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Richard Dawkins - Una curiosidad insaciable

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Richard Dawkins Una curiosidad insaciable
  • Libro:
    Una curiosidad insaciable
  • Autor:
  • Editor:
    Tusquets
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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Una curiosidad insaciable: resumen, descripción y anotación

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A mi madre y a mi hermana, que compartieron aquellos años conmigo, y en memoria de mi padre, a quien todos echamos de menos

AGRADECIMIENTOS

Por sus consejos, asistencia y apoyo de diversa índole, me gustaría dar las gracias a Lalla Ward Dawkins, Jean Dawkins, Sarah y Michael Kettlewell, Marian Stamp Dawkins, John Smythies, Sally Gaminara, Hilary Redmon, Sheila Lee, Gillian Somerscales, Nicholas Jones, John Brockman, David Glynn, Ross y Christine Hildebrand, Bill Newton Dunn, R. Elisabeth Cornwell, Richard Rumary, Alan Heesom, Ian McAlpine, Michael Ottway, Howard Stringer, Anna Sander, Paula Kirby, Stephen Freer, Bart Voorzanger, Jennifer Jacquet, Lucy Wainwright, Bjorn Melander, Christer Sturmark, Greg Stikeleather, Ann-Kathrin Ehlers, Jan y Richard Gendall y Rand Russell.

Genes y salacots Encantado de conocerle Clint El amigable revisor de - photo 1
Genes y salacots

«Encantado de conocerle, Clint.» El amigable revisor de pasaportes no tenía por qué saber que los británicos a veces tenemos un nombre familiar delante, seguido del nombre elegido por sus padres. Yo iba a ser siempre Richard, igual que mi padre siempre fue John. Nuestro primer nombre, Clinton, era algo que habíamos olvidado, tal como nuestros padres habían pretendido. Para mí no ha sido más que una fuente menor de irritación sin la cual habría sido más feliz (a pesar de que la casualidad me haya dotado de las mismas iniciales que Charles Robert Darwin). Pero, por desgracia, nadie había avisado al departamento de seguridad nacional estadounidense. No contentos con escanear nuestros zapatos y racionar nuestra pasta de dientes, decretaron que todo aquel que entrase en Estados Unidos debía identificarse por su primer nombre, tal como viene escrito en el pasaporte. Así que tuve que olvidar mi identidad de toda la vida como Richard y rebautizarme como Clinton R. Dawkins, en particular a la hora de rellenar esos importantes formularios donde se nos demanda explícitamente negar que venimos a derrocar la constitución por la fuerza de las armas. («De visita por único propósito», fue la respuesta del locutor británico Gilbert Harding; hoy esta ligereza nos costaría que nos dieran con la puerta en las narices.)

Clinton Richard Dawkins, por lo tanto, es el nombre que consta en mi partida de nacimiento y en mi pasaporte, y mi padre se llamaba Clinton John. Resulta que él no fue el único C. Dawkins cuyo nombre apareció en The Times como padre de un niño nacido en la maternidad de Eskotene, Nairobi, en marzo de 1941. El otro fue el reverendo Cuthbert Dawkins, un misionero anglicano que no era pariente nuestro. Mi perpleja madre recibió una lluvia de felicitaciones de obispos y clérigos ingleses a quienes ella no conocía de nada, pero que deseaban la bendición de Dios para su hijo recién nacido. No podemos saber si las desencaminadas bendiciones dirigidas al hijo de Cuthbert tuvieron algún efecto beneficioso en mí, pero el caso es que él se hizo misionero como su padre y yo me hice biólogo como el mío. Todavía hoy mi madre me dice en broma que quizá sea yo el auténtico hijo de Cuthbert. Me alegra poder decir que no es sólo el parecido físico con mi padre lo que me reafirma en mi certeza de que no soy un niño intercambiado, y que mi destino nunca fue la Iglesia.

