Alberto Vázquez-Figueroa - Arena y viento
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- Libro:Arena y viento
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1953
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Arena y viento: resumen, descripción y anotación
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ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA nació en 1936 en Santa Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada a África por motivos políticos, donde permaneció entre Marruecos y el Sáhara hasta cumplir los dieciséis. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela Cruz del Sur. Cursó estudios de periodismo, y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de Destino, La Vanguardia y posteriormente de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar: Tuareg, Ébano, Manaos, Océano, Yáiza, Maradentro, Viracocha, La iguana, Nuevos dioses, Bora Bora, la serie Cienfuegos, Los ojos del tuareg y El señor de las tinieblas. Nueve de sus novelas han sido adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.
A los seres queridos:
el recuerdo de mi madre;
mi padre, mi hermano, y tú.
Título original: Arena y viento
Alberto Vázquez-Figueroa, 1953
Diseño de portada: Alicia Sánchez
Fotografía de portada: Sarah M. Golonka
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
Desierto: Deshabitado, sin vida .
Sáhara: Tierra que solo sirve para cruzarla .
Desierto del Sáhara: La deshabitada tierra que solo sirve para cruzarla .
Para quien desconozca este rincón del mundo, y únicamente se rija por las tristes palabras con que los hombres lo han bautizado, este será siempre un lugar en que no puede florecer la vida, y, por tanto, no existe el amor ni la alegría; y resulta inconcebible que seres humanos habiten allí, y allí sufran y rían, y allí crean en Dios, y allí tengan sus hijos.
Y sin embargo el hombre del desierto, el saharaui, nómada o sedentario, que vive bajo un simple trozo de tela, o en una casita de barro y cal, es un ser que ama a su tierra, que se aferra a ella, y que, llegado el momento, siente la nostalgia de sus infinitas llanuras solitarias, donde la vista se pierde en todas direcciones sin que un solo punto oscuro rompa la igualdad de las amarillentas dunas o de los rojizos pedregales.
Las tierras forjan a sus habitantes, y por ello el saharaui es un hombre fuerte, duro, acostumbrado a sobrevivir pese a las más adversas condiciones; pero al mismo tiempo es ingenuo, bondadoso, hospitalario, y su mente, como sus costumbres, han quedado atrasadas, perdidas en la bruma de los siglos, casi idénticas a las de aquellos de sus antepasados que vieron llegar a los hombres de don Diego García de Herrera, señor de Fuerteventura y Lanzarote, allá por el año 1402, mucho antes de que la hoy próspera América fuera descubierta.
El hombre europeo que pasa de la civilización al desierto no puede acostumbrarse, y llega a odiarlo; y el día que se aleja de él lo olvida por completo, o solo como una monótona pesadilla perdura en su recuerdo.
Para amar al desierto hay que llegar a comprenderlo, aceptando ese atrasado género de vida; y un hombre habituado al trajín de las ciudades no logra nunca, por más que lo intente, adaptarse a las mentes infantiles y a las pueriles ideas de los habitantes de la llanura.
Ninguna otra raza es tan amante de las leyendas, de los cuentos y viejas historias; y cada noche, al amor de una fogata, que es la única vida que se advierte en el desierto, a la puerta de una jaima se reúnen grandes y chicos, y, mientras los demás escuchan embelesados, los más viejos van relatando las leyendas que les había contado su padre, y que este a su vez había oído del suyo, y así sucesivamente hasta los tiempos en que Mahoma vino al mundo.
Y en pleno siglo veinte la vida es semejante a hace mil años, y los «hijos de las nubes» continúan esperando ver asomar una de ellas en el horizonte para desmontar las jaimas y, a lomos de sus camellos, seguir a aquella blanca promesa de agua que ha de llover, y poder sembrar donde la nube haya descargado, porque la tierra, aunque sedienta, es fértil, y a poco asoma la verde hierba, y la mies crece, y el saharaui se inclina hacia el oriente y, elevando los brazos al cielo, murmura una oración: «Señor, tu misericordia es infinita».
Pero si bien a un adulto le resulta imposible adaptarse a las costumbres de los habitantes del desierto, no ocurre lo mismo con un muchacho que a los trece años se ve trasladado allí y que, aun sin conocer la forma de vivir de aquella gente, sabe algo de su idioma y de su mentalidad, porque durante años ha convivido con sus más cercanos parientes: los árabes de Marruecos.
Y así fue como a esa edad en que se deja de ser niño sin ser aún hombre, y en que la mente está en su máximo poder de asimilación y se adapta con facilidad a cosas nuevas y distintas, me encontré de pronto viviendo en ese punto en que el Sáhara muere en el mar, donde el asfixiante viento del desierto está contenido y dulcificado por la fresca brisa del océano.
Allí permanecí largo tiempo, y llegué a comprender el espíritu del nómada; aprendí a amar a su tierra, e incluso hoy, en que tantos años han pasado, siento a veces la nostalgia de las grandes llanuras, del viento que llora sobre los matojos muertos, y de las leyendas contadas al amor de la hoguera.
Y aún recuerdo la primera vez que me senté sobre la blanda arena, crucé las piernas y, como un guayete más, escuché la historia que contó un anciano de larga barba blanca, ojos cansados y rostro curtido por cien años de viento del desierto.
Y dijo así:
«Alá es grande; alabado sea».
»Hace muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas por sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado uno de mis hermanos, y, aunque tres días de camino separaban mi jaima de la suya, pudo más el amor que por él sentía que la pereza, y emprendí la marcha sin temor alguno, pues, como os digo, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo.
»Había llegado el anochecer del segundo día cuando me encontré ante un campo de muy elevadas dunas, a media distancia entre El Aiun y Cabo Juby, y subí a una de ellas intentando avistar una jaima en que pedir hospitalidad; pero sucedió que no vi ninguna, y decidí por tanto detenerme allí a pasar la noche resguardado del viento, al pie de una duna.
»Lo hice como lo he dicho, y he aquí que el sol y la larga caminata aparecieron, de tal modo que al momento quedé dormido.
»Muy alta habría estado la luna si, por mi desgracia, no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella, cuando de pronto me despertó un grito tan desgarrador e inhumano que me dejó sin ánimo e hizo que me acurrucase presa de pánico.
»Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a este siguieron quejas y lamentaciones en tal número que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus gritos.
»Pero he aquí que de repente sentí que escarbaban en la arena, y a poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo noté sucesivamente en cinco o seis puntos distintos, mientras los lamentos continuaban y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.
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