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Lo mejor y lo peor que he recibido en mi larga vida está en unos Cuadernos que se leerán a mi muerte. Entonces sabrán los míos -de allá adentro- muchas cosas, y entenderán mi ausencia del país.
G. M.
GABRIELA MISTRAL Y SUS CUADERNOS DE VIDA
Cuando me volví memoria,
memoria pura.
G. M.
A lo largo de toda su vida, Gabriela Mistral (1889-1957) siempre estuvo escribiendo no solo su propia poesía y su sorprendente prosa, sino también otros temas fermentales que siempre la nutrieron: su patria natal, su continente americano y sus muchas otras patrias adoptivas del mundo. Amén de sus devotos artículos de fe o de su mujerío muy listo vueltos temperamento y pasión humana. Y, por sobre todo, del prójimo, del otro que fue su gente en la misma tarea creadora. La que anduvo en múltiples actividades de educadora y en permanentes ajetreos consulares, errancias y vagamundajes varios por el mundo, se dejó su tiempo, su roba-noche, para escribir sus confidencias e intimidades o sus materias de vida y sus decires a través de su bendita lengua muy suya.
Ese intenso y poderoso lenguaje de una Mistral queda de manifiesto en las vivenciales páginas de estos sorprendentes Cuadernos de asuntos varios de la autora: las lucideces, los ánimos, las desventuras, las alucinaciones, las verdades muchas y de siempre, ¿por qué no las fabulaciones? Con esa donosa manera de contar - “mi bendita lengua”, “mi lengua viva” - Gabriela Mistral nos revela ahora su vida desde ella misma, “echando a la hoguera cuanto es mío”. Manifestaciones de escritura y de alma - la recadera que soy - que permiten conocer, entender y comprender en humana plenitud a la Premio Nobel chilena.
La “mujer vieja que hace versos”, como se definió cabalmente en más de una oportunidad, deja en estas páginas de hacer literatura poética. Aquí, en cambio, está aquella mujer vieja (“tengo un alma vieja de vasca e india”) con mucho de agua memorial adentro y que quiere comunicarse íntimamente a sí misma y, a su vez, con su prójimo. Una manera de estar en este mundo mirando y pensando sin dobleces ese mundo: “Quiero decir que ando en criolla y que ando en europea, y con una soltura real, no postiza, menos jactanciosa, sin show a lo Dalí”.
Una Gabriela Mistral que no tiene temores de decir lo que piensa, aunque a veces, muchas veces (“me voy de lengua”), esos decires le traerían no pocos pesares. “Como buena maestra de niños, soy sincera”, dice, precisando siempre el fundamento de su conducta. También: “yo confieso verdades”. Y las más: “Yo confieso el pecado de hablar más de lo prudente, tapándole la boca a quienes tienen mucho que decirme”. Y - en su caso - en buena hora ese pecado, sacándole palabra hasta sacarle parlería en un comadreo de criada de Dios: Bendita mi lengua sea.
De estas verdades (¿por qué no creativas ficciones?) está hecho este libro. ¿Autobiografía? ¿Memorias? ¿Diario íntimo? Todas esas personalísimas identidades conlleva cada uno de los Cuadernos varios que Gabriela Mistral llevó consigo a través de sus cartas, recados y anotaciones y que anduvieron con ella, de mudanza en mudanza por las Californias y los Portugales y otros lugares diversos del mundo, junto con sus manuscritos, archivadores, papeles varios, su ropa vieja, sus objetos, sus baúles (siete en total), en fin, todo lo de su trabajo: “Lo mejor y lo peor que he recibido en mi larga vida está en unos Cuadernos que se leerán a mi muerte. Entonces sabrán los míos - de allá adentro - muchas cosas, y entenderán mi ausencia del país”. Y en unos versos de Lagar, ese libro de sus despedidas y sus adioses, había escrito: Corro, echando a la hoguera cuanto es mío. Porque todo lo di, ya nada llevo.
