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Louise Michel - La Comuna de París

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Louise Michel La Comuna de París

La Comuna de París: resumen, descripción y anotación

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Incansable luchadora, Louise Michel dedicó su vida a la educación y la transformación de la sociedad hacia la revolución social. Luchadora infatigable en las barricadas de París en contra de los excesos del gobierno de Versalles durante la Comuna de París en 1871, Louise puso su vida en peligro, junto con toda la clase oprimida de la capital francesa. ¿Puede el pueblo sustituir al Estado? Esta pregunta, que había rondado en la mente de muchos revolucionarios a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, tuvo respuesta directa en la Comuna de París: Sí puede. De este proceso, de esta sustitución, tenemos una crónica minuciosa, en primera persona, de manos de Louise Michel, quien no obviará señalar los errores cometidos pero que no dudará en aquilatar este movimiento revolucionario en su justa medida: un triunfo obrero, un breve destello de un futuro igualitario, que pudo entreverse con la Comuna, ahogada en sangre por la confluencia de antiguos enemigos que, ante este sueño de libertad, se ponen de acuerdo para pasar por las armas a sus propios conciudadanos.

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Apéndices

Por supuesto, antes incluso de que la maldición se grabe, el ogro de la vieja sociedad quizá esté muerto. La hora de la humanidad justa y libre ha llegado, ha crecido demasiado para volver ya a su ensangrentada cuna.

París, 20 de mayo de 1898

1. Relato de Béatrix Excoffons

Béatrix Oeuvrie, señora de Excoffons, me confió, hace algunos años, el relato de su vida durante la Comuna y de su posterior condena. Las dimensiones del presente volumen no me permiten citar más que las páginas que se refieren al ejército de las mujeres, con la bandera roja desplegada, en el fuerte de Issy. Este simple relato permite comprender bien hasta qué punto las parisinas luchaban valerosamente por la libertad.

El 19 de abril de 1871 —dice Béatrix Excoffons— una vecina, sorprendida al verme, me preguntó si había leído el periódico que anunciaba una reunión de mujeres en la plaza de la Concordia. Querían ir a Versalles para impedir el derramamiento de sangre. Advertí a mi madre de mi marcha, di un beso a mis hijos, y me fui.

En la plaza de la Concordia, a la una y media, me incorporé al desfile. Había setecientas u ochocientas mujeres. Unas hablaban de ir a explicar a Versalles lo que quería París; las otras contaban cosas de hace cien años, cuando las mujeres de París fueron a Versalles para traer al panadero, la panadera y al pequeño aprendiz, como decían en aquel tiempo.

Fuimos así hasta la puerta de Versalles. Allí nos encontramos con unos parlamentarios francmasones que regresaban.

La ciudadana de S. A. que había organizado la salida, rendida por el cansancio, propone que nos reuniéramos en alguna parte.

Nos replegamos en la sala Ragache. Allí, tuvimos que nombrar otra ciudadana para retomar la expedición, porque la fatiga de la señora de S. A., tras una marcha tan larga, había degenerado en unos insufribles dolores en las piernas.

Fui yo la designada para remplazaría. Entonces me hicieron subir a una mesa de billar y expuse mi idea: al no ser lo bastante numerosas para ir a Versalles, sí podíamos ir a curar a los herido en las compañías de infantería de la Comuna.

Las demás estuvieron de acuerdo y quedó convenido que marcharíamos al día siguiente. Tuvo lugar unos días después. La ciudadana de S. A. pudo todavía acompañamos hasta el Estado Mayor de la Guardia Nacional.

En el Estado Mayor el jefe me cogió el nombre y me dio un pase para mí y las ciudadanas que me acompañaran.

Pregunté entonces hacia dónde debíamos dirigirnos, y me aconsejaron que partiéramos por Neuilly. La víspera hubo cañonazos en el Mont-Valérien y queríamos ver si no habrían quedado heridos ocultos en el campo.

Fueron veinticinco las mujeres que me acompañaron.

Salimos por la puerta de Neuilly. Por el camino, muchas personas nos dieron hilos y vendas; compré en una farmacia los medicamentos necesarios, y nos pusimos a registrar Neuilly para ver si quedaban heridos, sin sospechar que habíamos caído en pleno ejército de Versalles. Llegadas a un cierto lugar, vimos unos gendarmes y, presintiendo el peligro, nos paramos. Pero era imposible pasar.

—Déjennos pasar, dijimos; queremos ir a curar los heridos. Oíamos los cañonazos, pero sin darnos cuenta exacta de dónde provenían.

Un chiquillo a quien di unas monedas, nos cortó una rama de un árbol y con esto nos creíamos invencibles.

