PRÓLOGO
Este volumen contiene una colección de textos míos escritos entre 1976 y 1992. Comprende desde bocetos autobiográficos hasta tentativas de explicar a través de la filosofía de la ciencia el interés que siento por la ciencia y el universo. El libro concluye con la reproducción de una entrevista que me hicieron para el programa de radio Discos de la Isla Desierta. En este programa, institución típicamente británica, solicitan al invitado que se imagine arrojado a una isla desierta y obligado a elegir ocho discos que escuchará hasta su rescate. Por fortuna, no tuve que esperar demasiado para volver a la civilización.
Como estos trabajos fueron redactados durante un periodo de dieciséis años, reflejan el estado de mis conocimientos en cada momento (confío en que hayan aumentado a lo largo del tiempo). Indico por eso la fecha y ocasión en que los escribí. Cada uno fue desarrollado aisladamente: es inevitable, pues, que haya cierto número de repeticiones. He tratado de eliminarlas, pero subsisten algunas.
Varios de estos textos fueron concebidos para ser leídos en público. Mi expresión era tan deficiente que en conferencias y seminarios recurría a la ayuda de otra persona, por lo general, uno de los estudiantes que investigaban conmigo y que era capaz de entenderme, o que leía un texto redactado por mí, pues en 1985 sufrí una operación que me privó por completo de la voz. Por un tiempo carecí de todo medio de comunicación; luego me equiparon con un sistema informático y un excelente sintetizador de la voz. Para mi gran sorpresa, descubrí entonces que podía tener éxito como orador ante grandes audiencias. Disfruto con mis explicaciones científicas y dando respuesta a las preguntas que me formulan. Estoy seguro de que aun me queda mucho que aprender, pero creo que hago progresos. El lector juzgara por sí mismo a lo largo de estas páginas.
No estoy de acuerdo con la idea de que el universo constituye un misterio que cabe intuir pero que jamás llegaremos a analizar o a comprender plenamente. Considero que esa opinión no hace justicia a la revolución científica iniciada hace casi cuatro siglos por Galileo y desarrollada por Newton. Ellos demostraron que algunas áreas del universo no se comportaban de manera arbitraria sino que se hallaban gobernadas por leyes matemáticas precisas. Desde entonces y a lo largo de los años hemos ampliado la obra de Galileo y de Newton a casi todas las áreas del universo y ahora tenemos leyes matemáticas que gobiernan todo lo que experimentamos normalmente. Prueba de nuestro éxito es que disponemos de millones de dólares para construir máquinas gigantescas que aceleran partículas que alcanzan una energía tal que aun ignoramos lo que sucederá cuando estas choquen. Esas velocísimas partículas no existen en las situaciones terrestres normales por lo que, en consecuencia, podría parecer meramente académico e innecesario invertir tanto dinero en su estudio. Pero tuvieron que existir en el universo primitivo y, por tanto, hemos de averiguar lo que sucede con tales energías si queremos comprender como comenzamos nosotros y el universo.
Todavía es mucho lo que no sabemos o entendemos acerca del universo; mas el gran progreso logrado, sobre todo en los últimos cien años, debe estimular nos a creer que no se halla fuera de nuestro alcance un entendimiento pleno. Quizá no estemos condenados a avanzar siempre a tientas en la oscuridad. Puede que lleguemos a contar con una teoría completa y, en ese caso, seríamos desde luego dueños del universo.
Los artículos científicos de este volumen fueron escritos conforme a la idea de que el universo se halla gobernado por un orden que ahora podemos percibir parcialmente y que quizá comprenderemos por entero en un futuro no demasiado lejano. Tal vez esta esperanza sea simplemente un espejismo, y que no exista una teoría definitiva o que, de haberle, no seamos capaces de descubrir la. Pero pugnar por conseguir la es, con seguridad, mejor que desesperar de la capacidad de la mente humana.
STEPHEN HAWKING
31 de marzo de 1993
NIÑEZ
Este artículo y el siguiente están basados en una charla que pronuncié en septiembre de 1987, en la reunión de la Internacional Motor Neurone Disease Society, en Zurich, así como en textos redactados en agosto de 1991.
