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Sam Harris - Carta a una nación cristiana

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Sam Harris Carta a una nación cristiana
  • Libro:
    Carta a una nación cristiana
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
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Carta a una nación cristiana: resumen, descripción y anotación

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Carta a una nación cristiana es un libro escrito por Sam Harris como respuesta a los comentarios suscitados por la publicación de su primer libro El fin de la fe. El libro está escrito en forma de carta abierta a un cristiano.

Harris afirma que su objetivo es «demoler las pretensiones intelectuales y morales de la cristiandad en sus versiones más comprometidas». En el transcurso de su argumentación, aborda temas actuales que van desde el diseño inteligente y la investigación con células madre hasta las conexiones entre religión y violencia.

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NOTA PARA EL LECTOR

D ESDE LA publicación de mi primer libro, El fin de la fe, me han escrito miles de personas para decirme que hago mal no creyendo en Dios. Los comunicados más hostiles provienen de cristianos. Algo irónico, dado que los cristianos suelen creer que ninguna religión imparte las virtudes del amor y el perdón con más efectividad que la suya. La verdad es que muchos de los que afirman haber cambiado gracias al amor de Cristo son profundamente, incluso criminalmente, intolerantes a la crítica. Aunque quisiéramos achacar esto a la naturaleza humana, resulta evidente que ese odio obtiene un apoyo considerable en la Biblia. ¿Que cómo lo sé? Los más perturbados de mis corresponsales siempre citan capítulo y versículo.

Aunque este libro se dirige a personas de todo credo y religión, está escrito como una carta a un cristiano. En ella, respondo a muchos de los argumentos que los cristianos exponen en defensa de sus creencias religiosas. El objetivo principal de este libro es armar a los laicos de nuestra sociedad, que creen que la religión debe mantenerse al margen de la política, contra sus contrincantes de la derecha religiosa. Por tanto, el «cristiano» al que me dirijo es un cristiano en el sentido más estricto del término: alguien que cree, como mínimo, que la Biblia es la palabra inspirada por Dios y que solo quienes acepten la divinidad de Jesucristo podrán alcanzar la salvación después de la muerte. Docenas de estudios científicos sugieren que más de la mitad de la población norteamericana comparte estas creencias. Por supuesto, semejante compromiso metafísico no implica a ninguna nacionalidad o denominación cristiana concreta. Mi argumentación se dirige por igual a los conservadores cristianos de cualquier nación y cualquier secta —⁠católicos, protestantes, evangelistas, baptistas, pentecostales, testigos de Jehová, etcétera.

Aunque ninguna otra nación desarrollada está a la altura del grado de devoción religiosa de Norteamérica, todas deben vivir sufriendo las consecuencias de lo que creen mis compatriotas. Es bien sabido que las creencias de los cristianos conservadores ejercen ahora una extraordinaria influencia sobre nuestro discurso nacional en nuestros tribunales de justicia, en nuestras escuelas y en todas las ramas del gobierno.

Si bien el principal objetivo de mi obra es armar a los laicos de cualquier sociedad contra sus oponentes de fanatismo creciente, con Carta a una nación cristiana, me propongo demoler las pretensiones intelectuales y morales del cristianismo más radical. Por tanto los cristianos liberales y moderados no siempre se reconocerán en el «cristiano» al que me dirijo. No obstante, deberían reconocer en él a sus ciento cincuenta millones de vecinos norteamericanos.

Albergo pocas esperanzas de que la mayoría de los cristianos que viven fuera de los Estados Unidos encuentren tan preocupantes como yo las siniestras certezas de la derecha religiosa. No obstante, tengo la esperanza de que también ellos empiecen a darse cuenta de que el respeto que exigen para sus creencias religiosas sirve de refugio a extremistas de todos los credos. Aunque los liberales y los moderados no estrellan aviones contra edificios ni organizan su vida alrededor de profecías apocalípticas, rara vez cuestionan la legitimidad de educar a un niño para que se convierta en creyente, ya sea cristiano, musulmán o judío. Hasta las religiones más progresistas prestan un apoyo tácito a las divisiones religiosas que padece el mundo. No obstante, en este libro, me enfrento al cristianismo que más alienta la discordia, injurioso y retrógrado. Los liberales, los moderados y los no creyentes reconocerán una causa común.


