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Cayetano Martínez de Irujo - De Cayetana a Cayetano

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Cayetano Martínez de Irujo De Cayetana a Cayetano

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VOLVER A LIRIA

H acía calor en Madrid aquel día de san Antonio. Un luminoso miércoles de junio del año 1956 que quedó marcado en el calendario de la capital porque se reinauguró el palacio de Liria. Los duques de Alba, Cayetana Fitz-James Stuart y Luis Martínez de Irujo, abrieron de par en par las verjas de su casa en la calle Princesa a unas doscientas personas de la vida cultural, nobiliaria y política del país para presentar en sociedad las obras de rehabilitación de Liria, el buque insignia de la casa ducal. Los anfitriones no organizaron una fiesta mundana, optaron por un acto cultural y religioso en el que se mezclaron los uniformes militares, las sayas sacerdotales, los bolsitos lady, los tocados de las señoras y los sobrios trajes oscuros de los caballeros.

Empleados vestidos con librea azul daban paso a los invitados al gran vestíbulo. Difícil evitar una primera mirada al suelo, hacia el escudo de armas realizado con mosaicos, flanqueado por dos fechas: 1773 y 1953. La primera rememora el año en el que finalizó la obra del palacio construido por deseo de Jacobo Fitz-James Stuart y Colón de Portugal, III duque de Berwick, descendiente directo del rey Jacobo II de Inglaterra por parte de padre y de Cristóbal Colón por su madre. Casado con la hija de María Teresa Álvarez de Toledo y Haro, la primera mujer que llevó el título de duquesa de Alba.

La segunda fecha corresponde al año de la muerte de Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba, el padre de Cayetana. Él decidió recuperar de las ruinas el palacio familiar destruido por los intensos bombardeos de la legión Cóndor sobre esa zona de Madrid en noviembre de 1936. El duque había fallecido en Lausana tres años antes sin poder llegar a ver el final de las obras. Pero esa mañana su espíritu estuvo en la mente de todos los invitados y en las emocionadas palabras de su hija Cayetana:

«Sin Liria podría quebrarse el eslabón de una cadena. Cuando después de mi boda en octubre de 1947, mi padre comprendió que la descendencia de su Casa quedaba asegurada, no quiso demorar por un instante el comienzo de las obras. No puede considerarse una simple casualidad el que se iniciasen precisamente al nacer su primer nieto».

Desde la biblioteca del palacio —de madera de nogal, y posteriormente pintada de verde imitando los acabados originales de malaquita [mineral del grupo V (carbonatos)]—, la duquesa Cayetana habló a representantes de las reales Academias de San Fernando y de la Historia y a sus amigos. A los ministros de Obras Públicas, Comercio y Agricultura, que acudieron más por empeño del duque, que por deseo propio. A los infantes Fernando de Baviera y a su hijo José Eugenio, que asistió con su esposa María, condesa de Odiel: eran los familiares más cercanos al rey afincados en España y es inimaginable un acto de la familia Alba sin la presencia de algún miembro de la institución monárquica. Tampoco faltó el obispo de Madrid-Alcalá para bendecir la morada ducal.

La duquesa, delgada, con pelo corto y ligeramente rizado, vestido de seda con pequeños lunares y collar de perlas, habló junto a la chimenea, bajo el retrato del anterior duque pintado por Zuloaga: «La ausencia de mi padre me impone el deber de decir algunas palabras; con ello quiero, primero, honrar su recuerdo, y después satisfacer su anhelo de ver rematada por sus descendientes la obra que él había emprendido. Así, estos muros… podrán desde ahora restablecer la continuidad que rige la historia de nuestro linaje».

Las crónicas de la época recogieron con detalle y mucha pompa lo acaecido en la inauguración de Liria. Incluso hablaron de la «resurrección» del palacio. Páginas de elogios hacia el impulsor de la rehabilitación, hacia la pareja de los jóvenes duques e incluso también para los pequeños Carlos y Alfonso, sus hijos mayores, que no andaban lejos. Y grandes alabanzas, por supuesto, hacia el tesoro artístico que guardan las doscientas habitaciones del palacio de Liria: las cartas de navegación que Cristóbal Colón utilizó en su viaje a América, el testamento de Fernando el Católico, la primera edición del Quijote o la primera Biblia en lengua romance.

