Enrique Vila-Matas
Dietario voluble
© Enrique Vila-Matas, 2008
Con todo mi agradecimiento a Perico Pastor,
que viene acompañando desde sus comienzos,
con especial genio, dedicación y afecto,
las páginas de este Dietario
Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Como en tantas mañanas de mi vida, me encuentro en casa escribiendo. Suena, contundente, la música de Be My Baby, cantada por The Ronettes. Cuando tenía diecisiete años era mi canción favorita. De pronto, oigo perfectamente que alguien acaba de llegar en ascensor al rellano. Pero es extraño. Quien ha llegado no llama a ninguna de las cuatro puertas, ni se dispone a abrir ninguna de ellas. Es como si se hubiera quedado indeciso, aturdido o simplemente inmóvil ahí. Llevo tantos años en esta casa que controlo muy bien los sonidos que se producen cerca de mi puerta. Pasan casi dos minutos hasta que, exactamente cuando termina la canción, llaman a mi timbre. Abro. Veo a un hombre de parecida edad a la mía. Es el mensajero de una editorial y ha venido para entregarme un libro. Me lo da y le firmo en un papel. «Las Ronettes…», susurra melancólico el hombre. «Me ponen de buen humor», le comento sin mostrarme sorprendido -aunque lo estoy de que conozca a The Ronettes. Sonrío, me despido, cierro la puerta despacio, con la amabilidad acostumbrada. Me quedo escuchando detrás de la puerta y noto que el hombre no entra en el ascensor. Puede que haya vuelto a quedarse inmóvil en el rellano. Seguramente se ha quedado apoyado en una pared, roto, deshecho de nostalgia y hasta llorando, esperando a que vuelva a ponerle Be My Baby.
Cuando veía a Marcel Duchamp jugando al ajedrez en el Café Melitón de Cadaqués, no sabía que aquel hombre se había retirado de la pintura y había convertido su vida en una obra de arte. Yo entonces tenía diecisiete años y sólo veía a un francés que jugaba todos los días al ajedrez. Fue unos años después cuando me enteré de que había estado viendo a un hombre sabiamente liberado de todas las ataduras estúpidas del arte. No niego que hace tiempo que me tienta la idea de situarme en la estela duchampiana, pero creo que, de dar ese paso, necesitaría de un escritor que fuera testigo de todo, que me siguiera y lo narrara, es decir, tendría que contratar a un escritor que contara cómo abandoné la escritura, cómo me dediqué a convertir mi vida en una obra de arte, cómo dejé de escribir y no lo pasé nada mal. Dos posibilidades ante esto: 1) pongo un anuncio y busco a un escritor que esté dispuesto a contar lo que hice después de haber abandonado la escritura; 2) lo escribo yo mismo: me invento a un escritor contratado que sigue mis pasos después del abandono y escribe por mí un dietario, donde piadosamente simula que no he dejado la escritura.
Cuando uno lleva muchos años ya en el mundo, comienza a preguntarse si la experiencia de tanto tiempo le ha servido realmente de algo y si ha aprendido cualquier cosa que pueda resultar útil para sus hijos, discípulos, amigos. Como no tengo hijos ni discípulos, me concentro en los amigos. Los reúno mentalmente en un cuarto en tinieblas, como si estuviéramos en una reunión de espiritismo. Se crea cierta expectación ante lo que pueda ahora decirles. Agoto todas las posibilidades de no tener que hablar, porque en realidad tener que transmitir algo a la posteridad es un problema, un grandísimo problema y un coñazo. Pero finalmente me obligan y digo:
– Los que mejor han hablado de la muerte han muerto.
