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Alberto Vázquez-Figueroa - La ruta de Orellana

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Alberto Vázquez-Figueroa La ruta de Orellana

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ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA Natural de Santa Cruz de Tenerife Canarias España - photo 1

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA. Natural de Santa Cruz de Tenerife (Canarias, España), nací el 11 de octubre de 1936. Antes de cumplir un año, mi familia y yo fuimos deportados por motivos políticos a África, donde permanecí entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis años. A los veinte, me convertí en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela Cruz del Sur.

Cursé estudios de periodismo y en 1962 comencé a trabajar como enviado especial de Destino, La Vanguardia y, posteriormente, de Televisión Española. Durante quince años visité casi un centenar de países y fui testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos, las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala, etc. Las secuelas de un grave accidente de inmersión me obligaron a abandonar mis actividades como enviado especial.

Tras dedicarme una temporada a la dirección cinematográfica, me centré por entero en la creación literaria. He publicado numerosos libros, entre los que cabe mencionar: Tuareg, Ébano, Manaos, Océano, Yáiza, Maradentro, El perro, Viracocha, La iguana, Nuevos dioses, Bora Bora, la serie Cienfuegos, La ordalía del veneno, El agua prometida, la obra de teatro La taberna de los cuatro vientos, la autobiografía Anaconda y Por mil millones de dólares. Algunas de mis novelas han sido adaptadas al cine.

CAPÍTULO PRIMERO DE GUAYAQUIL A QUITO El inmenso avión comienza a descender de - photo 2

CAPÍTULO PRIMERO

DE GUAYAQUIL A QUITO

El inmenso avión comienza a descender; de los helados nueve mil metros, a la caliente Guayaquil. Desde el aire, contemplo largamente el mar y la ciudad. El río Guayas, sucio y calmoso, que se ha venido abriendo paso desde las cumbres de los Andes, allá a lo lejos, parece desperezarse, cansino, en sus últimos kilómetros, antes de entregarse definitivamente al Pacífico.

Quiero detenerme a pensar en que voy a recorrer Sudamérica de parte a parte, de océano a océano, a través de siete mil kilómetros de río, pero no lo consigo. Ahora todo cuanto me importa es la ciudad que me espera: Guayaquil.

¡Guayaquil! Su nombre me ha llamado siempre la atención; tiene algo de poético, de dramático quizá. Guayas fue un cacique indígena; Quil, su esposa. El día en que los españoles conquistaron sus tierras para establecerse definitivamente en ellas, expulsándolos, Guayas y Quil se suicidaron. Los españoles, impresionados, le pusieron su nombre a la ciudad.

En realidad Guayaquil fue fundada tres veces; la segunda de ellas por Francisco de Orellana, el tuerto trujillano, capitán de los ejércitos de Francisco Pizarro, pero nunca he sabido a ciencia cierta si fue él o alguno de sus otros fundadores quien dio ese nombre a la ciudad.

Destruida por incendios y seísmos; asaltada por piratas e indios bravos, conserva muy poco, si es que conserva algo, de la que levantó Orellana en 1536, y hoy se ha convertido en el centro económico del Ecuador y uno de los más importantes puertos del Pacífico, por el que se exportan la mayoría de los productos ecuatorianos, sobre todo sus plátanos; infinidad de racimos de plátanos, de los que este pequeño país es el principal proveedor mundial.

No se puede decir que Guayaquil sea en verdad una ciudad agradable. Demasiado caliente para nuestro gusto de europeos; demasiado activa y trabajadora para nuestro temperamento; demasiado igual a tantas otras ciudades americanas, para nuestras ansias de tipismo.

Insalubre —ya que fue necesario construirla al fondo de un pantano para defenderla de los ataques de indios y piratas—, ha necesitado mucho esfuerzo para convertirse en la moderna ciudad actual que hace la competencia a Quito, aunque sea esta última la capital del país. Como ocurre con Madrid y Barcelona, Roma y Milán, Nueva York y Washington, Quito es la capital política y cultural del Ecuador, mientras que en Guayaquil reside su fuerza y su potencial económico.

