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Robert Harris - Pompeya

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Robert Harris Pompeya

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Luz

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MARTE

22 de agosto

Dos días antes de la erupción

Conticinium

(4.21 horas)

Se ha hallado que existe una estrecha relación entre la magnitud de las erupciones y la duración del intervalo previo de reposo. Casi todas las mayores erupciones de la historia se han producido en volcanes que han estado durmientes durante siglos.

Jacques-Marie Bardintzeff y Alexander R. McBirney, Volcanology

Dejaron el acueducto dos horas antes del amanecer y, a la luz de la luna, ascendieron las colinas que dominaban el puerto: seis hombres en fila india, con el ingeniero a la cabeza. Él los había arrancado personalmente de sus camas —un montón de caras hoscas y legañosas y de extremidades entumecidas—, y en ese momento los oía rezongar y quejarse a su espalda, porque las voces resonaban en el tibio y quieto aire de la madrugada.

—¡Qué tontería de misión! —masculló alguien.

—Los niños deberían quedarse en casa —comentó otro.

Avivó el paso.

«Dejemos que protesten», se dijo.

Ya empezaba a notar que se avecinaba el calor de la mañana, la promesa de un nuevo día sin lluvia. Era más joven que la mayoría de los miembros de su equipo de trabajo, y más bajo que todos ellos: una figura compacta y musculosa de cortos cabellos castaños. Los mangos de las herramientas que llevaba a la espalda —un pesado pico de bronce y una pala de madera— se le clavaban en la bronceada piel de la nuca. Aun así, se obligó a estirar las desnudas piernas todo lo posible, trepando rápidamente de punto de apoyo en punto de apoyo, y sólo cuando hubo llegado a una buena altura por encima de Miseno, donde el camino se bifurcaba, dejó caer su carga y esperó a que llegasen los demás.

Se secó el sudor de la frente con la manga de la túnica. ¡Qué cielos tan brillantes y febriles tenían allí, en el sur! Incluso faltando tan poco para el alba, la gran bóveda estrellada se extendía hasta el horizonte. Divisó los cuernos del Toro y el cinturón y la espada del Cazador; allí estaba Saturno, y también el Oso y la constelación que llamaban «del Vinatero», que siempre se alzaba para César el veintidós de agosto, tras el festival de Vinalia, y señalaba que había llegado la hora de la vendimia. La próxima noche habría luna llena. Alzó la mano contra el cielo y sus chatos dedos se recortaron como nítidas manchas negras sobre el fondo de estrellas. Abrió y cerró la mano varias veces, y por un momento tuvo la impresión de que él era la negrura y el vacío, y que toda la sustancia se hallaba en la luz.

Desde el puerto, más abajo, le llegaron los chapoteos de unos remos mientras la lancha de vigilancia bogaba entre las trirremes ancladas. Las amarillas luces de las farolas de unas barcas de pesca parpadeaban en plena bahía. Un perro ladró y otro contestó. Luego le llegaron las voces de los trabajadores que ascendían penosamente: el áspero acento local de Corax, el supervisor, «¡Mirad, nuestro nuevo aguador está saludando a las estrellas!»; y los esclavos y los hombres libres, por una vez iguales y unidos en su resentimiento, jadeando y riendo por lo bajo.

El ingeniero bajó la mano.

—Al menos con este cielo no necesitamos antorchas —dijo. De repente, mientras se agachaba para recoger sus herramientas y se las echaba a la espalda, se sintió de nuevo vigoroso—. Será mejor que sigamos —añadió. Frunció el entrecejo en la oscuridad. Uno de los ramales conducía hacia el oeste, bordeando los límites de la base naval; el otro llevaba hacia el norte, hacia el centro de veraneo de Baias—. Creo que es aquí donde nos desviamos.

—Lo cree... —se burló Corax.

El día anterior había decidido que la mejor manera de tratar al supervisor era no prestándole atención. Sin decir palabra, se volvió de espaldas al mar y a las estrellas y empezó a ascender por la negra forma de la colina. Al fin y al cabo, qué era el liderazgo sino la ciega elección de una opción frente a otra con la fingida seguridad de que tal decisión se tomaba basándose en la razón.

