Alberto Vázquez-Figueroa - Al sur del Caribe
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- Libro:Al sur del Caribe
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1965
- Índice:4 / 5
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En este libro, uno de los primeros de su época de reportero, el autor consigue compaginar sus grandes pasiones: la literatura, la aventura, los viajes… Como él mismo ha comentado en varias ocasiones, el hecho de haber viajado por medio mundo le ha dado la experiencia y las vivencias necesarias para escribir las historias y situaciones de algunas de sus novelas más famosas.
Alberto Vázquez-Figueroa
ePub r1.0
Himali 29.05.16
Título original: Al sur del Caribe
Alberto Vázquez-Figueroa, 1965
Ilustraciones: Las fotografías que ilustran esta obra han sido realizadas por el propio autor
Diseño de cubierta: Himali
Editor digital: Himali
ePub base r1.2
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA. Natural de Santa Cruz de Tenerife (Canarias, España), nací el 11 de octubre de 1936. Antes de cumplir un año, mi familia y yo fuimos deportados por motivos políticos a África, donde permanecí entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis años. A los veinte, me convertí en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela Cruz del Sur.
Cursé estudios de periodismo y en 1962 comencé a trabajar como enviado especial de Destino, La Vanguardia y, posteriormente, de Televisión Española. Durante quince años visité casi un centenar de países y fui testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos, las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala, etc. Las secuelas de un grave accidente de inmersión me obligaron a abandonar mis actividades como enviado especial.
Tras dedicarme una temporada a la dirección cinematográfica, me centré por entero en la creación literaria. He publicado numerosos libros, entre los que cabe mencionar: Tuareg, Ébano, Manaos, Océano, Yáiza, Maradentro, El perro, Viracocha, La iguana, Nuevos dioses, Bora Bora, la serie Cienfuegos, La ordalía del veneno, El agua prometida, la obra de teatro La taberna de los cuatro vientos, la autobiografía Anaconda y Por mil millones de dólares. Algunas de mis novelas han sido adaptadas al cine.
EL VIAJE
S ON unas manos fuertes, nervudas, que no parecen conocer temblor alguno; que se aferran con una extraña fuerza —que al mismo tiempo se diría suavidad— sobre la palanca de los mandos; y son también unos ojos tranquilos, que miran a lo lejos, ocultos a menudo por grandes gafas oscuras, livianas, de montura de oro.
Y en esas manos y en esos ojos, están nuestras vidas; la de todos, la de un mundo que en este siglo, en los años de prisa, necesita de los aviones, de la velocidad de esos gigantescos reactores que le trasladarán, en unas horas, de Nueva York a Madrid, de Londres a Tokio.
Y, sin embargo, ¡qué mal conocemos esas manos! ¡Qué pocas veces hemos visto esos ojos que son, mientras estamos en el aire, más importantes que los nuestros mismos!
El pasajero, al subir al aparato, piensa sólo en la máquina, se siente, tal vez, más seguro en determinado avión que en otro de tipo distinto, pero ha perdido la costumbre de pensar en el hombre, en el piloto que ha de conducirle, que ha de darle vida, en quien resulta, a la hora de la verdad, tan importante como la fuerza de los motores.
Y eso es absurdo; casi un grave pecado. No podemos confiarnos a un conjunto de metales que actúa por el simple impulso de un combustible. La existencia es demasiado valiosa para que la entreguemos así, despreocupadamente, a un objeto inanimado.
Debemos tener una clara conciencia de que el ser humano está por encima de todo; que es más fuerte que la máquina y, al mismo tiempo, resulta imprescindible que confiemos en ese hombre, y para ello debemos conocerle más a fondo; lo bastante como para llegar al convencimiento de que lo inevitable ya no depende de él, sino de Dios.
Obligado a volar a menudo, me resultaba molesto, agobiante, casi podríamos decir que indigno, verme transportado de aquí para allá como una simple maleta, sin poder hacer nada, incapaz de participar de cualquier forma, fuese como fuese, en las incidencias del viaje, sin haber visto siquiera de lejos al que me conducía.
Quería conocer; tenía necesidad de saber, de hacerme una idea, contribuir de algún modo y tener algo que decirme a mí mismo en cada viaje, cuando llegan los momentos de decisión, que yo había oído decir que los había.
Y los hay.
Momento decisivo es cuando los motores rugen al máximo, ensordecen el mundo a su alrededor, prolongan su estruendo por encima de las pistas, de los campos, de los edificios, hacen temblar los cristales y tintinear las copas, y el piloto suelta los frenos, teniendo ante sí la larga pista; una pista que parece infinita, pero que está calculada debidamente, y él sabe que acaba pronto, y por la que se lanza, empujado por los ocho mil kilos de fuerza de cada uno de los motores, el gigantesco DC-8, de casi cuarenta y seis metros de largo.
Todo es tensión en ese instante. Los pasajeros, impresionados, se diría que incluso contienen la respiración; las azafatas sonríen rutinariamente y, en la cabina, la tripulación guarda silencio; un silencio roto tan sólo por palabras cortas, tajantes, escuetas; voces de mando, indicaciones imprescindibles.
De pronto, el copiloto canta un número, un tiempo, una velocidad. A su lado, el piloto no responde; está atento a sus propios pensamientos, a la decisión que debe tomar. Ha llegado el instante en que tiene que elegir entre elevarse o continuar en tierra; proseguir o detenerse. Son cinco segundos en los que puede optar por «quedarse», por frenar el aparato antes de que llegue al extremo de la pista, pues aún le queda tiempo y espacio.
En ese momento debe calcular si posee suficiente potencia y velocidad, si está en condiciones de iniciar el vuelo, pero ha de hacerlo con rapidez, porque los segundos pasan y el copiloto le canta un nuevo dato, un nuevo número. Ya el avión «quiere irse al aire», ya no es posible retenerle, y el piloto retira la mano de los aceleradores, se los deja a su segundo y atrae hacia sí, con infinita suavidad, la palanca de mandos.
«El Greco» deja de correr sobre la pista, se despega del suelo y se confía al aire, a su elemento, a los cuatro gigantescos reactores que cuelgan de sus alas y que rugen más fuerte, mucho más fuerte que nunca.
Un simple gesto es una orden, y el sistema hidráulico absorbe el complicado juego de puntales y ruedas del tren de aterrizaje, dejando el aparato reducido a su línea esencial.
La velocidad continúa aumentando, aumenta aún sin cesar, mientras se gana altura; hasta llegar al régimen de subida y pueda cambiarse la potencia de los motores, reducir su esfuerzo para que no sigan trabajando al máximo.
El rugido se hace más leve, la tensión disminuye, los músculos de la nuca del piloto parecen aflojarse; todo él acusa una relajación. Una vez más se ha cumplido lo que para el profano constituye el milagro de hacer elevarse las trescientas mil libras de peso de un gran reactor.
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