No deseaba quedarme mucho tiempo allí, pero un guayaquileño acérrimo, Gastón Fernández —gerente general de la Corporación Ecuatoriana de Turismo—, se empeñó en que no podía irme sin haber visitado las playas de Salinas, o haber pescado el «marling» en Punta Carnero. Tuve que aceptar, y me llamó poderosamente la atención el paisaje que durante dos horas tuvimos que atravesar para llegar a Salinas, cruzando la pequeña península de Santa Elena.

Pocas veces en mi vida, y salvo en el Sahara, he podido contemplar un desierto de semejantes características, en el que los árboles parecen clamar al cielo por una gota de agua para sus desnudas ramas; en que la tierra, de tan calcinada por el sol, se diría quemada por el fuego.

Es un paisaje realmente inhóspito; allí, tan cerca, sin embargo, de la exuberancia de los valles andinos; a una hora de vuelo de la increíble floresta amazónica. En el desierto de la península de Santa Elena no ha caído una gota de agua en nueve años, y a poco más de cien kilómetros se encuentra una de las regiones de mayor pluviosidad del mundo. Es uno de los muchos contrastes que pueden darse en el pequeño Ecuador.

En Salinas me bañé en su hermosa playa, y en Punta Carnero pesqué el maravilloso «marling», que vienen a buscar aficionados de todo el mundo. No en vano se ha capturado aquí el ejemplar que ostenta el récord mundial de dicha especie, y son estas aguas tan ricas en su pesca que, en una mañana, cayeron en nuestro poder tres magníficas piezas de más de cien kilos.

Punta Carnero invita a quedarse, a disfrutar de unas largas vacaciones, pero yo me sentía impaciente por comenzar mi viaje siguiendo las huellas de Orellana.

Regresé a Guayaquil. A los cinco años de su fundación éste era ya puerto clave del Pacífico, y su gobernador —Francisco de Orellana—, un hombre poderoso e importante a sus escasos treinta años de edad. Veterano de la guerra del Perú, ya héroe y ya tuerto, otro que no fuera él se hubiera conformado con disfrutar el fin de sus días de una bien ganada posición que le había costado tantos esfuerzos. Sin embargo, cuando supo que su antiguo compañero de armas Gonzalo Pizarro, hermano de su señor don Francisco Pizarro, virrey del Perú, preparaba en Quito una poderosa expedición que había de adentrarse en las desconocidas selvas de Oriente en busca del «País de la Canela», Orellana sintió de inmediato el llamado de la aventura.

Cinco años de tranquilidad eran muchos. Ya sentía que su sangre hormigueaba con la necesidad de entrar de nuevo en acción; de ceñir la espada e iniciar la larga caminata en pos de algo tan quimérico como ese «País de la Canela» del que nadie sabía, en aquel entonces, absolutamente nada; salvo que alguien, en alguna parte, había dicho que existía allí, muy lejos, selva adentro.

El trujillano experimentó la urgente necesidad de entrevistarse con el menor de los Pizarro, ofrecerle su espada, brindarle su compañía. No tuvo que pensarlo mucho para iniciar el camino hacia Quito, donde sabía que ya Gonzalo había comenzado a preparar su ejército.

En aquellos tiempos no debía resultar sencilla la ascensión desde Guayaquil, situada al nivel del mar, a los tres mil metros de altitud de Quito, atravesando regiones dominadas por indios aún hostiles a los españoles. De todos ellos hoy no queda más que esa tribu pintoresca y absurda: los Colorados, que escondidos en un valle de los Andes, cara al mar, parecen no haber evolucionado en estos últimos cuatrocientos años.

¿Conoció Orellana a los Colorados? No es posible saberlo, ya que, probablemente, él siguió la ruta de Riobamba y Latacunga, desviada hacia el Sur.

Pese a ello me pareció que no debía abandonar la región sin hacer una visita a esta curiosa tribu, a la que no reconozco ningún pariente próximo, y que son, junto a los chayapas de Esmeraldas, los únicos indios de selva que habitan al occidente de los Andes en toda la América del Sur.

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