Siempre remisa a hablar en público, Cayetana Alba superó su timidez para recordar con emoción una tarde en Londres cuando su padre y ella escucharon por la radio que Liria, su hogar, estaba en ruinas: «Conociendo el amor de mi padre por todo lo que la casa guardaba, sabiendo su afán por salvar el legado de quienes le precedieron, será posible intuir lo que sintió en aquel instante, la turbación que reflejó su rostro no vale para medir la emoción que hubo de producirle la noticia. Recuerdo tan solo que intuitivamente se volvió hacia un retrato de su madre, que tanto había hecho por el palacio de Liria, después dirigió su mirada hacia mí…».

La inauguración del palacio tuvo una segunda parte al día siguiente. Vestido con traje de marinero blanco y gesto serio, el niño Carlos Martínez de Irujo Fitz-James Stuart, duque de Huéscar, primogénito de los duques de Alba, tomaba la primera comunión. Sus padres habían encargado al compositor Cristóbal Halffter la Misa ducal, que se escuchó por primera vez en la ceremonia religiosa oficiada en la capilla de Liria. Después, Carlos festejó con una merienda a la que acudieron muchos de sus amigos y primos. Un mundo infantil ajeno al peso de la historia que custodiaban los muros de Liria.


Soy Cayetano Martínez de Irujo Fitz-James Stuart, IV duque de Arjona y XIV conde de Salvatierra, el quinto hijo de los duques de Alba que aquel día lejano de junio de 1956 presentaban en sociedad su palacio, mi casa hasta el mes de enero de 2015.

Entre esas habitaciones que destacaron las crónicas, en esos salones, en los cuartos de juegos, en la cocina de Liria, en las habitaciones de algunas personas del servicio muy queridas para mí o atisbando la estancia donde bailaba flamenco mi madre, ha pasado gran parte de mi vida. Momentos agridulces: días de enorme tristeza, noches de soledad acurrucado en mi cama o escuchando la respiración de mi hermano Fernando en la cama contigua, arranques de rebeldía, llantos sordos, meriendas compartidas, tardes de estudio, ratos de asueto y algunas risas. Festejos sociales o navideños, y casi ajeno a las admirables piezas de arte con las que convivía, porque si algo busqué durante esos años fue un hogar. Tan simple. Tan complicado.

He querido comenzar este libro recordando la inauguración del palacio porque —al margen de las frases grandilocuentes que adornaron la prensa de aquellos días— creo con sinceridad que la rehabilitación de Liria es uno de los hitos de la Casa de Alba, y una de las claves que marcaron la existencia de mi madre, de mi propia vida y la de mis hermanos. Como ella recalcó esa mañana, si el palacio no se hubiera mantenido en pie, podría haber quebrado el eslabón de una cadena que comenzó en 1472 con García Álvarez de Toledo, primer duque de Alba tras la resolución de Enrique IV de Castilla al reformar el condado de Alba de Tormes en un ducado. Una historia memorable y fatigosa, que ha recaído sobre nuestros hombros como una losa, al marcar una determinada educación y una forma de vivir suspendida en el tiempo.

No quiero ponerme solemne porque no lo soy. Mi naturaleza es la de un hombre muy práctico y resolutivo, que vive en el mundo actual, y que no por ello renuncia a la emoción que le suscitan sus antepasados. Y en especial la memoria de mis padres. Cayetana no solo ha guardado y defendido el patrimonio de la Casa; aquella mañana en Liria, además de mostrar las colecciones artísticas que conforman el legado ducal, lanzó dos mensajes que he llevado conmigo. Uno de ellos está escrito en la escalinata de Liria. Es una frase de Cicerón que eligió mi abuelo Jacobo cuando tomó la decisión de rehabilitar el palacio: «A los dioses inmortales, cuya voluntad fue, no solo el que yo heredara estas cosas de mis antepasados, si no el que las transmitiera también a mis descendientes». Esa fue la consigna que el abuelo quiso transmitirnos a todos, un compromiso, y creo haber sabido llevarla a la práctica desde el momento en que mi madre puso en mis manos las riendas de esta Casa.

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