Marvin Harris - Bueno para comer
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- Libro:Bueno para comer
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1985
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Título original: Good to eat
Marvin Harris, 1985
Traducción: Joaquín Calvo Basarán
Editor digital: Titivillus
Corrección de erratas: Surcador, Bwanna, heutorez
ePub base r2.1
[1] Liga infantil y juvenil de béisbol.
[2] Las citas bíblicas se han cotejado con la versión española de E. Nácar y A. Colunga, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1968.
[3] Equivalente a nuestro Ministerio de Agricultura.
[4] Juego de palabras basado en la homofonía entre Belmont steaks y Belmont Stakes, la más antigua de las carreras de caballos clásicas de los Estados Unidos.
[5] Término despectivo que designa a los blancos pobres del sur de los Estados Unidos y que proviene del verbo onomatopéyico to crack («restallar»).
[6] Literalmente «cinturón de maíz», zona maicera de los Estados Unidos.
[7] Equivalente a nuestro Ministerio de Sanidad.
[8] Juego de palabras intraducible. Beef (carne de vacuno) significa también en el lenguaje coloquial «queja». Así, pues, Where’s the beef? significaría a la vez, «¿Dónde está la carne de vacuno?» y «¿De qué se queja?».
[9] Las citas de Staden se han cotejado con la versión española publicada por Argos Vergara: Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos. Trad. de Juan Arpitarte, Barcelona, 1983.
[10] Corteza utilizada por los polinesios para fabricar tejidos, esteras, etc.
En este apasionante estudio, el autor muestra cómo los alimentos preferidos son aquellos que presentan una relación de costes y beneficios prácticos más favorable que los alimentos evitados y que la arbitrariedad de los hábitos alimentarios puede explicarse mediante elecciones relacionadas con la nutrición, con la ecología o con dólares y centavos.
Marvin Harris
ePub r1.3
Titivillus 29.06.2019
D ESDE una óptica científica, los seres humanos son omnívoros: criaturas que comen alimentos de origen animal y vegetal. Como hacen otros animales de esta índole —por ejemplo, cerdos, ratas y cucarachas—, satisfacemos las necesidades de nuestra nutrición consumiendo una gran variedad de sustancias. Comemos y digerimos toda clase de cosas, desde secreciones rancias de glándulas mamarias a hongos o rocas (o si se prefieren los eufemismos, queso, champiñones y sal). No obstante, como otros casos de omnivorismo, no comemos literalmente de todo. De hecho, si se considera la gama total de posibles alimentos existentes en el mundo, el inventario dietético de la mayoría de los grupos humanos parece bastante reducido. Dejamos pasar algunos productos porque son biológicamente inadecuados para que nuestra especie los consuma. Por ejemplo, el intestino humano sencillamente no puede con grandes dosis de celulosa. Así, todos los grupos humanos desprecian las briznas de hierba, las hojas de los árboles y la madera (con excepción de brotes y cogollos, como tallos de palma y de bambú). Otras limitaciones biológicas explican por qué llenamos con petróleo los depósitos de nuestros automóviles, pero no nuestros estómagos, o por qué arrojamos los excrementos humanos a la alcantarilla en lugar de ponerlos en el plato (esperemos). Con todo, muchas sustancias que los seres humanos no comen son perfectamente comestibles desde un punto de vista biológico. Lo demuestra claramente el hecho de que algunas sociedades coman y aun encuentren deliciosos alimentos que otras sociedades, en otra parte del mundo, menosprecian y aborrecen. Las variaciones genéticas solo pueden explicar una fracción muy pequeña de esta diversidad. Incluso en el caso de la leche, que examinaremos más adelante, las diferencias genéticas no aportan, por sí solas, sino una explicación parcial del hecho de que a unos grupos les guste beberla y a otros no.
Si los hindúes de la India detestan la carne de vacuno, los judíos y los musulmanes aborrecen la de cerdo y los norteamericanos apenas pueden reprimir una arcada con solo pensar en un estofado de perro, podemos estar seguros de que en la definición de lo que es apto para consumo interviene algo más que la pura fisiología de la digestión. Ese algo más son las tradiciones gastronómicas de cada pueblo, su cultura alimentaria. Las personas nacidas y educadas en los Estados Unidos tienden a adquirir hábitos dietéticos norteamericanos. Aprenden a disfrutar de las carnes de vacuno y porcino, pero no de las de cabra o caballo, o de las de larvas y saltamontes. Y con absoluta certeza no serán aficionadas al estofado de rata. Sin embargo, la carne de caballo les gusta a los franceses y a los belgas; la mayoría de los pueblos mediterráneos son aficionados a la carne de cabra; larvas y saltamontes son manjares apreciados en muchísimos sitios, y según una encuesta encargada por el Servicio de Intendencia del ejército estadounidense, en cuarenta y dos sociedades distintas las gentes comen ratas. Los antiguos romanos se encogían de hombros ante la diversidad de tradiciones alimentarias que coexistían en su vasto imperio y seguían fieles a sus salsas preferidas a base de pescado podrido. «Sobre gustos —venían a decir— no hay nada escrito». Como antropólogo, también suscribo el relativismo cultural en materia de gustos culinarios: no se debe ridiculizar ni condenar los hábitos alimentarios por el mero hecho de ser diferentes. Pero esto deja todavía un amplio margen a la discusión y la reflexión. ¿Por qué son tan distintos los hábitos alimentarios de los seres humanos? ¿Pueden los antropólogos explicar por qué aparecen determinadas preferencias y evitaciones alimentarias en unas culturas y no en otras? Creo que sí. A lo mejor no en todos los casos, ni hasta el último detalle. Pero, en general, las gentes hacen lo que hacen por buenas y suficientes razones prácticas y la comida no es a este respecto una excepción. No intentaré ocultar el hecho de que este punto de vista no goza de popularidad hoy día. Según la teoría de moda, los hábitos alimentarios son accidentes de la historia que expresan o transmiten mensajes derivados de valores fundamentalmente arbitrarios o creencias religiosas inexplicables. En palabras de un antropólogo francés: «Al examinar el vasto ámbito de los simbolismos y representaciones culturales que intervienen en los hábitos alimentarios humanos, se ha de aceptar el hecho de que, en su mayor parte, son verdaderamente difíciles de atribuir a nada que no sea una coherencia intrínseca que es fundamentalmente arbitraria». La comida, por así decirlo, debe alimentar la mente colectiva antes de poder pasar a un estómago vacío. En la medida en que sea posible explicar las preferencias y aversiones dietéticas, la explicación «habrá de buscarse no en la índole de los productos alimenticios», sino más bien en la «estructura de pensamientos subyacentes del pueblo de que se trate», O expresado de una forma más estridente: «La comida tiene poco que ver con la nutrición. Comemos lo que comemos no porque sea conveniente, ni porque sea bueno para nosotros, ni porque sea práctico, ni tampoco porque sepa bien».
Por mi parte, no abrigo la intención de negar que los alimentos transmitan mensajes o posean significados simbólicos. Ahora bien, ¿qué aparece antes, los mensajes y significados o las preferencias y aversiones? Ampliando el alcance de una célebre máxima de Claude Levi-Strauss, algunos alimentos son «buenos para pensar» y otros «malos para pensar». Sostengo, no obstante, que el hecho de que sean buenos o malos para pensar depende de que sean buenos o malos para comer. La comida debe nutrir el estómago colectivo antes de poder alimentar la mente colectiva.
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