Eloy Fernández Porta - En la confidencia
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- Libro:En la confidencia
- Autor:
- Editor:Anagrama
- Genre:
- Año:2018
- Ciudad:Barcelona
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En la confidencia: resumen, descripción y anotación
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Índice
Pon en tus ojos un brillo de astucia. Arquea la ceja. Baja la voz. Adopta un aire misterioso sin solemnidad, sagaz sin academia, cómplice sin culpa. La comisura de tus labios dice más que tus palabras; dejas que se extienda, esbozando una mueca muy pequeña, así, intrigante y salaz. Tu espalda está curvada por el trabajo; la inclinas, más cerca, como si tu cuerpo fuese la pared de un cuarto prohibido. Los magos saben usar las manos; los apuntadores, el índice: sé teatral y brujo al musitar. Sexo, nervio y latido: tienes el pálpito de la noticia, el nervio de la urgencia, la sensualidad del revelar. Tu tensión sube dos grados. Has medido una pausa. Ahora sí: el cuerpo de tu oficio ha desaparecido. Vuelves a ser tú.
Soy todo oídos.
Granito del Nuevo Mundo
«Está tan asustada...» Un hombre mayor, en un rectángulo de granito, sentado junto a mí en un garaje descubierto. Hemos coincidido aquí al salir de la sandwichería Subway, uno con una lata de Budweiser, el otro con un vaso de plástico lleno de espresso ardiente. Luce un sol de finales de agosto a segunda hora de la mañana. Vestido con un traje ocre, acaba de empezar a explicarme, con el tono apresurado y elocuente de los diagnósticos, el tratamiento al que está sometida su mujer. Desde que ha empezado a hablar, hace un momento, atribulado, saludando apenas, una palabra no dicha se ha instalado en la mañana y, como el narrador de «Los muertos», «busco algunas palabras que pudieran consolarlo y solo encuentro las más cojas y las más inútiles». Son las primeras que pronuncio en este pueblo de Carolina del Norte, al que llegué la noche anterior, tras un vuelo de doce horas. Las primeras articuladas desde que, hace diez minutos, de puro nervio, me he tirado el café sobre los pantalones blancos, he proferido una exclamación en un idioma que no es el mío, he tenido que volver a subir a la habitación para cambiarme. El Subway hace las veces de cafetería del motel donde me alojo, la maleta en el suelo, el pantalón en la cama, en la mesilla el billete de Iberia.
No hace ni cinco minutos que nos hemos conocido, no hemos intercambiado nombres. Enfrascado en su monólogo, a un paso de la desesperación, me mira poco. Pero cuando lo hace, me busca el blanco de los ojos. Mientras le escucho enumerar medicamentos, clínicas y galenos siento su urgencia de compartirlo con un pasavolante, no con un amigo. Un oído extranjero. Mi primer diálogo en Estados Unidos me altera, me turba, corta en seco el estupor de mi jet lag y lo convierte en ansiedad compartida. «Tan asustada...» El terror de otro, del Otro, mi terror. Me enorgullece. A medida que va ralentizando su discurso, evocando, sin convicción, algún caso de curación milagrosa, entre suspiros, creo notar, en su desesperar atenuado, un remoto alivio pasajero. Y al final, antes de volverse al motel, la mano tendida, el gesto universal del agradecido. Yo lo estoy más. En un lugar donde aún no existo, ni casa tengo, me requieren, alguien pone en mis manos una responsabilidad. Sirvo.
