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Eloy M. Cebrián - Bucéfalo, memorias del caballo de Alejandro

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Eloy M. Cebrián Bucéfalo, memorias del caballo de Alejandro
  • Libro:
    Bucéfalo, memorias del caballo de Alejandro
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    2013
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Bucéfalo, memorias del caballo de Alejandro: resumen, descripción y anotación

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BUCÉFALO

Memorias del caballo de Alejandro

Eloy M Cebrián Año 326 antes de Cristo Bucéfalo el legendario - photo 1

Eloy M. Cebrián


Año 326 antes de Cristo. Bucéfalo, el legendario caballo del rey Alejandro de Macedonia, agoniza por una herida de combate. Consciente de que su fin se acerca, el animal se resigna a morir a un mundo de distancia de la tierra que lo vio nacer. Pero antes de dispone a evocar la aventura de su vida, un viaje fascinante que lo ha conducido desde las tierras de Grecia a Jonia, desde Egipto a Mesopotamia y Persia. Y más allá, mucho más allá, hasta las misteriosas estepas del Asia central y la fabulosa India, donde una flecha enemiga lo aguardaba impaciente.

Estas páginas constituyen una invitación a recorrer a lomos de Bucéfalo algunas de las páginas más vibrantes de la Historia, una crónica de primera mano del que habría de convertirse en el más glorioso de los reyes y el más invencible de los generales, aquel que sería honrado por la posteridad con el sobrenombre de «El Grande».

Batallas, aventuras, prodigios, valor, lealtad, ambición, muerte o victoria. Y todo un mundo que conquistar. El precio exigido es enorme, pero también lo es la recompensa: fama perdurable, gloria inmortal.


Para Miguel Cebrián,

viajero del tiempo.


ÍNDICE


Parte I

EL REINADO DE FILIPO

Era ya un caballo de unos treinta años agotado por haber sufrido antes muchas - photo 2

Era ya un caballo de unos treinta años, agotado por haber sufrido antes muchas penalidades y peligros que había compartido con Alejandro; fue éste su único jinete, ya que no toleró sobre sí a ninguna otra persona; caballo grande de tamaño y de ánimo esforzado. Estaba marcado con una cabeza de buey, de donde su nombre Bucéfalo, aunque otros dicen que tenía una señal en su cabeza (siendo todo el resto de su cuerpo negro), exactamente igual a la cabeza de un buey.

Arriano, Anábasis de Alejandro Magno

(Trad. de Antonio Guzmán Guerra)


Capítulo I Juegos en Olimpia Mi nombre es Bucéfalo y me estoy muriendo La - photo 3


Capítulo I

Juegos en Olimpia

Mi nombre es Bucéfalo y me estoy muriendo. La vida me abandona a través de esta herida que una flecha enemiga me abrió en mitad del pecho. Apenas distingo las cosas que me rodean, y el mundo parece envuelto en niebla y sombras. Mi señor ha enviado a sus criados para que cuiden de mí. Noto que me acarician, que limpian mi herida y que depositan heno fresco junto a mi extenuada cabeza, tal vez con la esperanza de que el olor del alimento me reanime. Ayer vino a visitarme Filipo de Acarnania, el cirujano más afamado de todo el ejército. Tras examinar mi herida, el hombre se limitó a encogerse de hombros y a prescribirme la muerte dulce y rápida del cuchillo. Alejandro estuvo a punto de ordenar que lo colgaran. Él me conoce bien. Sabe que somos iguales, que lucharé hasta el final y que, cuando llegue el momento, me iré con el orgullo de haber librado una hermosa batalla.

«¿Por qué tantas atenciones con un viejo caballo moribundo?», os estaréis preguntando. Soy viejo, os lo concedo, mucho más viejo que ningún caballo que haya conocido y, para mi desgracia, es un hecho que me estoy muriendo. Pero ni por un instante penséis en mí como en un caballo vulgar. Pocos son los hombres que han alcanzado más gloria y más fama que yo. Y poseo además un tesoro que muchos envidiarían: mis recuerdos, una larga vida de recuerdos. No quieran los dioses, si de verdad existen, que todas estas vivencias se pierdan conmigo, que la muerte y el tiempo las borren sin dejar rastro. Querría hablaros de Filipo, el rey más glorioso que han visto los siglos, si no fuera por otro que vino tras él, de la bella y cruel Olimpia, del noble Parmenión, de Aristóteles, el sabio, del hermoso Hefestión, del taimado Demóstenes, del fiel Antípatro, de Tolomeo, de Crátero, Seleuco, Clito y todos los demás. Acompañadme, si os place, hasta los campos de batalla de Queronea y del Gránico, de Iso, de Gaugamela. Cabalgad conmigo hacia Jonia y Egipto, y más lejos, mucho más lejos, hasta Persia y la fabulosa India, donde una flecha enemiga me aguardaba pacientemente.

