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Marvin Harris - Jefes, cabecillas y abusones

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Marvin Harris Jefes, cabecillas y abusones
  • Libro:
    Jefes, cabecillas y abusones
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  • Año:
    1985
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Jefes, cabecillas y abusones: resumen, descripción y anotación

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En este pequeño libro Harris trata de exponernos las distintas fases por las - photo 1

En este pequeño libro Harris trata de exponernos las distintas fases por las que ha pasado la «política» de la humanidad desde el pequeño cabecilla hasta el Gran hombre (elegido por Dios). Este libro esta esquematizado en 12 puntos en los cuales transcurre toda la vida sociopolítica de la antigüedad.

El primer punto empieza con una pregunta: «¿había vida antes de los jefes?». En el que nos relata, a través de ejemplos de pequeños grupos y aldeas que enlaza con teorías de otros historiadores, antropólogos y filósofos, que la humanidad dividida en pequeños círculos sociales; aldeas, poblados… no necesita ni ha necesitado nunca ningún dirigente.

Marvin Harris Jefes cabecillas y abusones ePub r12 casc 23012017 Título - photo 2

Marvin Harris

Jefes, cabecillas y abusones

ePub r1.2

casc 23.01.2017

Título original: Leaders

Marvin Harris, 1985

Traducción: Isabel Heimann

Diseño: Ángel Uriarte

Editor digital: casc

ePub base r1.2

Había vida antes de los jefes Puede existir la humanidad sin gobernantes ni - photo 3

¿Había vida antes de los jefes?

¿Puede existir la humanidad sin gobernantes ni gobernados? Los fundadores de la ciencia política creían que no. «Creo que existe una inclinación general en todo el género humano, un perpetuo y desazonador deseo de poder por el poder, que sólo cesa con la muerte», declaró Hobbes. Éste creía que, debido a este innato anhelo de poder, la vida anterior (o posterior) al Estado constituía una «guerra de todos contra todos», «solitaria, pobre, sórdida, bestial y breve». ¿Tenía razón Hobbes? ¿Anida en el hombre una insaciable sed de poder que, a falta de un jefe fuerte, conduce inevitablemente a una guerra de todos contra todos? A juzgar por los ejemplos de bandas y aldeas que sobreviven en nuestros días, durante la mayor parte de la prehistoria nuestra especie se manejó bastante bien sin jefe supremo, y menos aún ese todopoderoso y leviatánico Rey Dios Mortal de Inglaterra, que Hobbes creía necesario para el mantenimiento de la ley y el orden entre sus díscolos compatriotas.

Los Estados modernos organizados en gobiernos democráticos prescinden de leviatanes hereditarios, pero no han encontrado la manera de prescindir de las desigualdades de riqueza y poder respaldadas por un sistema penal de enorme complejidad. Con todo, la vida del hombre transcurrió durante treinta mil años sin necesidad de reyes ni reinas, primeros ministros, presidentes, parlamentos, congresos, gabinetes, gobernadores, alguaciles, jueces, fiscales, secretarios de juzgado, coches patrulla, furgones celulares, cárceles ni penitenciarías. ¿Cómo se las arreglaron nuestros antepasados sin todo esto?

Las poblaciones de tamaño reducido nos dan parte de la respuesta. Con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo el mundo se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco vinculaban a la gente. La gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía porque esperaba ofrecer. Dado que el azar intervenía de forma tan importante en la captura de animales, en la recolecta de alimentos silvestres y en el éxito de las rudimentarias formas de agricultura, los individuos que estaban de suerte un día, al día siguiente necesitaban pedir. Así, la mejor manera de asegurarse contra el inevitable día adverso consistía en ser generoso. El antropólogo Richard Gould lo expresa así: «Cuanto mayor sea el índice de riesgo, tanto más se comparte». La reciprocidad es la banca de las sociedades pequeñas.

En el intercambio recíproco no se especifica cuánto o qué exactamente se espera recibir a cambio ni cuándo se espera conseguirlo, cosa que enturbiaría la calidad de la transacción, equiparándola al trueque o a la compra y venta. Esta distinción sigue subyaciendo en sociedades dominadas por otras formas de intercambio, incluso las capitalistas, pues entre parientes cercanos y amigos es habitual dar y tomar de forma desinteresada y sin ceremonia, en un espíritu de generosidad. Los jóvenes no pagan con dinero por sus comidas en casa ni por el uso del coche familiar, las mujeres no pasan factura a sus maridos por cocinar, y los amigos se intercambian regalos de cumpleaños y Navidad. No obstante, hay en ello un lado sombrío, la expectativa de que nuestra generosidad sea reconocida con muestras de agradecimiento. Allí donde la reciprocidad prevalece realmente en la vida cotidiana, la etiqueta exige que la generosidad se dé por sentada. Como descubrió Roben Dentan en sus trabajos de campo entre los Semais de Malasia central, nadie da jamás las gracias por la carne recibida de otro cazador. Después de arrastrar durante todo un día el cuerpo de un cerdo muerto por el calor de la jungla para llevarlo a la aldea, el cazador permite que su captura sea dividida en partes iguales que luego distribuye entre todo el grupo. Dentan explica que expresar agradecimiento por la ración recibida indica que se es el tipo de persona mezquina que calcula lo que da y lo que recibe. «En este contexto resulta ofensivo dar las gracias, pues se da a entender que se ha calculado el valor de lo recibido y, por añadidura, que no se esperaba del donante tanta generosidad». Llamar la atención sobre la generosidad propia equivale a indicar que otros están en deuda contigo y que esperas resarcimiento. A los pueblos igualitarios les repugna sugerir siquiera que han sido tratados con generosidad.

Richard Lee nos cuenta cómo se percató de este aspecto de la reciprocidad a través de un incidente muy revelador. Para complacer a los !kung, decidió comprar un buey de gran tamaño y sacrificarlo como presente. Después de pasar varios días buscando por las aldeas rurales bantúes el buey más grande y hermoso de la región, adquirió uno que le parecía un espécimen perfecto. Pero sus amigos le llevaron aparte y le aseguraron que se había dejado engañar al comprar un animal sin valor alguno. «Por supuesto que vamos a comerlo», le dijeron, «pero no nos va a saciar, comeremos y regresaremos a nuestras casas con rugir de tripas». Pero cuando sacrificaron la res de Lee, resultó estar recubierta de una gruesa capa de grasa. Más tarde sus amigos le explicaron la razón por la cual habían manifestado menosprecio por su regalo, aun cuando sabían mejor que él lo que había bajo el pellejo del animal:

Sí, cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar esto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.

Lee observó a grupos de hombres y mujeres regresar a casa todas las tardes con los animales y las frutas y plantas silvestres que habían cazado y recolectado. Lo compartían todo por un igual, incluso con los compañeros que se habían quedado en el campamento o habían pasado el día durmiendo o reparando sus armas y herramientas.

No sólo juntan las familias la producción del día, sino que todo el campamento, tanto residentes como visitantes, participan a partes iguales del total de comida disponible. La cena de todas las familias se compone de porciones de comida de cada una de las otras familias residentes. Los alimentos se distribuyen crudos o son preparados por los recolectores y repartidos después. Hay un trasiego constante de nueces, bayas, raíces y melones de un hogar a otro hasta que cada habitante ha recibido una porción equitativa. Al día siguiente son otros los que salen en busca de comida, y cuando regresan al campamento al final de día, se repite la distribución de alimentos.

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