Después de la publicación del primer tomo de la Historia de la Sexualidad —dice Michel Foucault— «recentré todo mi estudio en la genealogía del hombre de deseo, desde la Antigüedad clásica hasta los primeros siglos del cristianismo. Seguí una distribución cronológica simple: un primer volumen, El uso de los placeres, está consagrado a la forma en que la actividad sexual ha sido problematizada por los filósofos y los médicos, en la cultura griega clásica del siglo IV a.C.; La Inquietud de sí está consagrado a esta problematización en los textos griegos y latinos de los dos primeros siglos de nuestra era; finalmente, Los testimonios de la carne trata de la formación de la doctrina y de la pastoral de la carne. En cuanto a los documentos que habré de utilizar, en gran parte serán textos ‘prescriptivos’; por ello quiero decir textos que, sea cual fuere su forma (discurso, diálogo, tratado, compilación de preceptos, cartas, etc.), su objeto principal es proponer reglas de conducta. Sólo me dirigiré a los textos teóricos sobre la doctrina del placer o de las pasiones con el fin de hallar en ellos mayor claridad. El dominio que analizaré está constituido por textos que pretenden dar reglas, opiniones, consejos para comportarse como se debe: textos ‘prácticos’, que en sí mismos son objeto de ‘práctica’ en la medida en que están hechos para ser leídos, aprendidos, meditados, utilizados, puestos a prueba y en que buscan constituir finalmente el armazón de la conducta diaria. Estos textos tienen como función ser operadores que permitan a los individuos interrogarse sobre su propia conducta, velar por ella, formarla y darse forma a sí mismos como sujetos éticos: revelan en suma una función ‘eto-poética’, para transponer una palabra que se encuentra en Plutarco.»
Michel Foucault
El uso de los placeres
Historia de la sexualidad 2
ePub r1.0
mandius20.10.13
INTRODUCCIÓN
1. MODIFICACIONES
Esta serie de investigaciones aparece más tarde de lo que había previsto y bajo una forma totalmente distinta.
He aquí el porqué. No debían ser ni una historia de los comportamientos ni una historia de las representaciones, pero sí una historia de la «sexualidad»: las comillas tienen su importancia. Mi propósito no era reconstruir una historia de las conductas y prácticas sexuales, según sus formas sucesivas, su evolución y su difusión. Tampoco era mi intención analizar las ideas (científicas, religiosas o filosóficas) a través de las cuales nos hemos representado tales comportamientos. En principio, quería detenerme ante esta noción, tan cotidiana, tan reciente, de «sexualidad»: tomar distancia respecto a ella, evitar su evidencia familiar, analizar el contexto teórico y práctico al que está asociada. El propio término de «sexualidad» apareció tardíamente, a principios del siglo XIX . Se trata de un hecho que no hay que subestimar ni sobreinterpretar. Señala algo más que un cambio de vocabulario, pero evidentemente no marca el surgimiento súbito de aquello con lo que se relaciona. Se ha reconocido el uso de la palabra en relación con otros fenómenos: el desarrollo de campos de conocimiento diversos (que cubren tanto los mecanismos biológicos de la reproducción como las variantes individuales o sociales del comportamiento); el establecimiento de un conjunto de reglas y normas, en parte tradicionales, en parte nuevas, que se apoyan en instituciones religiosas, judiciales, pedagógicas, médicas; cambios también en la manera en que los individuos se ven llevados a dar sentido y valor a su conducta, a sus deberes, a sus placeres, a sus sentimientos y sensaciones, a sus sueños. Se trataba, en suma, de ver cómo, en las sociedades occidentales modernas, se había ido conformando una «experiencia» por la que los individuos iban reconociéndose como sujetos de una «sexualidad», abierta a dominios de conocimiento muy diversos y articulada con un sistema de reglas y de restricciones. El proyecto era por lo tanto el de una historia de la sexualidad como experiencia, si entendemos por experiencia la correlación, dentro de una cultura, entre campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad.
Hablar así de la sexualidad implicaba liberarse de un esquema de pensamiento que entonces era muy común: hacer de la sexualidad una invariable y suponer que, si adopta en sus manifestaciones formas históricamente singulares, lo hace gracias a mecanismos diversos de represión, a los que se encuentra expuesta sea cual fuere la sociedad; lo cual corresponde a sacar del campo histórico al deseo y al sujeto del deseo y a pedir que la forma general de lo prohibido dé cuenta de lo que pueda haber de histórico en la sexualidad. Pero el rechazo de esta hipótesis no era suficiente por sí mismo. Hablar de la «sexualidad» como de una experiencia históricamente singular suponía también que pudiéramos disponer de instrumentos susceptibles de analizar, según su carácter propio y según sus correlaciones, los tres ejes que la constituyen: la formación de los saberes que a ella se refieren, los sistemas de poder que regulan su práctica y las formas según las cuales los individuos pueden y deben reconocerse como sujetos de esa sexualidad. Ahora bien, acerca de los dos primeros puntos, el trabajo que había emprendido anteriormente —fuera acerca de la medicina y de la psiquiatría, fuera acerca del poder punitivo y de las prácticas disciplinarias— me daba los instrumentos que necesitaba; el análisis de las prácticas discursivas permitía seguir la formación de los saberes al evitar el dilema de la ciencia y la ideología; el análisis de las relaciones de poder y de sus tecnologías permitía contemplarlas como estrategias abiertas, al evitar la alternativa de un poder concebido como dominación o denunciado como simulacro.
En cambio, el estudio de los modos por medio de los cuales los individuos son llevados a reconocerse como sujetos sexuales me planteaba muchas más dificultades. La noción de deseo o la de sujeto deseante constituía pues, si no una teoría, por lo menos un tema teórico generalmente aceptado. Esta misma aceptación era extraña: se trata del tema con el que en efecto nos encontramos, con ciertas variantes, en el propio corazón de la teoría clásica de la sexualidad, pero también en las concepciones que buscaban desprenderse de ella; esa misma que parecía haber sido el legado, en los siglos XIX y XX , de una larga tradición cristiana. La experiencia de la sexualidad puede realmente distinguirse, como figura histórica singular, de la experiencia cristiana de la «carne»: ambas parecen dominadas por el principio del «hombre de deseo». Sea lo que fuere, parecía difícil analizar la formación y la evolución de la experiencia de la sexualidad a partir del siglo XVIII sin hacer, por lo que atañe al deseo y al sujeto deseante, un trabajo histórico y crítico, sin emprender, por lo tanto, una «genealogía». Por genealogía no entiendo hacer una historia de los sucesivos conceptos del deseo, de la concupiscencia o de la libido, sino más bien analizar las prácticas mediante las cuales los individuos se vieron llevados a prestarse atención a ellos mismos, a descubrirse, a reconocerse y a declararse como sujetos de deseo, haciendo jugar entre unos y otros una determinada relación que les permite descubrir en el deseo la verdad de su ser, sea natural o caído. En resumen, la idea era, en esta genealogía, indagar cómo los individuos han sido llevados a ejercer sobre sí mismos, y sobre los demás, una hermenéutica del deseo en la que el comportamiento sexual ha sido sin duda la circunstancia, pero ciertamente no el dominio exclusivo. En suma: para comprender cómo el individuo moderno puede hacer la experiencia de sí mismo, como sujeto de una «sexualidad», era indispensable despejar antes la forma en que, a través de los siglos, el hombre occidental se vio llevado a reconocerse como sujeto de deseo.