Michel Foucault - Vigilar y Castigar
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- Libro:Vigilar y Castigar
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
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Vigilar y Castigar: resumen, descripción y anotación
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La prisión es menos reciente de lo que se dice cuando se la hace nacer con los nuevos Códigos. La forma-prisión prexiste a su utilización sistemática en las leyes penales. Se ha constituido en el exterior del aparato judicial, cuando se elaboraron, a través de todo el cuerpo social, los procedimientos para repartir a los individuos, fijarlos y distribuirlos espacialmente, clasificarlos, obtener de ellos el máximo de tiempo y el máximo de fuerzas, educar su cuerpo, codificar su comportamiento continuo, mantenerlos en una visibilidad sin lagunas, formar en torno de ellos todo un aparato de observación, de registro y de notaciones, constituir sobre ellos un saber que se acumula y se centraliza. La forma general de un equipo para volver a los individuos dóciles y útiles, por un trabajo preciso sobre su cuerpo, ha diseñado la institución-prisión, antes que la ley la definiera como la pena por excelencia. Hay, en el viraje decisivo de los siglos XVIII y XIX, el paso a una penalidad de detención, es cierto; y ello era algo nuevo. Pero se trataba de hecho de la apertura de la penalidad a unos mecanismos de coerción elaborados ya en otra parte. Los "modelos" de la detención penal —Gante, Gloucester, Walnut Street— marcan los primeros puntos posibles de esta transición, más que innovaciones o puntos de partida. La prisión, pieza esencial en el arsenal punitivo, marca seguramente un momento importante en la historia de la justicia penal: su acceso a la "humanidad". Pero también un momento importante en la historia de esos mecanismos disciplinarios que el nuevo poder de clase estaba desarrollando: aquel en que colonizan la institución judicial. En el viraje de los dos siglos, una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma manera sobre todos sus miembros, y en la que cada uno de ellos está igualmente representado; pero al hacer de la detención la pena por excelencia, esa nueva legislación introduce procedimientos de dominación característicos de un tipo particular de poder. Una justicia que se dice "igual", un aparato judicial que se pretende "autónomo", pero que padece las asimetrías de las sujeciones disciplinarias, tal es la conjunción de nacimiento de la prisión, "pena de las sociedades civilizadas".
Puede comprenderse el carácter de evidencia que la prisión-castigo ha adquirido desde muy pronto. Ya en los primeros años del siglo XIX se tendrá conciencia de su novedad; y sin embargo, ha aparecido tan ligada, y en profundidad, con el funcionamiento mismo de la sociedad, que ha hecho olvidar todos los demás castigos que los reformadores del siglo XVIII imaginaron. Pareció sin alternativa, y llevada por el movimiento mismo de la historia: "No ha sido la casualidad, no ha sido el capricho del legislador los que han hecho del encarcelamiento la base y el edificio casi entero de nuestra escala penal actual: es el progreso de las ideas y el suavizamiento de las costumbres." Y si, en poco más de un siglo, el clima de evidencia se ha trasformado, no ha desaparecido. Conocidos son todos los inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa cuando no es inútil. Y sin embargo, no se "ve" por qué remplazaría. Es la detestable solución de la que no sabría hacerse la economía.
Esta "evidencia" de la prisión de la que nos separamos tan mal se funda, en primer lugar, sobre la forma simple de la "privación de libertad". ¿Cómo podría dejar de ser la prisión la pena por excelencia en una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera y al cual está apegado cada uno por un sentimiento "universal y constante"? Su pérdida tiene, pues, el mismo precio para todos; mejor que la multa, la prisión es el castigo "igualitario". Claridad en cierto modo jurídica de la prisión. Además permite cuantificar exactamente la pena según la variable del tiempo. Hay una forma-salario de la prisión que constituye, en las sociedades industriales, su "evidencia" económica. Y le permite aparecer como una reparación. Tomando el tiempo del condenado, la prisión parece traducir concretamente la idea de que la infracción ha lesionado, por encima de la víctima, a la sociedad entera. Evidencia económico-moral de una penalidad que monetiza los castigos en días, en meses, en años, y que establece equivalencias cuantitativas delitos-duración. De ahí la expresión tan frecuente, tan conforme con el funcionamiento de los castigos, aunque contraria a la teoría estricta del derecho penal, de que se está en la prisión para "pagar su deuda". La prisión es "natural", como es "natural" en nuestra sociedad el uso del tiempo para medir los intercambios.