Nací el 8 de enero de 1942, exactamente trescientos años después de la muerte de Galileo. Calculo que aquel día vinieron al mundo doscientos mil bebes más. Ignore si alguno de ellos se interesó luego por la astronomía. Nací en Oxford, aunque mis padres vivían en Londres, porque durante la Segunda Guerra Mundial, Oxford resultaba un lugar conveniente para nacer: los alemanes habían accedido a no bombardear Oxford ni Cambridge a cambio de que los británicos no bombardeasen Heidelberg ni Gotinga. Es una lástima que este tipo de acuerdo civilizado no se haya extendido a otras ciudades.
Mi padre procedía de Yorkshire. Su abuelo, mi bisabuelo, un rico hacendado, adquirió demasiadas granjas y quebró durante la depresión agrícola de comienzos de siglo. Eso dejó en mala situación a los padres de mi progenitor, pero de cualquier modo consiguieron enviarle a Oxford, donde estudio medicina. Luego se dedico a la investigación de enfermedades tropicales. En 1935 partió para África oriental. Cuando empezó la guerra cruzó toda África por tierra para alcanzar un barco que lo regreso a Inglaterra. Se presentó voluntario para el servicio militar, pero le dijeron que resultaría más valioso en la investigación médica.
Mi madre nació en Glasgow, Escocia. Fue la segunda de siete hermanos, hijos de un médico de cabecera. La familia se trasladó al sur, a Devon, cuando ella tenía doce años y, aunque tampoco andaban sobrados de dinero, como la familia de mi padre, consiguieron enviarla a Oxford. Desempeñó varios empleos, incluyendo el de inspectora de hacienda, que no le gustaba. Renunció para hacer se secretaria. Entonces conoció a mi padre, en los primeros años de la guerra.
Vivíamos en Highgate, en el norte de Londres. Mi hermana Mary nació dieciocho meses después que yo. Me dijeron que no me entusiasmo su llegada. A lo largo de nuestra niñez existió entre nosotros una tensión, alimentada por la escasa diferencia de edad, que desapareció ya de adultos, cuando seguimos caminos diversos. Estudió medicina, lo que complació a mi padre. Mi hermana pequeña, Philippa, nació cuando yo tenía casi cinco años y podía entender lo que sucedía. Soy capaz de recordar como esperaba su nacimiento para que fuéramos tres a la hora de jugar. Fue una niña muy vehemente y perceptiva. Siempre respeté su criterio y sus opiniones. Mi hermano Edward llego mucho más tarde, cuando yo había cumplido los catorce años, así que no formó parte de mi niñez. Fue un niño diferente de nosotros tres, más bien difícil, pero caía muy bien a todo el mundo. No mostró inclinación por los estudios o lo que fuese intelectual. Aquello probablemente nos benefició.
Mi primer recuerdo es verme en la guardería de Byron House, en Highgate, llorando como un descosido. En torno a mí había niños con juguetes que me parecían maravillosos. Hubiera querido jugar con ellos, pero solo tenía dos años y medio y era la primera vez que me quedaba a solas con extraños. Creo que mis padres se sorprendieron bastante de la reacción de su primogénito, porque habían consultado textos sobre el desarrollo infantil que recomendaban que los niños comenzasen a establecer relaciones sociales a los dos años. Sin embargo, tras aquella horrible mañana, me sacaron de allí y no volví a Byron House hasta año y medio después.
Por aquella época, durante e inmediatamente después de la guerra, Highgate era un barrio donde residían bastantes científicos y profesores. En otro país se les habría llamado intelectuales, pero los ingleses jamás han reconocido tener intelectuales. Aquellos padres enviaban a sus hijos a la escuela de Byron House, muy progresista para su época. Recuerdo que me quejaba a mis padres porque no me enseñaban nada. No creían en los métodos pedagógicos aplicados en esa época. Suponían, por el contrario, que habíamos de aprender a leer sin dar nos cuenta de que nos enseñaban. Al final aprendí a leer, a la tardía edad de ocho años. A mi hermana Philippa le enseñaron conforme a métodos más convencionales y supo leer a los cuatro; claro está que era definitivamente mucho más brillante que yo.