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Mercedes Gallego - El asesino del ajedrez

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Mercedes Gallego El asesino del ajedrez

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Datos del libro
El Asesino del Ajedrez
Datos del libro
Autor: Mercedes Gallego
ISBN: 9781482055160
Generado con: QualityEbook v0.70
El Asesino del Ajedrez
Mercedes Gallego
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Resumen:
En los años en los que se estaban transfiriendo competencias desde la Policía Nacional a los de Mossos d'Esquadra, en Barcelona aparece el cadáver de un guardia urbano que la policía encuentra con una nota, y con una anotación que parece pertenecer a un movimiento de ajedrez, y un cuchillo cuya empuñadura tiene forma de alfil de ajedrez. No parece haber mucho interés en el caso, y se lo asignan a una inspectora de policía con poca experiencia y mucha eficiencia, que es Ramona Cano.
Y así empiezan sus peripecias...
ISBN: 978-14-8205-516-0
EL frío todavía no se dejaba sentir en Barcelona a pesar de que diciembre caminaba con paso seguro hacia la Navidad. Sin embargo, al comisario de la Brigada de Seguridad Ciudadana, Mariano Valdés, se le heló la sangre leyendo el expediente recibido de la comisaría del distrito, sobre la muerte de un cabo de la guardia urbana. La muerte de un funcionario que vela por los ciudadanos, siempre es impactante, pero a este caso había que añadir algunos detalles que no presagiaban nada bueno.
El momento era de lo más inoportuno, no porque un crimen pueda ser oportuno alguna vez, pero en esta ocasión, con la desbandada que había sufrido la Brigada ante el inminente traspaso de funciones a la policía autonómica, se convertía en un grave problema porque apenas disponía de personal experimentado para resolverlo. Los pocos efectivos con los que contaban no gozaban de su confianza y la recién llegada al grupo de Homicidios, Ramona Cano, a pesar de tener un curriculum envidiable, carecía de experiencia. Aun así, decidió jugársela.
Abandonó el despacho para ir a buscarla pero lo pensó mejor y la llamó por el teléfono interior.
—Pase inspectora, pase. Tenemos un marrón. ¿Ha leído usted la prensa?
La inspectora lo miró con recelo; no sabía si la pregunta era capciosa o se refería a algo concreto, por lo que eligió la ambigüedad para responder, aunque a don Mariano le importaba muy poco porque sin darle tiempo a hacerlo comenzó a hablar.
—Me refiero al asesinato del guardia urbano del pasado miércoles. Viene un artículo en el periódico que pone a la Policía Nacional de vuelta y media. En vista que los que llevan el caso en el distrito no han adelantado nada, la superioridad me ha pedido que lo llevemos desde aquí, así que el subinspector Cañete será su ayudante. Confío en usted, es un caso delicado. Si necesita apoyo, pídamelo.
Con el expediente en su poder y ninguna directriz para resolverlo, Ramona abandonó el despacho. Leyó con avidez las escasas páginas escritas por los inspectores de la comisaría y se dio cuenta de que debía partir de cero. Ella también experimentó un escalofrío cuando leyó que la víctima había sido asesinada con un cuchillo extraño: un alfil como empuñadura y una posición en un hipotético tablero de ajedrez: TR6xA. No era una experta, pero alguna vez había jugado. Hablando para sí, verbalizó la posición. «La torre del rey se come un alfil» Puesto que en las fotografías del arma homicida la figura era negra, cabía pensar que la torre sería blanca. Pero esto no le decía nada. ¿O sí? No quería pensar lo que imaginaba y decidió empezar a trabajar sin hacer elucubraciones.
Entró en la sala donde se encontraban los demás policías y se acercó sin más al subinspector Cañete. La falta de personal había beneficiado a Ramona que gozaba, como otros inspectores, de despacho propio. No así la escala inferior, que continuaban compartiéndolo.
De nuevo en su despacho enseñó el expediente al subinspector al tiempo que le preguntaba:
—¿Sabes algo de este asunto?
—Bueno, no —balbuceó el subinspector—, lo que se dice por ahí.
