Michel Foucault - El pensamiento del afuera
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- Libro:El pensamiento del afuera
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2013
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El pensamiento del afuera: resumen, descripción y anotación
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Con El pensamiento del afuera, Foucault pone a punto y desarrolla uno de los temas constantes de sus investigaciones: el «pensar» en relación con la literatura, o mejor aún, con cierto uso del lenguaje al margen de sus modos discursivos, y el «afuera» como instancia soberana del saber y no-lugar donde la palabra literaria se desarrolla a sí misma en un espacio neutro, sin límites y sin tiempo, que no es ya el espacio clásico y cerrado de la representación. En la órbita de Las palabras y las cosas, El pensamiento del afuera es un capítulo necesario en la elaboración de esa Historia del pensamiento, que es en cierto modo toda la obra de Foucault. Nuevo punto de encuentro con Blanchot (con quien, sin embargo, no llegaría a encontrarse nunca personalmente), este texto apareció previamente en el nº 229 de «Critique» (junio de 1966) dedicado a Maurice Blanchot, cuya obra testimonia, mejor que ninguna otra, esa «experiencia del afuera» que, al hacer emerger el pensamiento nos descubre el ser mismo del lenguaje.
Michel Foucault
ePub r1.0
Moro11.05.13
Título original: La pensée du dehors
Michel Foucault, 1966
Traducción: Manuel Arranz Lázaro
Editor digital: Moro
ePub base r1.0
M ICHEL F OUCAULT . Nacido como Paul-Michel Foucault (Poitiers, 15 de octubre de 1926 – París, 25 de junio de 1984) fue un historiador de las ideas, teórico social y filósofo francés. Fue profesor en varias universidades francesas y estadounidenses y catedrático de Historia de los sistemas de pensamiento en el Collège de France (1970-1984), en reemplazo de la cátedra de «Historia del pensamiento filosófico» que ocupó hasta su muerte Jean Hyppolite. El 12 de abril de 1970, la asamblea general de profesores del College de France eligió a Michel Foucault, que por entonces tenía 43 años, como titular de la nueva cátedra. Su trabajo ha influido en importantes personalidades de las ciencias sociales y las humanidades.
Foucault es conocido principalmente por sus estudios críticos de las instituciones sociales, en especial la psiquiatría, la medicina, las ciencias humanas, el sistema de prisiones, así como por su trabajo sobre la historia de la sexualidad humana. Su trabajo sobre el poder y las relaciones entre poder, conocimiento y discurso ha sido ampliamente debatido. En los años 1960, Foucault estuvo asociado al estructuralismo, un movimiento del que se distanció más adelante, después de que, en algunas de sus primeras obras, coqueteara con el lenguaje estructuralista. Foucault también rechazó las etiquetas de postestructuralista y postmoderno, que le eran aplicadas habitualmente, prefiriendo clasificar su propio pensamiento como una crítica histórica de la modernidad con raíces en Kant. Más, precisamente, denominó su proyecto teórico como una Ontología crítica de la actualidad, siguiendo la impronta kantiana, en el texto ¿Qué es la ilustración? Fue influenciado profundamente por la filosofía alemana, especialmente por Nietzsche. Su «genealogía del conocimiento» es una alusión directa a la «genealogía de la moral» de Nietzsche. En una de sus últimas entrevistas declaró definitivamente: «Soy un nietzscheano». También por Martín Heidegger. De él dirá, en una entrevista de junio de 1984: «Heidegger ha sido mi filósofo esencial».
En 2007 Foucault fue considerado por el The Times Higher Education Guide como el autor más citado del mundo en el ámbito de Humanidades en dicho año.
La verdad griega se estremeció, antiguamente, ante esta sola afirmación: «miento». «Hablo» pone a prueba toda la ficción moderna.
Estas dos afirmaciones, a decir verdad, no tienen el mismo peso. Ya se sabe que el argumento de Epiménides puede refutarse si se distingue, en el interior de un discurso que gira artificiosamente sobre sí mismo, dos proposiciones, de las cuales la una es objeto de la otra. La configuración gramatical de la paradoja (sobre todo si está urdida en la simple forma de «miento») por más que trate de esquivar esta esencial dualidad, no puede suprimirla. Toda proposición debe ser de un «tipo» superior a la que le sirve de objeto. Que se produzca un efecto de recurrencia de la proposición-objeto a aquella que la designa, que la sinceridad del Cretense, en el momento en que habla, se vea comprometida por el contenido de su afirmación, que pueda estar mintiendo al hablar de la mentira —todo esto es menos un obstáculo lógico insuperable que la consecuencia de un hecho puro y simple: el sujeto hablante es el mismo que aquel del que se habla.
En el momento en que pronuncio lisa y llanamente «hablo», no me encuentro amenazado por ninguno de esos peligros; y las dos proposiciones que encierra ese único enunciado («hablo» y «digo que hablo») no se comprometen una a la otra en absoluto. Estoy a buen recaudo en la fortaleza inexpugnable donde la afirmación se afirma, ajustándose exactamente a sí misma, sin desbordar sobre ningún margen y conjurando toda posibilidad de error, puesto que no digo nada más que el hecho de que hablo. La proposición-objeto y aquella que la enuncia se comunican sin ningún obstáculo ni reticencia, no sólo por el lado de la palabra de que se trata, sino también por el lado del sujeto que articula esta palabra. Es por tanto verdad, irrefutablemente verdad, que hablo cuando digo que hablo.
Pero podría ocurrir que las cosas no fueran tan simples. Si bien la posición formal del «hablo» no plantea ningún problema específico, su sentido, a pesar de su aparente claridad, abre un abanico de cuestiones quizá ilimitado. «Hablo» en efecto se refiere a un discurso que, a la vez que le ofrece un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso está ausente; el «hablo» no es dueño de su soberanía más que en la ausencia de cualquier otro lenguaje; el discurso del que hablo no preexiste a la desnudez enunciada en el momento en que digo «hablo»; y desaparece en el mismo instante en que me callo. Toda posibilidad de lenguaje se encuentra aquí evaporada por la transitividad en que el lenguaje se produce. El desierto es su elemento. ¿A qué extrema sutileza, a qué punto singular y tenue, llegaría un lenguaje que quisiera reivindicarse en la despojada forma del «hablo»? A menos, precisamente, que el vacío en que se manifiesta la exigüidad sin contenido del «hablo» no sea una abertura absoluta por donde el lenguaje puede propagarse al infinito, mientras el sujeto —el «yo» que habla— se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en este espacio desnudo. Si en efecto el lenguaje sólo tiene lugar en la soberanía solitaria del «hablo», nada tiene derecho a limitarlo, —ni aquel al que se dirige, ni la verdad de lo que dice, ni los valores o los sistemas representativos que utiliza; en una palabra, ya no es discurso ni comunicación de un sentido, sino exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que lo detenta, que afirma y juzga mediante él, representándose a veces bajo una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje.
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