DECLINACIÓN
Escribo desde el socavón. Sin amargura ni desaliento, incluso con esperanzas. Cualquier cosa menos dar la razón a los profetas del fracaso español. De un lado, las tricoteuses; del otro, las plañideras. Unas y otras adolecen de una fatal y simétrica arrogancia. La de creer que nuestra generación verá la destrucción definitiva de un viejo país ineficiente. La realidad es más prosaica. España se ha adentrado en el sombrío bosque de la decadencia. Nada nuevo, aunque el proceso pueda doler o durar. Pregúntenselo al conde-duque de Olivares. O a mi biografiado Juan de Palafox, un idealista, un justiciero, un fracasado. Las estanterías de mi casa están llenas de volúmenes sobre la declinación española, de mi etapa como investigadora del siglo XVII . «Declinación», qué palabra tan bella y exacta. En la historia de España el espíritu del 98, pesadumbre y nostalgia, es más la norma que la excepción. La principal y decisiva diferencia es que la presente crisis se proyecta sobre un orden político de una profunda envergadura moral. La Constitución de 1978 es la respuesta más equilibrada, justa y fértil jamás dada al principal problema español, que es también el principal problema de la modernidad política: «Cómo vivir juntos los distintos», en expresión ya clásica de Libres e Iguales, la plataforma cívica que un pequeño grupo de militantes de la democracia promovimos en 2014. El orden constitucional español está en riesgo. En grave riesgo. ¿Desde cuándo? Unos dirán que desde el primer minuto, por la ingenuidad del constituyente y la deslealtad de los nacionalismos. Otros culparán a los sucesivos gobiernos, por su oportunismo y su cobardía. Otros más dirán que las élites abdicaron egoístamente de su responsabilidad. Los últimos acusarán al propio pueblo travestido en turba. Puedo coincidir con todos ellos. Como periodista y política, he vivido la declinación española, capítulo a capítulo. Sé hasta qué punto la mediocridad y el sectarismo han erosionado las instituciones. He visto a los medios de comunicación deslizarse por la pendiente de las junk news y a la sociedad entregarse al victimismo y la irracionalidad. Sobre todo, he vivido, en primera línea política, la convergencia de dos fenómenos letales: el Proceso nacido en Cataluña y la pandemia venida de China. Esa es la historia que cuenta este libro: la de mi experiencia como candidata por Barcelona y luego diputada y portavoz del Grupo Parlamentario Popular en un tiempo especialmente delicado para España. Durante un año y medio, entre marzo de 2019 y agosto de 2020, luché contra lo indeseable en la política hasta que me convirtieron en políticamente indeseable. Desde esa condición, la del hombre en la arena, que, con el rostro cubierto de sangre, sudor y polvo, políticamente derrotado, afirma: «Que por mí no quede», me reafirmo en mis esperanzas. España no es la excepción ni está condenada a ser un país dividido, declinante, mendicante, marginal. Sus problemas son homologables a los de muchas democracias del mundo. Después de la crisis vendrá la reconstrucción, el resurgimiento. La pregunta para la que no tengo respuesta, todavía, es quién pondrá orden. Pero sí sé que yo seguiré trabajando para que sea un orden liberal. El único deseable.
También por eso he escrito este libro. La política siempre ha intimado con la mentira, pero hoy directamente se hace contra la verdad, para deshacerla. Se lo dijo un día Antonio Fontán a un joven Alfredo Timermans, mi gran amigo: «La verdad, nunca a nadie; sólo a tu confesor y en caso de peligro de muerte». No recuerdo la última vez que me puse de rodillas. Y de la muerte, qué decir. Sólo conozco la muerte política y la desafío como Cyrano de Bergerac, espada en alto. He decidido contar mi experiencia movida por una doble responsabilidad. La que contraje cuando voluntariamente decidí ser española y la que asumí cuando pedí a mis compatriotas el voto. A ellos me debo. En España faltan y fallan muchas cosas, es indiscutible. Pero quizá ninguna tanto como la transparencia. No en el sentido voyeur y vulgar del término —la cuenta corriente, la esfera íntima—, sino en el más modesto y radical. Sólo cuando los políticos digamos en público lo mismo que afirmamos en privado, sólo cuando reconozcamos la degradación de nuestro oficio, sólo cuando nos veamos retratados en el implacable espejo de los hechos, sólo entonces seremos capaces de rescatar la democracia de las sucias mandíbulas del populismo. A eso aspira este libro. Es un alegato contra la resignación.
