Michel Foucault - Historia de la locura en la época clásica
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- Libro:Historia de la locura en la época clásica
- Autor:
- Editor:Fondo de Cultura Economica
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- Año:1963
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Historia de la locura en la época clásica: resumen, descripción y anotación
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Clásico entre los clásicos modernos, este ensayo construye una historia de la razón a partir de la historia de la locura, buscando en ambas las constantes que definen su entorno cultural. Este hecho, que modifica profundamente el perfil interior de la experiencia occidental, es el objeto de la mirada de Michel Foucault.
Michel Foucault
ePub r1.1
Titivillus 19.03.15
Título original: Histoire de la folie à l’âge classique
Michel Foucault, 1964
Traducción: Juan José Utrilla
Retoque de cubierta: Gonzalez
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para este libro ya viejo debería yo escribir un nuevo prólogo. Mas confieso que la idea me desagrada, pues, por más que yo hiciera, no dejaría de querer justificarlo por lo que era y de reinscribirlo, hasta donde pudiera, en lo que acontece hoy. Posible o no, hábil o no, eso no sería honrado. Sobre todo, no sería conforme a como, en relación a un libro, debe ser la reserva de quien lo ha escrito. Se produce un libro: acontecimiento minúsculo, pequeño objeto manuable. Desde entonces, es arrastrado a un incesante juego de repeticiones; sus «dobles», a su alrededor y muy lejos de él, se ponen a pulular; cada lectura le da, por un instante, un cuerpo impalpable y único; circulan fragmentos de él mismo que se hacen pasar por él, que, según se cree, lo contienen casi por entero y en los cuales finalmente, le ocurre que encuentra refugio; los comentarios lo desdoblan, otros discursos donde finalmente debe aparecer él mismo, confesar lo que se había negado a decir, librarse de lo que ostentosamente simulaba ser. La reedición en otro momento, en otro lugar es también uno de tales dobles: ni completa simulación ni completa identidad.
Grande es la tentación, para quien escribe el libro, de imponer su ley a toda esa profusión de simulacros, de prescribirles una forma, de darles una identidad, de imponerles una marca que dé a todos cierto valor constante. «Yo soy el autor: mirad mi rostro o mi perfil; esto es a lo que deben parecerse todas esas figuras calcadas que van a circular con mi nombre; aquellas que se le aparten no valdrán nada; y es por su grado de parecido como podréis juzgar del valor de las demás. Yo soy el nombre, la ley, el alma, el secreto, el equilibrio de todos esos dobles míos». Así se escribe el prólogo, primer acto por el cual empieza a establecerse la monarquía del autor, declaración de tiranía: mi intención debe ser vuestro precepto, plegaréis vuestra lectura, vuestros análisis, vuestras críticas, a lo que yo he querido hacer. Comprended bien mi modestia: cuando hablo de los límites de mi empresa, mi intención es reducir vuestra libertad; y si proclamo mi convicción de no haber estado a la altura de mi tarea, es porque no quiero dejaros el privilegio de oponer a mi libro el fantasma de otro, muy cercano a él, pero más bello. Yo soy el monarca de las cosas que he dicho y ejerzo sobre ellas un imperio eminente: el de mi intención y el del sentido que he deseado darles. Yo quiero que un libro, al menos del lado de quien lo ha escrito, no sea más que las frases de que está hecho; que no se desdoble en el prólogo, ese primer simulacro de sí mismo, que pretende imponer su ley a todos los que, en el futuro, podrían formarse a partir de él. Quiero que este objeto-acontecimiento, casi imperceptible entre tantos otros, se re-copie, se fragmente, se repita, se imite, se desdoble y finalmente desaparezca sin que aquél a quien le tocó producirlo pueda jamás reivindicar el derecho de ser su amo, de imponer lo que debe decir, ni de decir lo que debe ser. En suma, quiero que un libro no se dé a sí mismo ese estatuto de texto al cual bien sabrán reducirlo la pedagogía y la crítica; pero que no tenga el desparpajo de presentarse como discurso: a la vez batalla y arma, estrategia y choque, lucha y trofeo o herida, coyuntura y vestigios, cita irregular y escena respetable.