Un cuento de la mitología egipcia explica que, durante uno de sus paseos, Ra, el dios Sol, fue mordido en el pie por una serpiente. Al sentir la mordedura Ra profirió un alarido, que resonó en todos los confines del orbe. Su grito contenía más perplejidad que dolor, más horror que dolor. Ra era el creador del universo, el arquitecto de los horizontes; ninguna criatura terrena podía dañarle. Pero ese animal no podía ser parte de su creación. Los doctores que examinaron su herida eran concluyentes: para aquel veneno no había cura conocida. Prosperaba la gangrena, la fiebre subía panteón arriba; convaleciente en su lecho, Ra fue visitado por Isis, la diosa maga. Tras examinar al enfermo Isis dictaminó que solo un ungüento sobrenatural podía salvarlo. Preparar el antídoto entrañaba una dificultad añadida: la maga necesitaba conocer el nombre secreto del dios, el único de sus nombres que no había sido nunca pronunciado. Ra se resistió. En esa palabra estaba su sola debilidad. Revelarla pondría en peligro su supremacía. Durante unas horas Ra apretó los labios, aguijado de dolor. Pero cuando vio cercano su fin hizo salir del cuarto a todas las divinidades excepto a Isis, a quien reveló el nombre. Con él la maga preparó un antídoto. Sabía cómo hacerlo; usó el mismo procedimiento con que, esa mañana, había fabricado a la serpiente, azuzándola luego contra el creador. Este sanaba despacio, con leves alivios y fiebres vencidas, pero su aspecto era avejentado y yermo. Ahora Isis tenía el nombre. Cuando su hijo Horus llegara a la mayoría de edad, se lo confiaría. Y él se alzaría sobre todos los dioses para dominar el universo.
Secreto y supremacía. La mitología suele ofrecernos lecciones sociales. Las pasamos por alto: con frecuencia suponemos que los relatos míticos requieren una lectura mítica, de enigma y esencia, y que solo en segunda instancia se refieren a la vida pública. El mito suscita una disposición de ánimo mitológica, por la cual las narraciones se entienden como misterios o intentos de recubrir, con enigmas, lo inexplicado. Pero el cuento de Isis es más social que mitológico. Desde una perspectiva mitocrítica el Nombre de Ra es lo sagrado: un sobre lacrado por los dioses. En cambio, la historia del nombre robado nos dice que no hay Secreto en cuanto tal, no hay nada superior a la capacidad humana para la pesquisa y la insidia. El secreto solo existe en el instante de su confesión. Sucede en el lenguaje, y no antes, porque no hay ninguna realidad prelingüística. Ese instante, con su aura legendaria, tiene su contexto y su protocolo, articulado en torno a un vínculo entre un emisor y un receptor, que, al compartir el secreto, lo ponen a circular. Antes de ser expresado, no había secreto; en el momento en que cobra forma se convierte en confidencia.
La economía de la confidencia afirma la preeminencia del habla sobre el texto, del movimiento sobre la Ley, del anonimato sobre la firma, del cambio sobre el estatismo. El nombre de Ra tenía valor en el silencio, pero lo perdió al difundirse. El discurso confidencial siempre trae consigo una retahíla de nombres, que niega la resonancia de aquella palabra única y la disuelve en esa gran devaluación a la que llamamos Sociedad.
El arte de devaluar. Antes de ser pronunciado, el nombre secreto de Ra tenía un valor incalculable, inimaginable. Para intentar imaginarlo sería preciso calcular el valor total del universo y, a continuación, restarle un factor, una incógnita. Si el Secreto es Tesoro –abundancia sin cuento, contravalor, exceso– al ser divulgado se convierte en capital. El paso del Secreto puro al secreto compartido, en la escena confidencial, pone en funcionamiento la economía. El primer gesto económico es la devaluación, que se da en el acto de habla: el Secreto se hace secreto en el discurso confesional entendido como quiebra del valor. El secreto confesado ya no tiene un valor absoluto; ahora su valor es orientado y pide un uso específico. El cálculo utilitarista de Isis, que implica a su descendencia y, con ella, al destino del universo, se contrapone al absolutismo de Ra. Bajo el yugo de Ra no había mercadeo posible, porque para un dios omnipotente el único objeto de intercambio es el mundo. Y este no tiene equivalente y no puede ser intercambiado.
Quienes comparten una confidencia son cómplices en el arte de devaluar. Cuantos más la conocen menor es su valor de cambio, pero quienes la transfieren también se devalúan en el sentido moral (por haber vulnerado la privacidad), en el político (los confidentes son intrigantes), en el filosófico (la confidencia no es un saber) y en el lingüístico: el discurso confidente es cuchicheo, bisbís apresurado, hablilla y malhablar. Devaluación del género, también: el imaginario sexista suele atribuir al habla confesional rasgos
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