridad, el pertenecer los dos al partido republicano fue uno de los factores para sostener una continuada correspondencia que abarca bastantes años» (p. 293).
Su reflexión madura en diversos textos: de septiembre de 1937 es «La reforma del entendimiento español» (Hora de España); de octubre «El nuevo realismo» (Nueva Cultura) y de septiembre de 1938 «Misericordia» (Hora de España). Culminarán, como bien señala María Luisa Mallard en su presentación de La España de Galdós en las Obras Completas, con Pensamiento y poesía en la vida española, publicado ya en México.
Las influencias indicadas y su propia exigencia condujeron a María Zambrano a leer buena parte de la extensa obra de Benito Pérez, buscando respuestas a sus inquietudes. La presencia del escritor canario ya no la abandonó. Queden como muestra «Un don del océano: Benito Pérez Galdós» (1986), recogido en su día por Mercedes G. Blesa en Las palabras del regreso (2009), y «Galdós en Madrid» (1988), «Prólogo» al catálogo de la exposición «Madrid en Galdós, Galdós en Madrid» que recogió Rogelio Blanco para la edición de Endymion (1989).
Encontró pronto respuestas: que la novela es el género central para entender las complejas relaciones que se establecen entre la vida personal y la historia nacional, de un lado, y entre la realidad y la vida, de otro; que Galdós era clave como «enumerador de la España sub-histórica» y que solo en ese nivel profundo se aciertan a ver las discontinuidades que han cercenado lo mejor que se originó en los momentos privilegiados; que la novela es la única escritura capaz de desenmascarar la novelería, es decir, la falsa realidad; que las novelas de Galdós, al igual que los «heterodoxos» de Menéndez Pelayo, nos muestran a «personajes» expulsados de la sociedad pero dotados de energías que deben ser imperiosamente recuperadas; finalmente, que la misericordia, liberada de la beneficencia burocrática, era la virtud civil que España necesitaba en aquellos terribles momentos. Misericordia (1897), escrita tras Ángel Guerra (1890) y Nazarín-Halma (1895), era una obra de madurez para tiempos difíciles como parte de un proyecto que buscaba la recuperación de valores propios de la tradición del humanismo cristiano, eliminando cualquier vestigio de dogmatismo, tan positivo aquel como negativo este en la historia de España. «Si se pudiera rescatar a esos heterodoxos», exclamará en