IDENTIDAD
El 11 de marzo de 2019, después de acudir al acto anual en memoria de las víctimas de los atentados de Atocha, quedé en un pequeño café cerca de la Puerta de Alcalá con un dirigente joven y dotado de una de las virtudes que aparentemente mejor cotizan en la Bolsa política: la empatía. Sólo a la madrileña hubiéramos dicho uno del otro: «Somos amigos». Pero nos tratábamos desde hacía años y, sobre todo, como los animalitos, nos reconocíamos de la misma especie ideológica. Pablo Casado era la esperanza de los que habíamos abandonado el Partido Popular hartos de la pasividad de Mariano Rajoy ante el desafío separatista en Cataluña. Desde mi doble condición de militante no simpatizante del PP y periodista, había celebrado su victoria frente a Soraya Sáenz de Santamaría en el congreso del partido como un triunfo de las convicciones sobre el tacticismo, y ahora observaba, con expectación no exenta de alguna crítica, sus primeros pasos como líder de la Oposición.
Estaba meditando sobre mi primera experiencia en el PP , sobre la formidable oportunidad que las elecciones anticipadas por Pedro Sánchez ofrecían al centroderecha y sobre los posibles motivos de nuestra cita cuando vi llegar su coche, negro y raudo, por la calle de Villalar. En cuanto entró por la puerta, una ráfaga pulcra y trajeada, me di cuenta de que tenía prisa. La prisa del candidato. Se sentó y sin preámbulos me dijo: «Voy a sorprenderte». Me reí para mis adentros: «Creerá que soy ingenua, je, je...». Pero me ganó.
—Cayetana, sé lo que opinas de los partidos y que tu primera experiencia en política no fue fácil ni feliz. Pero ahora todo será distinto. Yo no sólo respeto tu libertad, sino que te pido que la ejerzas. Quiero que traigas el espíritu de Libres e Iguales al PP . Que des la batalla ideológica y cultural a la izquierda y el nacionalismo, ahora en nombre de mi partido, que es el tuyo. Incluso que me critiques, abiertamente, si lo consideras necesario. Por favor, piénsatelo: ¿quieres ser la número 1 de la lista por Barcelona?
El corazón me dio un triple vuelco. ¿Libertad en el PP ? ¿Batalla cultural? ¿Barcelona? ¡¿Barcelona?! ¡Barcelona! Qué absoluta genialidad. No se me hubiera ocurrido jamás y, sin embargo, era la única oferta que no podía rechazar. Lo tenía todo para una persona de mis ideales y mi arrogancia. Era coherente con años de combate político y cívico contra el separatismo. Era volver al PP por la puerta grande de la misma causa por la que me había ido. Era en sí mismo un hito en la batalla cultural contra el marco absurdamente asumido por los constitucionalistas. Una ruptura, incluso física, del perímetro político y moral impuesto por el nacionalismo: una madrileña presentándose por una provincia catalana en unas elecciones generales. Es decir, una española presentándose por una provincia española en unas elecciones españolas. Y, sobre todo, era difícil. Jodida y maravillosamente difícil. Me quedé sin palabras. Balbuceé algo como que me lo pensaría, seriamente me lo pensaría. Casado me advirtió: «Tenemos muy poco tiempo, hasta el viernes». Era lunes y nos despedimos.