Richard Dawkins - DESTEJIENDO EL ARCO IRIS: CIENCIA, ILUSION Y EL DESEO DEL ASOMBRO
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- Libro:DESTEJIENDO EL ARCO IRIS: CIENCIA, ILUSION Y EL DESEO DEL ASOMBRO
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- Editor:Tusquets Editores
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- Año:2000
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Título original: Unweving the Rainbow
1ª. edición: enero 2000
© Richard Dawkins, 1998
© de la traducción: Joandoménec Ros, 2000
Diseño de la cubierta: BM
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 - 08023 Barcelona
ISBN: 84-8310-669-8
Depósito legal: B. 710-2000
Fotocomposición: David Pablo
Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Papelera del Leizarán, S.A.
Liberdúplex, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona
Impreso en España
Para Llala
La anestesia de la familiaridad
Vivir ya es bastante milagroso.
Mervyn Peake, The Glassblower [El soplador de vidrio] (1950)
Vamos a morir, y esto es una suerte. La mayoría de gente no tendrá oportunidad de morir porque nunca habrá nacido. Las personas que podrían haberse encontrado aquí en mi lugar y que nunca verán la luz del día son más numerosas que los granos de arena de Arabia. Estos fantasmas no nacidos seguramente incluyen poetas más grandes que Keats y científicos más grandes que Newton. Podemos asegurarlo porque el conjunto de individualidades posibles que permite nuestro ADN excede con mucho el de personas reales. Entre IáA incontables posibilidades que podrían haberse materializado, somo$ el lector y yo, en nuestra medianía, los que estamos aquí.
Moralistas y teólogos dan mucho peso al momento de la concepción, pues lo ven como el instante en que el alma comienza a existir. Si, como yo, el lector es indiferente a esta palabrería, todavía debe considerar ese instante concreto nueve meses antes de su nacimiento como el acontecimiento más decisivo en su trayectoria personal. Es el momento en que su conciencia se hizo de golpe trillones de veces más previsible que una fracción de segundo antes. Desde luego, el embrionario lector que comenzó a existir tenía todavía multitud de obstáculos que salvar. La mayoría de embriones concebidos terminan en un aborto temprano antes de que la madre advierta siquiera que estaban allí, y todos nosotros tenemos la suerte de no haber tenido el mismo destino. Por otra parte, hay algo más en la identidad personal aparte de los genes, como nos demuestran los gemelos idénticos (que se separan después del momento de la fecundación). No obstante, el momento en que un espermatozoide concreto penetró en un óvulo concreto fue, en nuestra percepción retrospectiva privada, un momento de singularidad vertiginosa. Fue entonces cuando las posibilidades en contra de que el lector se convirtiera en una persona pasaron de una cifra astronómica a una cifra contable.
La lotería se inicia antes de que seamos concebidos. Nuestros padres tuvieron que encontrarse, y la concepción de cada uno de ellos fue tan improbable como la propia. Y así sucesivamente, remontándonos a nuestros cuatro abuelos y a nuestros ocho tatarabuelos, hasta un punto en el que ya no tiene sentido pensar. Desmond Morris abre su autobiografía, Animal Days [Días de animales] (1979), con su característica vena cautivadora:
Napoleón fue quien lo empezó todo. Si no hubiera sido por él, quizá yo no estuviera ahora aquí escribiendo estas palabras... porque fue una de sus balas de cañón, disparadas en la guerra peninsular contra España y Portugal, la que arrancó el brazo de mi tatarabuelo. James Morris, y alteró todo el curso de la historia de mi familia.
Morris cuenta que el forzado cambio de carrera de su antepasado tuvo algunos efectos decisivos que culminaron en su propio interés por la historia natural. Pero, realmente, no tenía por qué haberse preocupado. No hay «quizá» en ello. Naturalmente que Morris debe su misma existencia a Napoleón. Y lo mismo me ocurre a mí y al lector. Napoleón no tenía que arrancar el brazo de James Morris para sellar el destino del joven Desmond, y también el del lector y el mío. No ya Napoleón, sino el más humilde campesino medieval no tenía más que estornudar para afectar a algo que cambiara a su vez alguna otra cosa que, tras una larga reacción en cadena, hiciese que uno de nuestros antepasados en potencia no llegara a serlo y, en cambio, se convirtiera en el antepasado de alguna otra persona. No estoy hablando de las teorías del caos y de la complejidad que están en boga, sino simplemente de las estadísticas ordinarias de la causación. El hilo de eventos históricos del que pende nuestra existencia es tenue hasta el sobresalto.