Por eso, a la demanda que se me ha hecho de escribir un nuevo prólogo para este libro reeditado, sólo he podido responder una cosa: suprimamos el antiguo. Eso sería lo honrado. No tratemos de justificar este viejo libro, ni de re-inscribirlo en el presente; la serie de acontecimientos a los cuales concierne y que son su verdadera ley está lejos de haberse cerrado. En cuanto a novedad, no finjamos descubrirla en él, como una reserva secreta, como una riqueza antes inadvertida: sólo está hecha de las cosas que se han dicho acerca de él, y de los acontecimientos a que ha sido arrastrado.
Me contentaré con añadir dos textos: uno, ya publicado, en el cual comento una frase que dije un poco a ciegas: «la locura, la falta de obra»; el otro inédito en Francia, en el cual trato de contestar a una notable crítica de Derrida.
—Pero ¡usted acaba de hacer un prólogo!
—Por lo menos es breve
MlCHEL FOUCAULT
AL FINAL de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental. En las márgenes de la comunidad, en las puertas de las ciudades, se abren terrenos, como grandes playas, en los cuales ya no acecha la enfermedad, la cual, sin embargo, los ha dejado estériles e inhabitables por mucho tiempo. Durante siglos, estas extensiones pertenecerán a lo inhumano. Del siglo XIV al XVII, van a esperar y a solicitar por medio de extraños encantamientos una nueva encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de purificación y de exclusión.
Desde la Alta Edad Media, hasta el mismo fin de las Cruzadas, los leprosarios habían multiplicado sobre toda la superficie de Europa sus ciudades malditas. Según Mateo de París, había hasta 19 mil en toda la Cristiandad.
Desde hacía ya un siglo, el poder real había emprendido el control y la reorganización de la inmensa fortuna que representaban los bienes inmuebles de las leproserías; por medio de una ordenanza del 19 de diciembre de 1543, Francisco I había ordenado que se hiciera un censo y un inventario «para remediar el gran desorden que existía entonces en los leprosarios»; a su vez, Enrique IV prescribió en un edicto de 1606 una revisión de cuentas, y afectó «los dineros que se conseguirían en esta búsqueda al mantenimiento de gentiles-hombres pobres y soldados baldados». El 24 de octubre de 1612 se vuelve a ordenar el mismo control, pero esta vez se decide que se utilicen los ingresos excesivos para dar de comer a los pobres.
En realidad, la cuestión de los leprosarios no se arregló en Francia antes del fin del siglo XVII, y la importancia económica del problema suscitó más de un conflicto. ¿No existían aún, en el año de 1677, 44 leprosarios solamente en la provincia del Delfinado. Sólo, con Saint-Mesmin, el recinto de Ganets, cerca de Burdeos, quedará como testimonio.
Para un millón y medio de habitantes, existían en el siglo XII, en Inglaterra y Escocia, 220 leprosarios. Pero en el siglo XIV el vacío comienza a cundir; cuando Ricardo III ordena una investigación acerca del hospital de Ripon, en 1342, ya no hay ningún leproso, y el rey concede a los pobres los bienes de la fundación. El arzobispo Puisel había fundado a finales del siglo XII un hospital, en el cual, en 1434, solamente se reservaban dos plazas para leprosos, y eso si se pudiera encontrar alguno.
El mismo fenómeno de desaparición de la lepra ocurre en Alemania, aunque quizás allí la enfermedad retroceda con mayor lentitud; igualmente observamos la conversión de los bienes de los leprosarios (conversión apresurada por la Reforma, igual que en Inglaterra) en fondos administrados por las ciudades, destinados a obras de beneficencia y establecimientos hospitalarios; así sucede en Leipzig; en Munich, en Hamburgo. En 1542, los bienes de los leprosarios de Schleswig-Holstein son transferidos a los hospitales. En Stuttgart, el informe de un magistrado, de 1589, indica que desde cincuenta años atrás no existen leprosos en la casa que les fuera destinada. En Lipplingen, el leprosario es ocupado rápidamente por incurables y por locos.
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