Pero la evidencia de la prisión se funda también sobre su papel, supuesto o exigido, de aparato de trasformar los individuos. ¿Cómo no sería la prisión inmediatamente aceptada, ya que no hace al encerrar, al corregir, al volver dócil, sino reproducir, aunque tenga que acentuarlos un poco, todos los mecanismos que se encuentran en el cuerpo social? La prisión: un cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío; pero, en el límite, nada de cualitativamente distinto. Este doble fundamento —jurídico-económico de una parte, técnico-disciplinario de otra— ha hecho aparecer la prisión como la forma más inmediata y más civilizada de todas las penas. Y es este doble funcionamiento el que le ha dado inmediatamente su solidez. Una cosa es clara, en efecto: la prisión no ha sido al principio una privación de libertad a la cual se le confiriera a continuación una función técnica de corrección; ha sido desde el comienzo una "detención legal" encargada de un suplemento correctivo, o también, una empresa de modificación de los individuos que la privación de libertad permite hacer funcionar en el sistema legal. En suma, el encarcelamiento penal, desde el principio del siglo XIX, ha cubierto a la vez la privación de la libertad y la trasformación técnica de los individuos.
Recordemos cierto número de hechos. En los Códigos de 1808 y de 1810, y las medidas que los precedieron o siguieron inmediatamente, la prisión no se confunde jamás con la simple privación de libertad. Es, o debe ser en todo caso, un mecanismo diferenciado y finalizado. Diferenciado puesto que no debe tener la misma forma, según se trate de un acusado o de un condenado, de un internado en un correccional o de un criminal; cárcel, correccional, prisión central deben corresponder en principio, sobre poco más o menos, a estas diferencias, y asegurar un castigo no sólo graduado en intensidad, sino diversificado en cuanto a sus fines. Porque la prisión tiene un fin, establecido desde un principio: "Al infligir la ley unas penas más graves las unas que las otras, no puede permitir que el individuo condenado a unas penas ligeras se encuentre encerrado en el mismo local que el criminal condenado a penas más graves;… si la pena infligida por la ley tiene por fin principal la reparación del crimen, persigue asimismo la enmienda del culpable." Las técnicas correctoras forman parte inmediatamente de la armazón institucional de la detención penal.
Hay que recordar también que el movimiento para reformar las prisiones, para controlar su funcionamiento, no es un fenómeno tardío. No parece siquiera haber nacido de una comprobación de fracaso debidamente establecido. La "reforma" de la prisión es casi contemporánea de la prisión misma. Es como su programa. La prisión se ha encontrado desde el comienzo inserta en una serie de mecanismos de acompañamiento, que deben en apariencia corregirla, pero que parecen formar parte de su funcionamiento mismo; tan ligados han estado a su existencia a lo largo de toda su historia. Ha habido, inmediatamente, una tecnología charlatana de la prisión. Investigaciones: la de Chaptal ya en 1801 (cuando se trataba de hacer la relación de lo que se podía utilizar para implantar en Francia el aparato penitenciario), la de Decazes en 1819, el libro de Villermé, publicado en 1820, el informe sobre las prisiones centrales hecho por Martignac en 1829, las investigaciones llevadas a cabo en los Estados Unidos por Beaumont de Toc-queville en 1831, por Demetz y Blouet en 1835, los cuestionarios dirigidos por Montalivet a los directores de centrales y a los consejos generales en pleno debate sobre el aislamiento de los detenidos. Sociedades para controlar el funcionamiento de las prisiones y proponer su mejora: en 1818, la muy oficial
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