Quedó convenido que no se hablaría del salvoconducto de la Comuna, y además mis compañeras me dijeron que doblara la bandera. Pero quería conservarla tal cual y de repente nos encontramos en un puente rodeadas de gendarmes a los que pedimos que nos dejaran pasar, pero se negaron.

Enviaron en busca de un jefe de puesto, un teniente que nos preguntó qué íbamos a hacer con aquella bandera roja. Le contesté que íbamos a curar a los heridos y que habíamos querido pasar por el puente porque aquel camino nos acercaba al lugar donde se oía el cañón.

Hubo un momento de duda, y en ese tiempo una de nosotras, olvidando lo que acordamos dijo que teníamos un salvoconducto.

—¿Cómo puede usted decir eso, si no tenemos ninguno? le reproché.

Entonces ella comprendió y replicó: —Quiero decir que si este señor quisiera darnos uno.

Finalmente el teniente acabó por decir a los gendarmes que nos dejaran pasar, que no éramos más que unas mujeres desarmadas.

Llegadas al otro lado del puente, el cañón seguía rugiendo. Una mujer que pasaba nos dijo que debía de ser en Issy. Entonces le preguntamos cómo podríamos llegar allí. Nos dijo que siguiéramos más adelante y llamáramos al barquero que estaba en la isla.

—Pero, añadió, tienen ustedes que decirle que son de la Comuna. De lo contrario, no las pasará en su barca.

Todas estas cosas ocurrían en los primeros días, cuando el terror no era aún tan grande entre los habitantes de los alrededores de París, ni las matanzas estaban tan a la orden del día.

Llamamos al barquero y le dijimos que íbamos a curar a nuestros hermanos heridos. El buen hombre nos hizo entrar en su casa, nos obligó a refrescarnos y cortando una larga rama de árbol, ajustó en ella la bandera y me la entregó.

Cuando rememoro aquella época y veo de nuevo en mi imaginación a aquel barquero, casi un anciano, gastando alegremente con nosotras todas las provisiones de su cabaña, por la única razón de que íbamos a defender nuestras ideas, me acuerdo de mi padre en Cherburgo. Cuando volvían los míseros deportados, ponía toda la casa boca arriba para encontrarles aquello que podían necesitar y a veces entre aquellas víctimas reencontraba amigos, puesto que él mismo estuvo detenido en Cherburgo cuando el golpe de Estado del 51.

Cuando lo pusieron en libertad, durante nueve años se siguió leyendo en el parte de los cuarteles que estaba prohibido ir a casa del relojero Oeuvrie bajo pena de un mes de arresto. El odio del Imperio le había perseguido como me ha perseguido a mí el de Versalles.

En el consejo de guerra se me reprochó ser la hija de un revolucionario del 51; pero no se añadió que esta violencia del Imperio no había podido obtener jamás siquiera subvenciones como las otras.

Vuelvo a mi relato. Iba en la proa de la barca, llevando orgullosamente en alto mi bandera.

Entonces no tuvimos duda de que los gendarmes tenían intención de no dejamos pasar, pues nos dispararon más de cincuenta proyectiles, que no nos alcanzaron.

Llegadas a la otra orilla, el buen barquero nos dijo que se sentía dichoso de que hubiéramos recibido con tanta suerte el bautismo de fuego. Nos estrechó la mano a todas, añadiendo que si lo necesitábamos estaba a nuestra entera disposición.

Así llegamos al fuerte de Issy. Un Guardia Nacional me reconoció y me dijo que mi marido también estaba allí.

¡Que feliz me sentí con mi marido a mi lado, contándole la suerte que habíamos tenido! Sentí la ilusión de que nada podía ya ocurrimos sino juntos y que estaríamos los dos reunidos incluso en la muerte.

Encontré también en el fuerte de Issy a Louise, que había marchado con el 61.º de Montmartre, y me quedé quince días en el fuerte como camillera de les enfants perdus.

Por entonces, hubo que reorganizar el comité de vigilancia de las mujeres de Montmartre; Louise, lo había fundado en la época del asedio, con las ciudadanas Poirier, Blin, d’Auguet, yo y otras, pero ahora no quería volver de las compañías de infantería. Regresé entonces a París al comité de vigilancia, en el que nos ocupábamos de los hospitales de campaña, y en el que había que organizar todo el socorro para los heridos, los envíos de camilleras, etc.

Fui a todos los clubes para pedir firmas en la petición por la que la Comuna, a cambio del arzobispo, reclamaba a Blanqui.

En nuestro hospital del Elysée-Montmartre, el comité de vigilancia de las mujeres enviaba acompañantes a los entierros, se ocupaba de las viudas, las madres, los hijos de los que morían por la libertad, y permaneció en la brecha hasta el final.

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