Clinton se convirtió en el nombre familiar de los Dawkins cuando mi tataradeudo Henry Dawkins (1765-1852) se casó con Augusta, hija del general Sir Henry Clinton (1738-1795), quien, como comandante en jefe de las fuerzas británicas de 1778 a 1782, fue en parte responsable de perder la guerra de la Independencia norteamericana. Las circunstancias del matrimonio hacen que la apropiación de su nombre por parte de la familia Dawkins parezca un tanto descarada. El siguiente pasaje procede de una historia de Great Portland Street, donde residió el general Clinton:

En 1788 su hija se fugó en un coche de caballos con el señor Dawkins, quien eludió la persecución situando otra media docena de coches de caballos en las esquinas de

Me gustaría poder afirmar que este ornamento del blasón familiar fue la inspiración de Lord Ronald, el personaje de Stephen Leacock, quien «... saltó sobre su caballo y cabalgó alocadamente en todas direcciones». También me gustaría pensar que he heredado algo del ingenio de Henry Dawkins, por no mencionar su ardor. Pero esto es improbable, porque sólo 1/32 de mi genoma procede de él. A fin de cuentas, 1/64 viene del propio general Clinton, y nunca he tenido ninguna inclinación militar. Tess d’Urberville y El perro de los Baskerville no son las únicas obras de ficción que invocan «reversiones» a ancestros lejanos, olvidando que la proporción de genes compartidos se divide por dos en cada generación, y por lo tanto decrece exponencialmente (si no fuera por el matrimonio consanguíneo, que se hace tanto más frecuente cuanto más distante es el parentesco, ya que todos somos primos más o menos lejanos unos de otros).

Un hecho digno de señalar, que se puede demostrar sin levantarnos del sillón, es que si retrocedemos lo bastante con una máquina del tiempo, cualquier individuo que encontremos con descendientes vivos debe ser un antepasado de toda la humanidad actual. Cuando nuestra máquina del tiempo haya retrocedido lo bastante al pasado, todo individuo que encontremos será un antepasado de todos los que viven en 2014 o de nadie. Por el método de reductio ad absurdum, tan querido por los matemáticos, puede verse que esto debe valer para nuestros ancestros del Devónico (mis abuelos peces tienen que ser los mismos que los de cualquiera de mis lectores, porque la alternativa absurda es que los descendientes de unos y otros permanecieron castamente separados durante 300 millones de años, a pesar de lo cual han seguido siendo capaces de cruzarse hoy). La única cuestión es cuán lejos tenemos que ir para poder aplicar este argumento. Está claro que no necesitamos retrotraernos hasta nuestros ancestros peces, pero aun así, ¿cuánto? Bueno, saltándonos el cálculo detallado, puedo decir que si la reina desciende de Guillermo el Conquistador, es muy probable que nosotros también (y —acéptese o no la curiosa ilegitimidad— yo sé que soy descendiente suyo, como casi cualquiera que tenga un árbol genealógico registrado).

El hijo de Henry y Augusta, Clinton George Augustus Dawkins (1808-1871) fue uno de los pocos Dawkins que hicieron un uso efectivo del nombre Clinton. Si heredó algo del ardor de su padre, estuvo a punto de perderlo en 1849, cuando era cónsul británico en Venecia y la ciudad fue bombardeada por el Ejército austriaco. Tengo en mi posesión una bala de cañón sobre un pedestal con una inscripción en una placa de latón. Desconozco su autoría y su fiabilidad, pero, por su valor documental, he aquí mi traducción (del francés, que entonces era la lengua de la diplomacia):

Una noche, cuando estaba en la cama, una bala de cañón atravesó la colcha y pasó entre sus piernas, aunque, felizmente, la cosa no pasó de daños superficiales. Al principio pensé que esto era una pura invención, hasta que pude certificar que se basaba en una historia real. Resulta que su colega suizo se encontró con él en el funeral del cónsul estadounidense, y cuando le preguntó sobre el asunto, él le confirmó los hechos entre risas y le dijo que por eso mismo cojeaba.

Dado que mi antepasado salvó sus partes vitales por los pelos antes de que las usara para engendrar, es tentador atribuir mi propia existencia a un golpe de suerte balístico. Unos centímetros más cerca del rábano de Shakespeare y... Pero lo cierto es que mi existencia, como la del lector o lectora, o la del cartero, pende de un hilo de suerte mucho más fino. Debemos nuestra existencia a un encadenamiento preciso en el tiempo y en el espacio de todo lo que ha ocurrido desde el principio del universo. El incidente de la bala de cañón es sólo un ejemplo llamativo de algo mucho más general. Como ya he dicho en otra parte, si el segundo dinosaurio a la izquierda de la cícada arbórea no hubiera estornudado, advirtiendo del peligro al diminuto ancestro musarañoide de todos los mamíferos y permitiéndole escapar, ninguno de nosotros estaría aquí ahora. Todos podemos considerarnos sucesos exquisitamente improbables. Pero aquí estamos, y eso, retrospectivamente, es un triunfo.

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