COMO UN EPÍLOGO
En las primeras horas de la mañana del 2 de junio de 2014, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, comunicaba a los españoles que el rey Juan Carlos I acababa de anunciarle su voluntad de renunciar al trono y de abrir el proceso sucesorio. Con esta decisión ponía el rey término a un proceso de rápido y profundo deterioro de la confianza que los españoles habían depositado en su persona y en la institución que encarnaba de manera consistente y sin apenas desfallecimientos desde los años de transición a la democracia. La institución mejor valorada, la que merecía mayor confianza y no creaba ningún problema a los españoles se había precipitado desde unas alturas situadas en torno al 7,5 sobre 10, habituales hasta 2008, a la hondonada en la que, a finales de 2013, apenas superaba el 3, un suspenso inapelable.
¿Por qué esta caída? El rey Juan Carlos I, que había heredado el poder de un dictador, conquistó para la monarquía la legitimidad porque en el ejercicio de su función institucional realizó lo que del Jefe del Estado esperaban todas las fuerzas democráticas de la oposición a la dictadura: la convocatoria de unas elecciones generales que sirvieran como inicio de un proceso constituyente. Que el rey y el gobierno por él nombrado llevaran a cabo la parte sustancial del programa de la oposición explica la especial vinculación que la legitimación de la monarquía tuvo con la persona del rey o, más exactamente, con las decisiones tomadas por el rey y su gobierno para despejar de obstáculos la transición de la dictadura a la democracia. Es un lugar común decir que, sin ser ni sentirse monárquica, la mayoría de ciudadanos españoles fue «juancarlista».
Pero, por parecida razón, una vez la democracia consolidada, bastaría que la mayoría de esos ciudadanos dejara de ser o sentirse «juancarlista» para que de la confianza en la monarquía pasara sin solución de continuidad a la desafección o desapego. Y eso era precisamente lo que veníamos presenciando desde el comienzo de la crisis económica e institucional en un proceso inverso, pero igualmente rápido, al ocurrido en la década de 1970: si entonces las decisiones del rey dotaron de legitimidad a la monarquía, ahora ha sido la conducta del rey y de personas de su Casa —la cacería en Botsuana, el caso Urdangarin—, la que ha restado hasta límites que podían llegar a ser insoportables la confianza en la corona. Y si entonces la legitimidad otorgada a la corona gracias al ejercicio de su función por el rey consolidó a la institución monárquica, no sería sorprendente que la pérdida de esa confianza en el rey y en su Casa acabara por infligir un grave daño a la misma monarquía.
Tomar nota de este proceso y sugerir que tal vez hubiera llegado la hora de preparar la desvinculación de la persona con la institución es la misma cosa. Lejos quedan los tiempos del origen divino del poder real y nadie cree hoy en la madre naturaleza como norma de conducta: nada es divino y nada es natural. La monarquía realmente existente está aquí por una convención sellada hace cuarenta años. A poco que se mirara más allá, comprendería el rey los beneficios que para la institución, y de rechazo para la democracia, se derivarían de la transmisión en vida de la corona. El más notorio, el que puede ser principio de una recuperación de confianza si bajo un nuevo titular la monarquía emprende a fondo la tarea de su propia reforma interna, consistía en desvincular la institución de su propia persona.
Esto es lo que parecen haber comprendido el rey y su Casa al decidir, con su abdicación, poner término al mejor y más fructífero período de la monarquía constitucional en España. El primer monarca de la dinastía borbónica que juró marchar por la senda constitucional, Fernando VII, resultó muy pronto un rey perjuro. Su hija acabó sus días en el trono cuando aún no había cumplido cuarenta años, expulsada por sus propios partidarios. El nieto de Isabel, Alfonso XIII, abandonó España un día de abril cuando el pueblo se echó a la calle para proclamar la República como resultado de unas elecciones municipales. La duración del reinado de Juan Carlos I ha roto esa especie de maleficio que gravitaba sobre la monarquía española: después de 39 años de reinado, el rey abdica por propia decisión y su hijo Felipe es proclamado rey tras pronunciar ante las Cortes el juramento previsto en la Constitución.
