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Benito Pérez Galdós - Memorias de un desmemoriado

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Benito Pérez Galdós Memorias de un desmemoriado

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Capítulo II

N uestro regreso a Madrid no careció de notas que pudiéramos llamar históricas. Almorzando en la estación de Alcalá de Henares, se nos agregaron D. Salustiano de Olózaga, Cristino Martos y otras conocidas personalidades. Los Generales Serrano y Topete nos habían precedido en un tren expreso. Los periodistas veníamos en un mixto. No recuerdo como coincidimos en aquella estación con Olózaga y Martos; lo que está bien presente en mi memoria es que Olózaga, el gran antidinástico, pronunció un grave discurso desvaneciendo las ilusiones de los que creían que las futuras Cortes Constituyentes proclamarían la República; y Martos, después de breve controversia, coincidió con la serena templanza del patriarca progresista. Parlotearon otros oradores y oradorzuelos. Sobre la marejada de aquellas disertaciones en que imperó el tono familiar, flotó la idea de que las Constituyentes se inclinarían a mantener el principio monárquico con una dinastía francamente democrática y popular. Tal era la idea de Prim, alma y verbo de nuestra Revolución, que hasta entonces parecía más que radical doméstica.

Pongo término a esta divagación anecdótica para decir que en Madrid seguí cultivando mi huerto literario. Volví a poner mano en la Fontana de oro y en otros trabajillos, en periódicos y revistas. En aquel tiempo travé amistad con Albareda, fundador de La Revista de España, hombre sugestivo y mundano, dotado de extraordinaria sagacidad política… En mi narración llego a los días en que se apodera de mí el sueño cataléptico; no sé dónde vivo, ni lo que me pasa, ni en qué me ocupo. Para llenar estos vacíos de mi relato, evoco mi memoria y le hablo de esta manera: «Memoria mía, mi amada memoria, cuéntame por Dios mis actos en aquella época de somnolencia».

La memoria refunfuña, se despereza y me contesta: «Tontín, ¿has olvidado que escribías articulejos de política en La Revista de España, nueva creación de Albareda? ¿Tan aturdido estás que no te acuerdas de que en La Revista de España publicaste tu segunda novela El Audaz y que al propio tiempo imprimías en la imprenta de Nogueras La Fontana de oro?. —Diciendo esto, mi memoria inclinó la cabeza sobre el pecho quedando aletargada y muda. Y yo me dije—: Pues lucido estoy ahora; apagada la luz de mi mente, me entrego a un sueño profundo». En mis oídos zumbaba el ruido de las Constituyentes, palabras desgranadas del famoso discurso de Castelar contra Manterola, cláusulas de Figueras, apóstrofes de Fernando Garrido, de Paul y Angulo, estridencias lejanas de gritos y aplausos, y por último, estruendo de trabucazos… Mi memoria despierta con sacudimiento convulsivo y exclama: «menguado, despabílate, ¡han matado a Prim!». Ante mis ojos deslumbrados por una terrible realidad, desfila el cadáver de Prim saliendo de Buenavista para ser conducido a la iglesia de Atocha, y al siguiente día la gallarda figura de Amadeo de Saboya, que después de contemplar en la basílica el cadáver del caudillo, entraba a caballo en Madrid para dirigirse a jurar la Constitución ante las Cortes.

¡Día tristísimo, nevado el suelo, el celaje plomizo y el pueblo soberano admirando silencioso la gentileza del nuevo Rey!

Capítulo III

T odo lo que sigue lo he referido en otras páginas; por consiguiente no me ocupo de ello, pues en estas Memorias no hallaréis más que lo anecdótico y personal. Dejadme ahora en mi sueño cataléptico… Siento pasar el 70, el 71, y a mediados del 72 vuelvo a la vida y me encuentro que, sin saber por qué ni por qué no, preparaba una serie de novelas históricas, breves y amenas. Hablaba yo de esto con mi amigo Albareda, y como le indicase que no sabía qué título poner a esta serie de obritas, José Luis me dijo:

—Bautice usted esas obritas con el nombre de Episodios Nacionales.

Y cuando me preguntó en qué época pensaba iniciar la serie, brotó de mis labios como una obsesión del pensamiento la palabra Trafalgar.

