Con este libro Moa cierra un debate algo extraño, pues no ha tenido lugar abiertamente y, sin embargo, se ha mantenido en los últimos siete años, a menudo con alto grado de apasionamiento —no solo es España, sino en Inglaterra, Alemania y otros países—, por medio de una multitud de artículos, noticias, alusiones personales, foros de Internet, y hasta un voluminoso libro titulado, precisamente, Anti Moa. Han menudeado los argumentos ad hominem y los ataques personales en una proporción desacostumbrada en el mundo académico y fuera de él, lo cual pone de relieve la importancia de las tesis a debate.
«El debate ha transcurrido como una especie de guerra de guerrillas, de modo confuso y poco organizado, por lo que muchas personas quedan con una idea borrosa sobre los hechos históricos y los argumentos en cuestión. Una cuestión tan importante para nuestro presente y futuro. como el enfoque de nuestra historia reciente. De ahí la necesidad de establecer con precisión los datos y criterios empleados por una y otra parte», ha señalado el autor.
El libro condensa, con incisividad y gran claridad expositiva, una visión que necesariamente habrá de ser tenida en cuenta, no solo sobre los años 30, sino sobre todo el siglo XX español.
Pío Moa
La quiebra de la historia progresista
En qué y por qué yerran Beevor, Preston,
Juliá, Viñas, Reig…
ePub r1.0
Titivillus 18.02.15
Título original: La quiebra de la historia progresista
Pío Moa, 2007
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
LA IMPORTANCIA ACTUAL DEL PASADO
Nuestro pasado nos interesa, pues, como cita de Cicerón el historiador Martín Rubio en su libro Los mitos de la represión, «si ignoras lo que ocurrió antes de que tú nacieras, siempre serás un niño». Y nos interesan en especial los momentos cruciales, uno de lo cuales fue sin duda la Guerra Civil, cuyas consecuencias todavía llegan con fuerza. Aquella guerra constituyó, por una parte, el desenlace de las tensiones acumuladas en el país desde finales del siglo XIX, y, por otra, el comienzo de una época muy diferente de la anterior, tanto por la larga dictadura de Franco como por nuestra democracia actual, tan ajena a la perturbada república de los años 30.
El interés no excluye la serenidad. En 2006 hemos conmemorado dos aniversarios redondos: el 75° del nacimiento de la II República y el 70° del reinicio de la Guerra Civil. A esta distancia temporal, ambos sucesos debieran ser objeto de estudios desapasionados, pero constatamos con bastante asombro lo contrario. So pretexto de que la transición democrática se basó en el olvido del pasado, y de que es hora de recuperar la memoria, se nos está sirviendo como veraces las mayores distorsiones de la propaganda de entonces. De una de las propagandas, quiero decir.
No es cierto que la transición impusiera el olvido: sólo impuso el acuerdo de dejar «que los muertos entierren a los muertos», el acuerdo de no utilizar el pasado como arma política en el presente. En realidad, resultan incontables los libros, artículos, películas, documentales, etcétera, sobre la guerra, la república y el franquismo salidos desde la muerte de Franco.
La falsedad en torno al supuesto olvido quiere justificar y abrir el camino a la actual avalancha de versiones, también demostrablemente falsas, sobre aquel pasado. Con la aspiración, nada menos, de consagrarlas como la historia «definitiva», «profesional», y la amenaza de estigmatizar cualquier disidencia como «reaccionaria» o «fascista». Es decir, presenciamos una vuelta al tratamiento propagandístico del pasado. Este fenómeno tiene a su vez su propia historia, asociada a la llamada «segunda transición», como llaman al abandono del compromiso de moderación y a la liquidación de la Constitución democrática del 78. Atender a esta pequeña historia nos ayuda a comprender en qué alto grado, y en ocasiones con cuánto peligro, el pasado llega a pesar sobre el presente, haciendo que, como en la tragedia de Esquilo, «los muertos maten a los vivos». Puede decirse que las mayores amenazas para nuestra actual convivencia democrática se basan en alguna grave distorsión de la historia.
Hace algún tiempo el político Alfonso Guerra declaró llegada la hora de hacer «el proceso político al franquismo», al no haber podido hacerse durante la transición. He replicado que no veía cómo podía hacer tal proceso su partido, que en definitiva había planeado la guerra civil, según consta en sus propios documentos, que luego no había hecho oposición digna de reseña a la dictadura, que se había reorganizado al final del franquismo con permiso de la Guardia Civil y con ayudas no muy claras, y que durante su estancia en el poder había organizado una corrupción masiva e intentos de desarticular la democracia «enterrando a Montesquieu», en frase del propio Guerra. ¿No resultaba arriesgado para el PSOE emprender tal proceso? Dejémonos, pues, de procesos políticos y tratemos, modestamente, de acercarnos a la verdad histórica, tarea bastante más ardua en medio de la floración selvática de versiones exaltadas.
Sospecho que la actitud del PSOE se basa en la experiencia de las Vascongadas y Cataluña. Allí nunca se cumplió en absoluto el acuerdo sobre la utilización política del pasado, y, por el contrario, la recuperación de los estribillos de la guerra ha jugado un papel decisivo en el arrincona- miento de la derecha nacional, así como en la radicalización de amplias masas de la población y la vulneración sistemática de la ley. Todo ello flanqueado, en el caso vasco, por el terrorismo, también muy influyente en el catalán de modo indirecto. Y ahora asistimos a un proceso muy parecido en el conjunto de España.
Es obvio que determinados poderes consideran la recuperación de las viejas pasiones un instrumento útil para su política actual, mientras la derecha se ha inhibido, permitiendo a la marea avanzar más y más. Como ha observado Stanley Payne, tras la victoria electoral del PP hace unos años los dirigentes socialistas vieron ahí una táctica eficaz para acosar a la derecha, y desde entonces la utilizan sin tregua. Así, el pasado —la distorsión del pasado— condiciona de manera enfermiza el presente.
La tesis básica manejada en estas versiones afirma, en esquema, que la guerra se libró entre el fascismo y la democracia, habiendo cometido el primero todas las atrocidades que su nombre evoca. Y el PP sería el heredero político de aquellos fascistas o franquistas, como se encargan de reiterarlo a menudo diversos formadores de opinión en los medios de masas. De este modo la derecha estaría bajo permanente sospecha y necesitada de justificar su carácter democrático… sometiéndose a las exigencias de los presuntos herederos de la democracia no menos presuntamente asesinada en los años 30. El argumento servía al PSOE, de paso, para alejar la atención de su pasado reciente, de la marea de corrupción con que habían culminado sus «cien años de honradez».
La táctica ha resultado tanto más fructífera para los intereses inmediatos de la izquierda cuanto que la derecha, un tanto asustada, prefirió dejarle el campo libre, llamando a «hablar del futuro, y no del pasado». Tal actitud admitía implícitamente, ante el ciudadano neutro y poco informado, las acusaciones sobre su pasado inconfesable. Y puesto que prefería ocultar ese pasado (el «asesinato de la democracia», recuérdese), ¿qué garantías podía ofrecer para el futuro? ¿No volvería a las andadas en cualquier momento? El desairado repliegue de la derecha dio a las izquierdas y a los separatismos la máxima ventaja. Quedaron olvidados la corrupción y otros asuntos feos, y mucha gente, aun recordándolos, prefería al PSOE, no sin lógica, antes que a un partido manchado por la destrucción de una república idealizada sin tasa, y por su negativa a reconocer su delito.