De esta manera, la renovación de la que tan necesitadas están las instituciones políticas españolas comienza por la más alta magistratura del Estado. Si la decisión anunciada por el gobierno el 2 de junio de 2014 despierta el alma adormecida de los dos grandes partidos que se han alternado en el gobierno del Estado y los induce a promover y consensuar con otras fuerzas políticas las reformas necesarias en este tiempo de crisis, entonces la abdicación de don Juan Carlos I habrá sido el último acto de un largo y fecundo servicio, no ya a la corona, sino a la democracia, que es, al cabo, lo que más importa.
CRONOLOGÍA
Paleolítico Inferior Arcaico Primeros vestigios de industria lítica. Venta Micena, Cueva Victoria, Cortijo de Don Alfonso.
Achelense Antiguo. El Espinar, Oinar del Canto, El Aculadero, La Mesa, Puig D’En Roca, Avellaners.
Paleolítico Inferior Clásico Achelense Antiguo y Medio. Trasfensa. Pinedo.
Achelense Superior. Atapuerca. Gandaras de Budiño. Arriaga.
Achelense Final. El Castillo, Solana de Zamborino.
Paleolítico Medio Musteriense. Morín, El Pendo, El Castillo, Leztxiki, Cueva Millán, La Hermita, Peña Miel, Los Casares, Arbreda, El Ermitons, Cova Negra, Carigüela de Piñar, Cueva Hora, Gorham’s Cave.
Paleolítico Superior Auriñaciense-Perigordiense. Morín, Cueto de la Mina.
Solutrense. Hornos de la Peña, Chaves, Grota Caldeirao, Parpalló, Cueva de Ambrosio, Mallaetes. Altamira, La Riera, Las Caldas.
Neotirreniense. Ekain, Tito Bustillo, El Juyo, El Caballón, Vardelpino, Volcán del Faro, Parpalló, Mallaetes.
Epipaleolítico Aziliense-Epigravetiense. El Valle, El Piélago, San Gregori, Mallaetes.
Calcolítico (c. 2500 a. C. – c. 1500 a. C.) Protourbanismo. Megalitismo. Vaso campaniforme. Millares I y II.
Cueva Santiago, Chica de Cazalla, Nerja, Lapa do Fumo, Cueva del Nacimiento de Pontones (Jaén), Poblado de El Prado, Cueva de los Tiestos (Jumilla), Castillejo de Montefrío (Granada), Ereta del Pedregal (Navarrés, Valencia).
Cultura Talayótica de Baleares. Son Torrella (Mallorca).
Aparición del cobre.
Cultura Campaniforme (cordado, marítimo, continental). Palmela, Ciempozuelos y Salamó.
Edad de Bronce (c. 1800 a. C. – c. 900 a. C.) Campaniforme tardío.
Horizonte Calcolítico evolucionado.
El Argar. Poblados alturas naturales. Metalurgia de fundición. Carro de la Virgen de Orce, Cerro de la Encina de Monachil, Castillejo de Montefrío, Cuesta del Negro, Fuente Álamo, Serra Grossa, Terlinques, Pic dels Corbs, Cueva de Mas D’Abad, Torrelló, Cova del Frare, Cueva del Toll, Castillo de Frías, Mesa de Setefilla, Berrueco, Tolmos de Caracena, Cueva de la Vaquera, Cueva de los Husos, Cueva de Gobaederra.
Bronce final. Campos de Urnas Cataluña. Fundación de Gadir fuentes literarias. Tartésico protoorientalizante.
Colonización fenicia (c. 850 – s. VI a. C.) Fundación de Malaka. Cerámica de producción tiria. Fundación de Mainake. Castillo de Doña Blanca (Cádiz).
Instalación fenicia en la Península Ibérica.
Morro de Mezquitilla, Chorreras, necrópolis de Trayamar, Toscanos, Guadalhorce.
Colonización griega (s. VIII-s. IV) Etapa Precolonial. Testimonios griegos más antiguos en Sur y Sureste en yacimientos fenicios. Fragmento crátera ática. Viaje de Colaios de Samos. Peines de marfil de Samos. Casco corintio de bronce. Cerámicas de Grecia y Marsella. Huelva, Carmona, Osuna, Guadalete, Castellón, Murcia.