Después de adquirir la obra de Marliani, me fui a pasar el verano a Santander. En la ciudad cantábrica di comienzo a mi trabajo, y paseando una tarde con mi amigo el exquisito poeta Amós de Escalante, éste me dejó atónito con la siguiente revelación:

—¿Pero usted no sabe que aquí tenemos el último superviviente del combate de Trafalgar?

¡Oh, prodigioso hallazgo! Al siguiente día en la Plaza de Pombo me presentó Escalante un viejecito muy simpático, de corta estatura, con levita y chistera anticuada; se apellidaba Galán y había sido grumete en el gigantesco navío Santísima Trinidad. Los pormenores de la vida marinera en paz y en guerra que me contó aquel buen señor, no debo repetirlos ahora.

El tomo Trafalgar, donde se relata la terrible y gloriosa tragedia naval, se publicó en los primeros meses del 73, y en el mismo año di al público los tres tomos siguientes: La Corte de Carlos IV, El 19 de Marzo y el 2 de Mayo y Bailén. Al año siguiente siguieron sin interrupción otros cuatro, y a principios del 75 terminé la serie con La Batalla de los Arapiles. En los diez tomos conservé como eje y alma de la acción la figura de Gabriel Araceli, que se dio a conocer como pillete de playa y terminó su existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del Ejército Español. La primera serie tuvo tan feliz acogida por el público, que me estimuló a escribir la segunda; en esta archivé la figura de Araceli y saqué a relucir la de Salvador Monsalud, personaje en que prevalece sobre lo heroico lo político, signo característico de aquellos turbados tiempos. Allí están la Masonería, las trapisondas del 20 al 23, la furiosa reacción, los apostólicos, la primera salida del Pretendiente para encender la guerra civil. Interrumpí esta serie con nuevos trabajos.

Capítulo IV

S in dar descanso a la pluma, escribí Doña Perfecta, Gloria, Marianela y La familia de León Roch. Algunas de estas obras coincidió con la Restauración. Cuando Alfonso XII entró en Madrid, estaba yo corrigiendo las pruebas de Gloria. De la Restauración, de la existencia relativamente corta del Rey Alfonso, nada diré en estas páginas. Refiriendo en otras los dos casamientos de este simpático Soberano, he contado algo y aún algos, que el curioso lector leerá donde lo hallare.

Después de La familia de León Roch, y sin respiro, La desheredada, enseguida me metí con El amigo Manso, El doctor Centeno, Tormento, La de Bringas, Lo prohibido… Hallábame yo por entonces en la plenitud de la fiebre novelesca. Del arte escénico no me ocupaba poco ni mucho. No frecuentaba yo los teatros. Desde mi aislamiento sentía el rumor entusiasta de los grandes éxitos de D. José Echegaray. Aquel portento iba de gloria en gloria fascinando a todos los públicos. Conocía yo las obras de Echegaray por la lectura, no por la representación. Pasaron años antes que yo viera sobre las tablas las obras del gran maestro. De este modo corría el tiempo hasta llegar al 85. El 25 de Noviembre de aquel año murió Alfonso XII, de cruel enfermedad en la flor de los años. Ocurrió en el Pardo este suceso, no por previsto menos lastimoso. Al día siguiente falleció el General Serrano. Proclamada la Regencia de doña María Cristina, subió Sagasta al poder, y su primer acto fue convocar las Cortes para el año siguiente. Un amigo mío, de quien he de hablar mucho en el curso de estas Memorias, indicó a Sagasta que me sacara diputado por las Antillas. En aquellos tiempos, las elecciones en Cuba y Puerto Rico se hacían por telegramas que el Gobierno enviaba a las autoridades de las dos islas. A mí me incluyeron en el telegrama de Puerto Rico; y un día me encontré con la noticia de que era representante en Cortes, con un número enteramente fantástico de votos. Con estas y otras arbitrariedades, llegamos años después a la pérdida de las colonias. En la primavera del 86 se abrieron las Cortes. El que esto escribe, tuvo la satisfacción de ser incluido en la comisión del Congreso que asistió a Palacio al acto solemnísimo de la presentación del recién nacido Soberano de España, D. Alfonso XIII, el 17 de Mayo de 1886.

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