SEGÚN UNA reciente encuesta de Gallup, solo el 12 por ciento de los norteamericanos cree que la vida en la Tierra ha evolucionado gracias a un proceso natural sin interferencia de una deidad. El treinta y un por ciento cree que la evolución ha sido «guiada por Dios». Si se sometiera a votación nuestra opinión sobre el mundo, la idea del «diseño inteligente» derrotaría a la biología por casi tres a uno. Resulta preocupante, ya que la naturaleza no ofrece ninguna evidencia abrumadora acerca de la existencia de un diseñador inteligente y existen incontables ejemplos de diseño no inteligente. Pero la actual controversia sobre el «diseño inteligente» no debe cegarnos respecto al verdadero alcance de nuestro desconcierto religioso en los albores del siglo XXI. La misma encuesta de Gallup nos revela que el 53 por ciento de los norteamericanos son creacionistas. Esto quiere decir que, a pesar de todo un siglo de descubrimientos científicos que prueban la antigüedad de la vida y la antigüedad aún mayor de la Tierra, la mitad de nuestros vecinos cree que el Universo se creó hace seis mil años. Esto es, por cierto, unos mil años después de que los sumerios inventaran el pegamento. Los que tienen poder para elegir a nuestros presidentes y congresistas —⁠incluidos muchos que se eligen a sí mismos⁠— creen que los dinosaurios entraron en el arca de Noé en fila de a dos, que la luz de las distantes galaxias se creó estando ya camino de la Tierra y que el primer miembro de nuestra especie fue creado por la mano de un dios invisible a partir de barro y de su aliento divino, en un jardín con una serpiente parlante.

Entre todas las naciones desarrolladas, Norteamérica destaca en la defensa de esas convicciones. Nuestro país se muestra, ahora más que nunca, como un gigante belicoso, amenazador y estúpido. Todo aquel al que le preocupe el destino de la civilización haría bien en reconocer lo aterradora que resulta la combinación de un gran poder y una gran estupidez, hasta para los amigos.

Pero lo cierto es que a muchos de nosotros no les preocupa el destino de la civilización. El cuarenta y cuatro por ciento de la población norteamericana está convencida de que Jesús volverá para juzgar a vivos y a muertos en algún momento de los próximos cincuenta años. Según la interpretación más corriente de las profecías bíblicas, Jesús solo volverá cuando las cosas vayan espantosamente mal en el mundo. Por tanto, no resulta exagerado decir que si la ciudad de Nueva York, o Londres, o Sídney, se convirtieran de repente en una bola de fuego, un buen porcentaje de la población le vería el lado bueno a la subsiguiente nube en forma de hongo, como si eso les confirmara que estaba a punto de pasar lo mejor que puede pasar: el regreso de Cristo. Debería resultar cegadoramente obvio que las creencias de este tipo harán bien poco para ayudarnos a crear un futuro duradero para todos, sea este social, económico, medioambiental o geopolítico. Solo hay que imaginar las consecuencias que tendría el que algún miembro importante del gobierno de los Estados Unidos creyera realmente que el mundo se acerca a su fin que ese fin habría de ser glorioso. El que casi la mitad de la población norteamericana parezca pensar así, basándose solo en un dogma religioso, debería ser considerado como una situación de emergencia moral e intelectual. Este libro que estás a punto de leer es mi respuesta a esa emergencia. Tengo la sincera esperanza de que lo encuentres de utilidad.

Sam Harris

1 de mayo de 2006

Nueva York.

CARTA A UNA NACIÓN CRISTIANA

C REES QUE la Biblia es la palabra de Dios, que Jesús es el hijo de Dios, y que solo quienes depositan su fe en Cristo encontrarán la salvación tras la muerte. Como eres cristiano, crees en todo eso no solo porque te hace sentir bien, sino porque lo consideras cierto. Antes de señalarte algunos de los problemas que tienen esas creencias, quisiera admitir que tú y yo estamos de acuerdo en muchos puntos. Por ejemplo, estamos de acuerdo en que uno de los dos tiene razón y el otro se equivoca; en que la Biblia es la palabra de Dios, o no; en que Jesús ofrece a la humanidad el único camino válido a la salvación (San Juan 14:6) o que no es así. Estamos de acuerdo en que un verdadero cristiano cree que los demás credos se equivocan, y mucho. Si el cristianismo tiene razón en sus afirmaciones, y yo persisto en mi incredulidad, acabaré padeciendo los tormentos del infierno. Y, lo que es peor, he convencido a otras personas, muchas de ellas seres queridos, para que rechacen el mismo concepto de Dios. Ellos también languidecerán en «el fuego eterno» (San Mateo 25:42). Si la doctrina básica del cristianismo es cierta, yo habré malgastado mi vida de la peor manera concebible. Admito esto sin prevenciones. El hecho de que mi rechazo público y constante al cristianismo no me preocupe en lo más mínimo debería decirte hasta qué punto considero equivocadas tus razones para ser cristiano.

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