El camino se hizo más empinado y Corax tuvo que trepar de lado, ayudándose a veces con su mano libre, mientras sus pies resbalaban y lanzaban una lluvia de piedrecillas que rodaban en la oscuridad. La gente contemplaba esas pardas colinas abrasadas por los incendios de matojos en verano y creía que estaban secas como el desierto; pero el ingeniero sabía que no era así. No obstante, notó que su seguridad de antes flaqueaba e hizo un esfuerzo por recordar qué aspecto había tenido el camino bajo la luz del sol, el día anterior, cuando había ido a inspeccionarlo por primera vez: un sinuoso sendero, apenas lo bastante ancho para dejar pasar una mula; los parches de hierba requemada y luego, en una zona donde el terreno se nivelaba, las manchas verde claro en la oscuridad, señales de vida que resultaron ser unos brotes de hiedra que trepaban por un canto rodado.

Tras subir la mitad de una pendiente y volver a bajar, se detuvo y giró lentamente sobre sí mismo hasta dar una vuelta completa. O bien sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad o el amanecer estaba próximo, en cuyo caso apenas le quedaba tiempo. Los demás se habían detenido tras él. Oyó sus pesadas respiraciones. Ahí tenían una nueva historia con la que regresar a Miseno: el modo en que el joven y nuevo aguador los había sacado de la cama y los había hecho trepar por la colina en plena noche, y todo por una misión sin sentido. Notó un sabor a ceniza en la boca.

—¿Nos hemos perdido, muchachito?

De nuevo la burlona voz de Corax.

Cometió el error de responder al desafío.

—Estoy buscando una roca.

En ese momento ni siquiera se molestaron en disimular la risa.

—¡Está dando vueltas como un ratón en un orinal!

—Sé que está aquí, por alguna parte. La marqué con tiza.

Más risas.

Se encaró con ellos: el chaparro Corax, de anchos hombros; Becco, el de la larga nariz, que era yesero; el regordete Musa, cuya especialidad consistía en colocar ladrillos; y los dos esclavos, Polites y Corvino. Hasta sus borrosas figuras parecían burlarse de él.

—Reíd, sí. Pero os prometo una cosa: o la encontramos antes del amanecer o volveremos todos mañana por la noche, incluido tú, Gavio Corax. Pero asegúrate de estar sobrio.

Silencio. Corax escupió y dio medio paso al frente. El ingeniero se preparó para una pelea. Llevaban tres días buscándose las cosquillas. Desde que había llegado a Miseno, no había pasado un minuto sin que Corax intentara denigrarlo ante sus hombres.

«Y si luchamos —pensó el ingeniero—, él ganará (son cinco contra uno) y arrojarán mi cuerpo por el acantilado y dirán que resbalé en la oscuridad. Pero ¿cómo se lo tomarán en Roma si un segundo aguador desaparece en Aqua Augusta en menos de dos semanas?»

Durante un largo momento se escrutaron mutuamente, a menos de un paso de distancia, tan cerca que el ingeniero percibió claramente el olor a vino rancio en el aliento del hombre mayor. Pero entonces uno de los otros, Becco, dio un grito y señaló algo.

Apenas visible tras el hombro de Corax había una roca, marcada en su centro con una gruesa cruz de tiza blanca.

El nombre del ingeniero era Atilio, Marco Atilio Primo, para ser exactos, pero él se contentaba con que lo llamaran Atilio a secas. Como hombre práctico, no tenía tiempo para los caprichosos apodos que tanto gustaban a sus compatriotas: Lupus, Pantera, Pulcher (Lobo, Pantera, Hermoso)... ¿A quién creían estar tomando el pelo? Además, ¿qué otro nombre era más honorable en la historia de su profesión que el gens, el nombre de la familia de los Atilio, ingenieros de acueductos durante cuatro generaciones? Su bisabuelo había sido escogido por Marco Agripa de entre la sección ballista de la Legión XII, Fulminata, y enviado a trabajar en la construcción del Aqua Julia; su abuelo había planeado el Anio Novus; y su padre había completado el Aqua Claudia haciéndolo pasar por las colinas Esquilinas mediante siete kilómetros de arcos y entregándolo a los pies del emperador, el día del bautizo de la obra, como si de una alfombra de plata se tratara. En ese momento, él, a sus veintisiete años, acababa de ser enviado al sur, a Campania, para hacerse cargo del Aqua Augusta.

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