Y, por supuesto, os quiero hablar también de Alejandro, sobre todo de Alejandro.

Pero muchos son los recuerdos y escaso el tiempo que me resta. Así pues, escuchad mi historia mientras aún me queden fuerzas para narrarla.

No siempre he sido famoso. De hecho, hasta que mi camino y el de Alejandro se cruzaron, yo era un caballo más, uno de los muchos que viven en mi tierra, hoy tan lejana. Reconzco que me devora la nostalgia. Y si alguna vez habéis viajado a la Hélade podréis imaginar por qué. Aquella es una tierra hermosa, cubierta casi totalmente de montañas y bosques; pero también es un país agreste y duro, donde a duras penas se puede encontrar un pedazo de tierra apto para hincar el arado. En cuanto a sus habitantes humanos, he de decir que son una de las razas más notables que pueblan el mundo, y os hablo con la seguridad de quien lo ha visto casi todo. En ningún sitio encontraréis artesanos más hábiles ni artistas de mayor talento: el barro, la piedra y el bronce adquieren vida bajo sus manos; sus ciudades están sembradas de templos que poco tienen que envidiar a las residencias de los dioses. ¿Y qué decir de sus poetas, salvo que nadie ha sabido celebrar como ellos la belleza del mundo y las hazañas de los antiguos héroes?

Sabed también que la curiosidad de sus filósofos no conoce límites: los cielos, la tierra, la naturaleza, el hombre, la esencia misma de las cosas son asuntos familiares para ellos. Buenos ejemplos de ello hallaréis en esta historia.

«La tierra separa, mientras que el mar une», reza una conocida sentencia. Podéis nombrar cualquier costa del mundo conocido y os aseguro que allí encontraréis a un navegante heleno: mercaderes, viajeros, soldados de fortuna, colonos en busca de tierras más fértiles... Los extranjeros bromean a veces: «Condenados helenos, parece que crezcan debajo de las piedras». Y no les falta razón. Tanto si navegáis hacia oriente como hacia occidente, os toparéis sin duda con una ciudad helena. Por bárbara y distante que sea la costa, siempre arribaréis a «una Hélade más allá del Mar».

Un pueblo afortunado, os diréis. Cierto, salvo por un pequeño detalle. Habéis de saber que, de entre todas las artes, hay una que en mi patria se cultiva con especial devoción: el llamado «arte de la guerra». No os asombréis, pues, si os digo que la historia de la Hélade es en buena medida la historia de sus guerras: guerras de aniquilamiento mutuo, guerras con sus vecinos, guerras contra potencias lejanas, guerras contra todo aquel que se ha puesto a su alcance. Tenemos la guerra en la sangre, como una de esas enfermedades que se transmiten de padres a hijos. No acierto a explicármelo de otro modo.

Permitidme un alto en el camino para ilustrar todo esto con un ejemplo. Al sur de la Hélade existe una península que llaman del Peloponeso. Allí se encuentra Esparta, la ciudad de los lacedemonios, seguramente el peor sitio del mundo para nacer. Todo recién nacido es examinado de pies a cabeza a fin de comprobar si tiene algún defecto que lo incapacite para la guerra. Si es así, se le abandona en las laderas del monte Taigeto, donde el hambre, el frío o las alimañas pronto acaban con él. Los niños sanos son devueltos a sus madres, pero sólo hasta que cumplen siete años. A esa edad los sacan de sus hogares y los llevan a vivir a un cuartel, donde permanecen hasta que son adultos y sufren las mayores penurias y privaciones que podáis imaginar. Y ni por asomo penséis que sus madres se rebelan. Como todas las mujeres helenas, las espartanas se limitan a callar y obedecer. Y no sólo eso, sino que además se sienten orgullosas de que sus hijos sacrifiquen su vida de un modo tan absurdo. Se cuenta que una madre espartana despidió a su hijo, que partía hacia la guerra, con estas palabras: «Vuelve con tu escudo o sobre tu escudo». Al parecer, la buena mujer ni siquiera concebía una tercera posibilidad.

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