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Alberto Vázquez-Figueroa - Anaconda

Aquí puedes leer online Alberto Vázquez-Figueroa - Anaconda texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1975, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Alberto Vázquez-Figueroa Anaconda

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1. ARENA Y VIENTO

En junio de 1949, siendo apenas un muchacho, casi un niño, la prematura y trágica muerte de mi madre cambió de improviso mi vida.

En menos de cuarenta y ocho horas pasé de ser el pequeño de la casa, al que todos cuidaban, a encontrarme terriblemente solo y asustado a bordo de un avión que me conducía a un punto perdido en el desierto del Sáhara.

Destrozado mi padre por la súbita tragedia; deshecha la casa; teniendo mi hermano —cuatro años mayor que yo— apenas edad suficiente para cuidar de sí mismo, la única solución fue enviarme con unos tíos que vivían a la sazón en Cabo Juby, minúsculo fuerte militar a la orilla del mar, en el antiguo Sáhara Español.

Resulta difícil intentar describir lo que sentía, atisbando por la ventanilla de uno de aquellos destartalados Junker que hacían el servicio entre las Islas Canarias en 1949, aterrado por el rugir de los motores, con el corazón vacío por la reciente tragedia y viendo quedar atrás —cada vez más lejos, cada vez más pequeño— todo lo que hasta ese momento había sido mi mundo.

El Teide blanco, enorme, asomaba a la derecha, y la isla, verde, viva, cuajada de flores, de bosques, de valles, me traía recuerdos de veranos pasados en familia. Pueblos, casas, caminos. Y luego, abajo, Santa Cruz, con sus calles tan queridas; con su puerto y sus plazas… El colegio en la falda de la montaña, y más allá, mi barrio, mi calle, mi casa… «Mi padre; mi hermano, mis amigos… y el cementerio…». Luego el mar, y Tenerife se convirtió en un punto cada vez más pequeño, cada vez más lejano. Una roca en el agua; un garbanzo en la sopa.

Nubes y cielo; ruido de motores. Escalas y aeropuertos en los que me sentía asustado, minúsculo, perdido…, y al fin, allá, delante, una costa amarilla y plana; una playa inmensa calcinada por un sol de fuego; una soledad inconcebible para un niño canario; un universo monocromo y absurdo… ¡El desierto!

¡Dios!, qué fea palabra me parecía por aquel entonces. Desierto quiere decir «deshabitado, sin vida»… Sáhara: «Tierra que sólo sirve para cruzarla».

A los doce años me dirigía, pues, a encerrarme en la «deshabitada tierra que sólo sirve para cruzarla».

No me sentía mejor que un condenado a la silla eléctrica, y desaparecida mi madre, sin poder ver a mi padre ni a mi hermano, poco me importaba que el viejo Junker se viniera abajo sin dejarme poner nunca pie en aquel infinito arenal sin esperanzas.

Cabo Juby, desde el aire parecía peor que imaginado. Un cuadrado fuerte de paredes rojizas, junto al que se agrupaban un puñado de casas blancas esparcidas como guijarros sobre una playa. Un hangar con techo de cinc, una pista de aterrizaje de arena aprisionada, y un sinfín de jaimas nómadas plantadas por todas partes, sin orden ni concierto.

Y en el mar, en el centro de la bahía, a medio kilómetro de la costa, alzado sobre una roca, un caserón enorme, frío, tétrico.

—¿Qué es? —pregunté al teniente de la Legión que se sentaba a mi lado.

—«Casa Mar» —contestó—. La primera factoría que establecieron los ingleses para estar a salvo de los asaltos de los tuareg y bandoleros nómadas. Luego fue prisión —la peor que ha existido—, cuartel y faro. Ahora está abandonada y no la habitan más que los espíritus.

—¿Qué espíritus?

—Los de los presos que murieron en ella.

El Junker enfiló la cabecera de la pista y se posó en tierra levantando a su paso nubes de arena. Los motores rugieron con más fuerza, y ya me resultó imposible oír lo que decía.

Minutos después, la portezuela del avión se abría y una luz blanca, brillante, violeta, me golpeó en lo más profundo de los ojos. Era la luz del desierto; un sol de fuego reflejándose en los mil millones de espejos de la arena como un cuchillo que se clavase en la retina y al que me costaría años habituarme.