Cuando se la compara con el intervalo de tiempo que nos es desconocido, ¡oh rey!, la actual vida de los hombres sobre la Tierra es como el vuelo de un único gorrión a través del salón en el que, en invierno, vos os sentáis con vuestros capitanes y ministros. Entrando por una puerta y saliendo por la otra, mientras está dentro no le afecta la tormenta invernal; pero este breve intervalo de calma acaba en un momento, y el pájaro retorna al invierno de donde vino, desapareciendo de vuestra vista. La vida del hombre es similar; y de lo que la sigue, o de lo que ocurrió antes, somos absolutamente ignorantes.
Veda el Venerable, A History of the English Church and People [Historia de la Iglesia y del pueblo de Inglaterra](731)
Éste es otro aspecto en el que somos afortunados. El universo tiene más de cien millones de siglos de antigüedad. Dentro de un tiempo comparable el Sol se hinchará hasta convertirse en una gigante roja que absorberá la Tierra. Cada uno de estos cien millones de siglos ha sido o será en su momento «el presente siglo». Cosa interesante, a algunos físicos no les gusta la idea de un «presente móvil», y lo consideran un fenómeno subjetivo para el que no encuentran cabida en sus ecuaciones. Pero lo que estoy haciendo es un razonamiento subjetivo. Lo que a mí me parece, y adivino que al lector le ocurre lo mismo, es que el presente se desplaza del pasado al futuro, como un círculo de luz que avanza lentamente a lo largo de una escala de tiempo gigantesca. Todo lo que la luz ha dejado atrás se encuentra a oscuras, la oscuridad del pasado muerto. Todo lo que hay ptír delante se encuentra en la oscuridad del futuro desconocido. Las posibilidades de que nuestro siglo sea el iluminado por el proyector son las mismas de que un penique lanzado al azar caiga sobre una hormiga concreta que se desplaza por la carretera que va de Nueva York a San Francisco. En otras palabras, es abrumadoramente probable que estemos muertos.
A pesar de esta conclusión, el lector ya habrá advertido que, de hecho, está vivo. Las personas a las que el círculo de luz ya ha sobrepasado y aquéllas a las que todavía no ha llegado no están en situación de leer un libro. Yo tengo la suerte añadida de estar en situación de escribirlo, aunque puede que ya no lo esté para cuando el lector lea estas palabras. En realidad, casi prefiero estar muerto. No se me interprete mal. Amo la vida y espero seguir vivo todavía durante bastante tiempo, pero todo autor desea que sus obras lleguen a un público lo más amplio posible. Puesto que es probable que el total de la población futura supere por un amplio margen el número de mis contemporáneos, no puedo sino aspirar a estar muerto para cuando el lector esté leyendo estas palabras. Visto jocosamente, esto no es más que la esperanza de que mi libro tarde mucho en dejar de reeditarse. Pero lo que veo mientras escribo esto es que tengo la suerte de estar vivo, y lo mismo le digo al lector.
Vivimos en un planeta que es casi perfecto para nuestro modo de vida: ni demasiado cálido ni demasiado frío, caldeado por una luz solar agradable mientras gira calmosamente, suavemente hidratado; una fiesta verde y dorada de planeta. Por desgracia, también hay eriales y barriadas pobres, lugares en los que impera la miseria y el hambre. Pero echemos un vistazo a la competencia. Comparado con la mayoría de planetas, esto es el paraíso, y hay zonas de la Tierra que aún son paradisíacas desde cualquier punto de vista. ¿Cuál es la probabilidad de que un planeta elegido al azar tenga estas cualidades tan amigables? Incluso el cálculo más optimista nos diría que menos de una entre un millón.
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