Encuentro a un buen amigo muy alterado porque acaba de enterarse de que el éxito de las novelas de Agatha Christie se basa en el uso de técnicas literarias similares a las utilizadas por hipnoterapeutas y psicólogos, según un estudio hecho público en el Reino Unido. Entre esos métodos, los científicos destacan que las estructuras de las frases de los libros de la escritora inglesa se vuelven más sencillas cuanto más cerca está el desenlace de la novela, lo que incrementa el nivel de interés del lector. Tras calmarle, estudio detalladamente con mi amigo las tesis de los científicos de Birmingham y Londres y pronto le hago ver que esos sabios -gente encantada consigo misma- no tienen ni idea del oficio novelístico y, es más, ignoran en qué consiste la operación de leer, pues ni siquiera es preciso haber leído mucho para saber que si uno llega a esas frases del final «que se vuelven más sencillas» tiene que haber atravesado previamente las menos sencillas, que es algo que no todo el mundo cruza. De todos modos, no hay que excluir la posibilidad de que las tesis de esos admirables científicos se impongan en el mundo editorial y nuestro universo se pueble de millones de lectores que no terminen sus novelas, con lo cual volveríamos a estar donde ya estamos.
Estoy en la plaza de Saint-Sulpice, sentado en el café desde donde Georges Perec espiaba horas y horas lo que allí podía verse (Tentativa de agotar un lugar parisino), no lo que ya había sido antes catalogado o inventariado de esa plaza, «sino lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes».
Lo que pasa cuando no pasa nada siempre será un buen título para un libro que algún día alguien escribirá. En fin. Como tengo la iglesia delante, entro un rato en ella a la hora de la misa porque sé que hoy ha de tocar el órgano el magistral monsieur Roth, un virtuoso. Saludo una vez más los dos impresionantes Delacroix que hay en la entrada del templo. Los turistas norteamericanos, enloquecidos por El código Da Vinci, pasan de largo ante Delacroix y van a lo suyo, a su mundo merluzo, y entran como centellas en busca del bellísimo obelisco que fue construido para determinar científicamente la fecha del equinoccio de primavera. Para los merluzos, el obelisco sólo es una pista del Santo Grial y también la prueba de la existencia del priorato de Sión, secta secreta de los descendientes de Jesucristo y María Magdalena. En la placa que el sensato párroco de Saint-Sulpice ha colocado junto al obelisco puede leerse: «Contrariamente a las alegaciones caprichosas contenidas en una reciente novela de éxito, la línea meridiana de Saint-Sulpice no es ningún vestigio de ningún templo pagano. Tened en cuenta que las letras P y S sobre las ventanas circulares, en las dos extremidades del crucero, se refieren a San Pedro y San Sulpicio, los dos santos patronos de la iglesia, y no a un priorato de Sión imaginario.»
Un párroco luchando contra la ignorancia y «la nueva religiosidad» que ha estallado con el presidente Bush y Dan Brown. Es doloroso contemplar con una mínima lucidez lo que va del gran Perec al señor Brown y sus oscuros signos medievales para peregrinos americanos. Una nueva sensibilidad literaria florece.
Ya de nuevo en la terraza del café de Perec espero, en vano como siempre, a que pase Catherine Deneuve, que vive en la plaza. Pero, una vez más, ella no aparece. Me sorprende, algo más tarde, leer en la revista Lire que Vargas Llosa también vive en esa plaza, tiene un dúplex en un inmueble del siglo XVIII: «En este barrio me siento como en casa. Es un barrio muy literario. Umberto Eco también vive en la plaza. Hace quince años que espero ver a Catherine Deneuve, pero ella no aparece nunca.»
En ese momento, aparece Deneuve. Quedo mudo de la sorpresa y me pregunto si por unos momentos Deneuve no ha sido «lo que pasa cuando no pasa nada».
Días aparentemente tranquilos, entre Montparnasse y Saint-Germain, en París, con incursiones extrañas en el histórico Hotel de Sully, que parece estar comunicado secretamente con la casa de Victor Hugo en la plaza de Vosges. Hablamos en un café de la plaza acerca de muchas mujeres de los bulevares periféricos que están perdiendo a toda velocidad derechos adquiridos. Héléne Orain, involucrada en el manifiesto
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