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Antonio Dopazo Gallego - Bergson

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Antonio Dopazo Gallego Bergson

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Una metafísica a la altura de los tiempos

¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le concedieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto es que todo ello no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la podemos ver en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida, y esa es la clave de todo.

HERMAN MELVILLE, Moby Dick

Henri Bergson 1859-1941 en torno a 1890 Aunque la metafísica haya caído - photo 1

Hen­ri Berg­son (1859-­1941) en tor­no a 1890.

Aunque la metafísica haya caído en desuso, no abandonó la gran escena sin entonar un último himno a la altura de sus pretensiones. Es Henri Bergson quien, en más de un sentido, elabora la última gran metafísica de Occidente integrando todos los saberes de su tiempo en una filosofía que se presenta en escena, inmodestamente, como la superación de la condición humana y la experiencia total. Siendo su punta de lanza el «impulso vital» (élan vital), resulta inevitable acordarse de la voluntad de Schopenhauer, quien concibió la anterior gran fuerza metafísica de Occidente. Encontramos aquí, sin embargo, aportaciones cruciales relativas a los problemas del tiempo, la memoria y el desarrollo de la vida, que pasan a ser redefinidos por completo.

Bergson representa el punto culminante de una corriente filosófica que, bajo la rúbrica de «espiritualismo», acompañó en segundo plano, como una actriz secundaria pero insistente, a la filosofía moderna desde Descartes, denunciando todos los abusos del mecanicismo y reivindicando la primacía absoluta de la conciencia y la voluntad. A menudo, sin embargo, su excesivo desdén respecto al estudio de la materia le impidió resultar convincente más allá de círculos reducidos. Hizo falta un filósofo de una talla superior, gran renovador conceptual a la vez que entusiasta de la ciencia y maestro del estilo, para devolver la ventaja al espiritualismo justo en el momento en el que el cientifismo lo sometía a un asedio encarnizado y el criticismo kantiano daba por muerta a la metafísica. Bergson es alguien a quien, en cierto modo, la filosofía francesa llevaba siglos esperando. Solo ahora se vuelve a afirmar orgullosa, con su nuevo embajador a la cabeza, enarbolando las banderas de la conciencia, la libertad y la creación.

¿Por qué, en definitiva, Bergson? Por dos motivos fundamentales. En primer lugar, abanderó una moda intelectual, siendo probablemente el pensador más influyente de las tres primeras décadas del siglo XX en Europa. Con un estilo accesible («es preciso haber descompuesto hasta el final lo que tenemos en nuestro espíritu para llegar a expresarse en términos simples») y conceptos de una ductilidad poco frecuente, devolvió a la filosofía al epicentro de la cultura: poetas, novelistas, políticos, científicos, pintores y cineastas de todo el mundo asistieron a sus conferencias o se congregaron en torno a sus textos, que corrían como la pólvora en la Europa prebélica. Un público exaltado y ávido de discursos rupturistas se dejó inspirar por un pensamiento que hacía de la novedad y la creación su bandera, con el atractivo añadido de transmitirse, ya fuera por escrito o de viva voz, mediante una cadencia ágil y un ritmo envolvente que le valieron a su autor el apodo de «el Encantador».

Leer a Bergson (pronunciado con el acento en la segunda sílaba) es un ejercicio singularmente estético para tratarse de filosofía. Moviliza lo que podría llamarse una «razón imaginativa». Las imágenes se intercalan entre largas y «arácnidas» argumentaciones fundiendo ámbitos que creíamos previamente aislados (psicología, biología, física, arte, sociología, religión). Casi se diría que emergen de un subterráneo en el que, como en un sueño lúcido, los contornos se desdibujan y rehacen. Uno se deja atrapar por la gracilidad del discurso conservando, no obstante, la sospecha de que el animal filosófico que tiene enfrente no muestra todas sus cartas, de que hay un oscuro engranaje haciendo posible ese discurrir aparentemente suave pero de una sutileza fuera de lo habitual.

De ahí el segundo motivo para reivindicarlo: la originalidad y precisión con las que releyó la tradición y abordó fenómenos anteriormente marginados o condenados a un tratamiento sesgado por parte de la ciencia y la filosofía. La risa, el déjà vu, el ensueño, la hipnosis, la superstición, el misticismo o la pérdida de la memoria, entre otros hechos psicológicos, fueron refundidos y forjados en sus propios términos. Bajo el Nobel de literatura late el pensador. Y como todo «clásico», además de lo fecundo y diverso de su obra, Bergson tiene algo monstruoso, algo «intempestivo», por usar la expresión de Nietzsche, que nos impide reducirlo a un conjunto de factores históricos, por más que estos sigan indudablemente ahí.

Ese «ingrediente secreto», que él mismo rastreó en sus autores predilectos («un filósofo habría dicho lo mismo con independencia del momento de su nacimiento, aunque para ello hubiera tenido que cambiar de interlocutores»), es difícil de captar reduciéndolo a un cúmulo de tópicos confusos («el moderno Heráclito», «el hipnotizador de las palabras», «el anti-intelectualista») o a una serie de etiquetas («el filósofo del tiempo», «el vitalista», «el espiritualista») que, por demasiado amplias, pierden la capacidad de ponernos en contacto con la intuición central que anima su pensamiento.

Es sin duda la intuición de la «duración» (su concepto clave) lo que está en el centro del pensamiento de Bergson, la chispa que prende el fuego al que siempre retorna para calentarse y enfrentar un nuevo problema. Porque el filósofo, según pensaba nuestro autor, es ante todo alguien que crea problemas, y solo los resuelve porque ha hecho un esfuerzo por plantearlos. Los problemas filosóficos no preexisten en una bóveda celeste a la que haya que elevarse para descolgarlos; tampoco se toman hechos de la sociedad: es preciso que sean inventados, y no por gusto, sino por necesidad.

¿Qué tiene entonces de especial el concepto de «duración» para que Bergson confiara tan ciegamente en él a la hora de plantear los problemas que llevan su firma? De entrada, hemos de advertir que siempre se mostró reacio a dar de ella una definición cerrada y definitiva, pues consideraba que era preciso captarla en experiencias concretas y describirla mediante razonamientos breves que funcionan casi como iluminaciones. En este sentido, se trata de uno de los filósofos más escurridizos, y la competencia, como sabemos, no es poca.

Él solía comenzar afirmando que, si el tiempo no añadiera nada a lo real el universo estaría dado todo de una vez. Ahora bien, sentimos de forma inmediata que eso no es así. Las cosas se demoran, llevan su tiempo, y el índice de este retardo en nuestra conciencia es a menudo un sentimiento de impaciencia. Para Bergson, este sentimiento es una experiencia innegable, porque está directamente conectado con nuestra acción sobre el mundo, a la cual prepara y en la que se prolonga. De ahí el célebre ejemplo del agua azucarada: tras depositar en ella el terrón, podemos removerla más deprisa o más despacio ganando algunos segundos al cronómetro, sin duda, pero no podemos evitar sentir, en la espera, una diferencia absoluta entre nuestra propia duración interna (la de lo que queremos, pensamos y sentimos) y la duración material del vaso con la que entra en contacto. De esa diferencia de tensiones, una vez integradas en nuestra conciencia como dos trenes que se acompasan permitiendo a sus pasajeros intercambiar un breve saludo, surgirá la acción de nuestro cuerpo sobre la materia. Si tomamos por real esta última, entonces debemos tomar por real también la serie de estados psicológicos que han conducido a ella y ejercido como su condición.

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