—Por dónde y qué se dice, Cañete. No tengo tiempo de acertijos.
—En la prensa y la gente, que siempre le gusta hablar.
¿Por qué ella no había leído ni oído nada? Una vez más Ramona se reprochó no prestar toda la atención debida a los periódicos y vivir al margen de los rumores. No era justo pagarlo con su subordinado. Se dispuso a escucharlo.
—Dicen que si hubiera sido un policía nacional estaríamos todos en marcha para atrapar al que lo hizo, pero como es de la local no le hemos hecho ni caso.
—En parte tienen razón, porque mira el expediente que me ha pasado el comisario: la copia de la autopsia, la diligencia al juez, el interrogatorio de cuatro compañeros, las declaraciones de la familia y poco más.
—Pues yo sí me lo tomo en serio. Empezamos ahora mismo. Anota los nombres de los que hayan declarado para volver a interrogarlos. Reconozco que en la comisaría no han hecho demasiado, pero con los medios que nos van quedando no me extraña. Tampoco está el informe de la Científica sobre los indicios recogidos, tendré que reclamarlo.
—Eso es verdad. Oiga inspectora, ¿qué vamos a hacer nosotros cuando transfieran todas las competencias a los mossos?
—Ni lo sé, ni es momento para pensarlo. Ahora lo que tenemos que hacer es cumplir con nuestro trabajo.
—A mí me han dicho que con un examen podemos pasar. Siempre que tengamos el nivel C de catalán, claro.
—No lo sé, Lolo. Pero haz el puñetero favor de dejar eso de una vez. A mí en este momento lo único que me preocupa es aclarar lo que le ha sucedido a este cabo, no lo que va a hacer la Policía Nacional cuando la autonómica se haga cargo de sus funciones.
Lolo se puso a trabajar murmurando algo entre dientes y Ramona empezó a tomar notas de las diligencias realizadas hasta el momento pensando por dónde empezar.
Ramona Cano había ingresado muy joven en la policía, pero siempre había trabajado en tareas de oficina, aunque tal vez por eso, su formación se hallaba muy por encima de la media entre sus compañeros. Durante los seis trienios transcurridos desde que ingresó había asistido a todos los cursos que impartía el Ministerio del Interior: psicología criminal, criminología, recogida de pruebas... y otros que ofrecía la universidad. Demasiados conocimientos para desperdiciarlos redactando informes y guardar en su sitio los que otros habían elaborado. Así lo decidió el comisario Valdés una mañana hacía ahora un año.
Seis años antes, el padre de su hijo había muerto. Afortunadamente los compañeros ya se habían olvidado de su condición de viuda desconsolada, imagen que, por cierto, compusieron ellos, porque Ramona nunca había disfrutado de más consuelo que cuando Jacinto decidió abandonar este mundo. Unas vacaciones fogosas se empeñaron en unirlos, pero eso estaba ya muy lejano. La pura verdad y, aunque nunca lo reconocería en público, era que había sido un descanso que muriera.
El hecho de que faltase poco tiempo para que la policía autonómica asumiera competencias plenas en todo lo referente al trabajo policial, dejando al Ministerio del Interior las funciones de extranjería, terrorismo, documentación y algunas que a ella no le afectaban, pero la policía judicial y por consiguiente, la investigación de los asesinatos, recaería sobre los mossos d’esquadra. No era el mejor momento para la investigación criminal, pero eso a un asesino no suele importarle.
Hacía un año que trabajaba en el grupo de Homicidios; Su marido también había sido del cuerpo, «el muy impresentable ni siquiera tuvo una muerte heroica como corresponde a todo policía que se precie» —pensaba Ramona ensimismada leyendo los informes elaborados por la comisaría—; «no, él se pegó una hostia con el coche en las cuestas de Garraf. Encima, ni siquiera estaba de servicio, sino que debía venir de Sitges de correrse una de sus juerguecitas». Tampoco es que se alegrase de ello, pero seguía culpándolo de su propia muerte porque debió circular por el Túnel en vez de por la costa; pensaba que una vez más la roñosería de su marido al querer ahorrar cinco euros había acabado con su vida.
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