Descendí por la escalerilla al tiempo que un puñado de vociferantes muchachitos indígenas —guayetes— se aproximaban aullando, intentando apoderarse de los equipajes de mano de los pasajeros para trasladarlos junto al muro del fuerte, a cuya sombra aguardaban cuantos acudían a recibir al avión.

El sol estaba en su cenit, y de la tierra ascendía un seco calor de horno de panadero. Abrí mucho la boca, buscando aire, y el aire me llegó, ardiente, a los pulmones, que parecieron incapaces de aceptarlo. Todo daba vueltas a mi alrededor, y los gritos de los guayetes me asustaban. Luché por conservar mi triste maletín, y sentí la necesidad imperiosa de huir de allí, de dar media vuelta y regresar a la penumbra del avión, para que me devolviera a mi casa, a mi isla, a mi madre…

Unos hombres me empujaron, y otro me abrazó: era mi tío Mario, que, casi en volandas, me llevó a la sombra del fuerte sacándome de aquel infierno bajo el sol. Me encontraba aturdido, y aturdido continué mientras recorríamos la calle de arena apisonada, hasta llegar a la casa, blanca y almenada como una mezquita diminuta sacada de un cuento de «Las mil y una noches».

Allí todo era sombras y fresco, y me dio la impresión de volver a la vida. Me senté en un sillón, comencé a responder preguntas sobre el viaje y me quedé dormido.

Me despertó, muy temprano, el furioso berrear de los camellos de la Policía Nómada, cuyo cuartel compartía nuestro patio trasero. Recorrí en silencio la casa aún dormida, salí al patio y me encontré frente a mi primer camello mehari, y mi primer grupo de auténticos saharauis, genuinos hombres azules, «hijos de las nubes».

Se me antojó que tenían un aspecto feroz de bandoleros, asaltantes de caminos armados de pesados fusiles, sin que me tranquilizaran sus correajes militares, su uniforme color arena ni la placa que lucían sobre el pecho.

Un tuerto con un ojo blanco, y el otro tan duro y afilado como una aguja de hacer calceta, me observó un instante, y luego, calmoso, me ofreció té en el vaso más sucio y pringoso que había visto en mi vida.

—Bebe, guayete —dijo—. Tu tío es mi amigo… Buen amigo…

Mario es amigo de todos aquí en Tarfaya…

Más tarde sabría que Tarfaya era el nombre por el que los indígenas preferían designar Cabo Juby. Quiere decir «tierra de tarfas», un arbusto leñoso que crece en agua salobre y abunda por los alrededores.

Tomé el vaso y me quemé. Sostener un vaso hirviendo entre el dedo pulgar y el índice requiere una técnica especial, tan difícil de aprender como sorber el líquido abrasante sin llenarse la boca de ampollas.

Nunca llegaría a comprender la razón de tomar así el té en una de las regiones más cálidas del mundo, pero aquel día tuve que empezar a acostumbrarme.

Fuera donde fuera luego, aun en los 50ºC que llegué a sufrir a veces, muy tierra adentro, en el erg, habría de tropezarme siempre con ese vaso de té hirviendo con que los saharauis dan la bienvenida a sus huéspedes.

Té, azúcar hasta empalagar y hierbabuena. Me pareció lo más repugnante que había probado nunca, y si el frío ojo del tuerto no me hubiera estado observando tan fijamente, lo habría derramado allí mismo.

Dejé pasar el tiempo confiando en que aquel mejunje se enfriara un poco, espiando con el rabillo del ojo al negro de mi izquierda que no cesaba de rascarse un solo instante y amenazaba con echarme encima toda una familia de pulgas y piojos. Sonrió de oreja a oreja, como un viejo piano, y su vozarrón retumbó en el patio al preguntar:

—Bonito, Tarfaya, ¿verdá…? Gran ciudad… La mayor de esta parte del Sáhara… ¿Te gusta?

Si llego a decir que no, las teclas de sus dientes me hubieran arrancado la oreja de un mordisco. Me hice aún más pequeño, asentí varias veces con falso entusiasmo y me arrepentí por la tonta curiosidad que me había sacado de la cama para abandonarme en medio de aquel puñado de ogros de leyenda.

Un viento cálido me golpeó en el pescuezo y me volví vivamente para encontrarme a cinco centímetros de los belfos de un estúpido camello que olisqueaba mi camisa. Di un salto, asustado, y me derramé encima el té caliente y pringoso. Ya no quemaba, pero me dejó la pierna engomada, y una nube de moscas acudió de inmediato.

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