Este diario o literatura memorialista o epistolario - llámese con mejor propiedad Cuadernos de vida - comprende cronológicamente casi toda la vida de Gabriela Mistral. Desde sus años serenenses y coquimbanos, cuando ella apenas pasaba de sus quince de edad y era aún una muchachita de nombre Lucila Godoy escribiendo ya nada de balbuceantes prosas (“soy paloma y soy fiera; sé arrullar y rugir”), concluyendo por los años neoyorquinos meses antes de su muerte (“estoy en tiempo y obras anuladas”). Entre uno y otro trascendente hito, o vínculo de relación de vida no poco estoica en ella, se desarrolla toda esta apasionante y fervorosa y dramática existencia de una Gabriela Mistral en sus sesenta y siete años de su vivir viviendo.
De estos Cuadernos sale una Gabriela Mistral profundamente humana en todas las circunstancias de su vida: creadora y recreadora, crítica y cuestionadora, contestataria y mañosa, o “regañona”, como se dice a sí misma. Y, a su vez, con todas sus ternuras, alucinaciones y obsesiones que le quitarán permanentemente el sueño y que llegan, a veces, al delirio y a una especie de narcisismo al revés (“en Chile no me quieren”, “no voy a Chile, no”) o a un desvariador afán permanente.
Pero no solo su vida, en sus intimidades y vivires cotidianos, también las preocupaciones profundas por la vida ciudadana de Chile, atenta a los devenires y avatares de los procesos políticos e institucionales del país natal. Y capaz, incluso, de ironizar y caricaturizar a nuestros hombres públicos nacionales en palabras cargadas de resueltas y vivas intensidades y, a su vez, contradicciones válidas. A pesar de los muchos triunfos y premios que honraron universalmente a Gabriela Mistral, no fueron esas honras capaces de sacarla de su solitaria y errante vida. “He vivido muy sola en todas partes”, dice, no como quejumbre o desdén, sino como actitud de norma y carácter. Que soledad y errancia serán en ella su humano arte de existencia y su destino u oficio de vivir.
Además, en muchas facetas de estas confesiones autobiográficas, la autora chilena no es la seriota o resentida o amargada mujer que muchos, por desconocimiento o lesas intenciones, equivocadamente creen, sino una mujer Mistral también alegre y festiva, entretenida y anecdótica: “La boca mía recupera un lote entero de expresiones sumidas en mí que triscan en gracia y que creía no volver a decir en este mundo”. Capaz, entonces, de pasar tardes enteras comiendo pan con ajo con los campesinos en alguna granja mexicana o nombrando con curiosos e irónicos apodos a sus propias atentas secretarias (“gringa de la gringuería”, a una Doris Dana; Consuelo “Saliva”, a la portorriqueña Consuelo Saleva). O pidiendo a su hermanastra Emelina “que no me mande bobadas, sino solo dulce de manzana y descorazados, y arropes elquinos para endulzar mi vida de patiloca. ¡Hermana mía, échele usted unos arropes a mi agriura!”.
Así, tanto lo suyo personal e íntimo como lo plural y familiar será, en la obra y en la vida de nuestra autora, un contar mundo con proyección de humanidad. Y en un encadenamiento permanente de las más humildes cosas y de las más soberbias también. De estas novedades de cosas y de cuenta-mundo se desprende, además, un contar con dicha, con frescura y hasta con fascinación aquellos sucesos muchos de la vida de Gabriela Mistral, personaje y protagonista, sin alegoría ni aureola alguna, en el maravillamiento de estas páginas. ¿Fábulas, mitos, verdades? Todo eso, sin duda. Pero, por sobre todo, vida: “En todos los lugares he encendido, con mi brazo y mi aliento, el viejo fuego”. Hay en ese viejo fuego, sin duda, un rescoldo vivísimo y tenaz. La palabra bellamente desprendida de “mi primitiva lengua mía”.